miércoles, 24 de octubre de 2012

MAUDE






MAUDE

Amanece.
Arenas y hojas se demoran en el pórtico.
Desde este acantilado la marea nunca es demasiado alta.
El océano golpea las ventanas.
Agresivo, se empecina noche tras noche por llevarme.
No acepta que sobreviva a mi naufragio.
La botella de Gillbe-ys casi vacía deslíe tinta de versos… versos en la madera del piso junto a mis anteojos quebrados.
Amanece. Arenas y hojas se demoran en el pórtico.
Amanece. La puerta se abre.
Se ensancha hasta dar ingreso a la playa, al mar, al sol, a las estrellas, al cielo, sin dejar huellas.
La bahía de Dorkshaun  algo lejos; ruido de barcos, sirenas, griterío, me devuelven al silencio siempre huésped más acá de la puerta.
Maude no está. Se fue.
Me dejó sentado a horcajadas con mi corazón sediento mirándome desde las manos.

Ese día me había detenido en la taberna de Saint Breuill y, medio borracho, vociferaba aquel poema "la fuerza que por la verde mecha impulsa a la flor" que había leído en el New Weekly en el ’33 y dos años después había escuchado por la BBC.
Entró bajo la lluvia, apretujada en su piloto de gabardina azul.
El bruto de Hort, detrás del mostrador, casi dijo una estupidez cuando ella preguntó por Bertrand.
­               ‑Aquí estoy- grité, escondido entre vapores y  humo.
- No eres Bertrand-contestó ella con desconfianza al acercarse a mi mesa.
Y tenía razón. Bertrand rubio, corpulento por su vida en el mar era un tipo duro.
Pero ella no sabía que éramos hermanos, ni sabía que yo era el poeta, del que ni le habría hablado: el flaco, débil fracaso de una familia de marineros.
Tampoco sabía que Bertrand había muerto.
- Y tú no lo vas a encontrar. Siéntate.
- ¿Lo conoces?
- ¿A Bertrand? -un manotazo en la mesa con la carcajada, los versos borroneados en servilletas volaron.  Dio vuelta la cara, el aliento que deja el Gillbe'ys es apestoso-Si lo conozco, ¿decís nena?-no podía pensar en Bertrand sin que se me hincharan los ojos de bronca, rabia, agua y sal por angustia. Bertrand más que el hermano diez años mayor que yo, había sido todo y ahora,   el muy maldito ya no estaba.
               - ¿Donde puedo encontrarlo?
               -Es que… no puedo decirte...no sabría...-eructé, ella volvió a desviar la cara-¡Quien puede saberlo! Nunca se sabe donde puede estar ese desgraciado.
-Pero dime ¡dónde está Bertrand!-en el grito descubrí una búsqueda de meses.
Desde otra mesa, el viejo Carridge parpadeó por sobre el carey de los anteojos; el escarbadientes temblaba desde el labio, náufrago muerto de frío. Taylor, el calafateador, manos siempre mudas de brea y ese olor a algas podridas que lo impregnaba volvió las cartas sobre el mantel de hule; giró su cabezota hacia nosotros… bolsas bajo las pupilas y el cigarrillo denunciaba el cáncer que se lo pudría.
-¿Por qué no te sientas? Mojada y con este frío te vas a quedar dura, ahí de pie. ¡Un irlandés doble, Hort!- grité.
 Se quitó el piloto. Aroma profundo, caliente, emanó de ella, en el oleaje de un amanecer que borró el olor a miedo y anchoas en las paredes de maderas húmedas. El largo cabello negro ondeó fuera del pañuelo  apenas mojado.
"Maldito Bertrand, pensé, las veces que te habrás enredado en ese pelo..." Hort posó el café de mal modo, como de costumbre; no le gustaba que lo interrumpieran mientras escuchaba un partido del Arsenal-Glasgow por la final.
-Soy Maude-extendió su mano. No quise soltarla, demasiado suave. Presentí que en esa piel regresaba algo de Bertrand. Notó mi demora y, algo turbada, como descubierta, retiró su mano. Ese acento del canal la hacía un poco distante, Wiklow, pero no demasiado para mí.
-¿Vas a darme algún detalle del paradero de Bertrand?
- ¡Ahh! Bertrand, cierto...
Hort miraba de reojo.
A su lado, entre el humo, la vieja radio lanzaba ruidos parásitos, descargas que hacían casi imposible escuchar los gritos del comentarista. Hort nos observaba como al cine mudo. Veía a Maude hablar haciendo gestos de sorpresa en el rostro. Me vio a mí mover labios y ojos  en un monólogo extenso. El barbero Carridge por sobre  las  gafas, me recriminó algo cuando primero unas lágrimas rodaron de los ojos verdes de Maude; después un llanto ácido, entrecortado, empapaba esas manos de filigrana que el maldito  Bertrand habría  besado mil veces. Atherton el pastor anglicano, chupó el cigarrillo, frunció el ceño cuando me levanté, ayudé a Maude con el piloto, el pañuelo, apreté bien fuerte mi brazo sobre su hombro y abandonando la taberna, bajo la lluvia nos fuimos hacia cualquier parte.
La atraje hacia mí Maude,  serena. La besé alucinado, y torpe.
Horas. La lluvia arremetía contra estas ventanas.
En el rincón de mis libros, a la izquierda de los anteojos la vieja foto en sepia nos recordaba a mí apenas chiquillo y Bertrand, gigantón con pantalones arremangados, sosteniéndome sobre la escollera; en el otro brazo suspendía un escualo de casi un metro.
No divisé el mar  en la foto. Era muy tarde o demasiado oscuro.
 "Qué me estás haciendo, Bertrand?” pensé. Sentí a Maude junto a mi espalda. La miré."¿Por esto te fuiste?" Desde la pared donde cuelgan las cañas, lo vi venir creando a la carrera con sus pies arcos traslúcidos de océanos. Acercó su cara bruñida de viento y siestas al sol. Reía, pleno de vida al apuntarme con el dedo índice guiñándome un ojo, cuando se esfumó playa abajo, llevando en la mano un aro de alambre donde relumbraban siete corvinas pardas con manchas en el lomo.
              
Al día siguiente escuché por primera vez la tos.
Nos demoramos en la barca de Bertrand, lejos de los promontorios. El viento saca a luz la olvidada tormenta, el mar se nos entrega manso, abandonado, perezoso. A cierta distancia, los tejados de Saint Breuill y más allá la bahía de Dorkshaun, con sus barcos paralizados desde el inicio de la guerra. Los hombres que se quedaron, muy enfermos, apenas si se anclan en el muelle a mirar el horizonte entre bombardeo y bombardeo. Algunos, demasiado poetas, soñadores, marinos testarudos un día sin entrar en la mar, es peor que la muerte. Al menos allá, entre olas nunca muertas, redes y cormoranes escribían su batalla en la inmensidad todopoderosa.
Bertrand me enseña eso desde mis primeros años en esta barca de una sola vela.
Maude inclinada sobre el borde juega con sus manos como intentando atrapar algo o aferrarse al agua. De pronto comienza la tos seca, aguda, tajante. La levanto por los hombros. El rostro enrojecido, ahogado. Escupe varias veces en el agua. La siento sobre la red que Bertrand ha dejado envuelta en exagerada madeja gris. Aprieto su espalda contra mi pecho y ella deja caer la cabeza sobre mi hombro como una gaviota atolondrada y vencida.

Durante meses cuando queríamos escapar de nuestro escondrijo aquí en la torre del faro y el tiempo era favorable a estribor, nos sentábamos en aquella mesa preferida de Bertrand en la taberna de Hort. El Reverendo Atherton, tísico y vicioso, chupando su asqueroso cigarro eterno, miró a Maude con desprecio y otra vez en medio de su ebriedad me amenazó con su dedo divino. Su conciencia justiciera le hacía suponer que yo convivía con la amante de mi hermano.
En realidad nadie sabía ni quien era Maude, ni por qué estaba allí, ni que nos habíamos casado en una aldehuela sobre Lough Caragh. Jamás le preguntamos de dónde vino, pero yo conocía bien aquella tonada arrastrándose desde Wiklow. La misma conque volvía Bertrand tras varias semanas de pesca en Arklow.
Hort, Carridge y Taylor recordaban la primera tarde, cuando entre la lluvia surgió ella como una visión turbulenta despertando el temor en los pechos al preguntar por Bertrand y se quedó acurrucada como esperando  sin saber qué de mi sombra.
Ezra, el único, parecía conocerlo todo. El negro ciego, quien acariciando siempre su barba presbiteriana, un tic personal, al escucharnos entrar, miraba a Maude guiándose por su risa, asombrado como si la viera. Aquel negro ex capellán del ejército yanqui durante la Gran Guerra, contrabandista de alcohol en Baton Rouge, durante el Prohibicionismo, aguardaba la muerte, refugiado aquí, en el perdido Saint Breuill para que lo sepultasen mar adentro, como un bucanero más.
Aquella tarde, casi dos años después, a principio de primavera  el doctor Liebnsnitz movió su cabeza al ver entrar a Maude a la taberna. Liebnsnitz, con su impecable saco de corderoy a tres botones, recetaba más en la taberna que en su propio consultorio. Escapó clandestinamente, el año treinta y uno de Pfotzheim clandestinamente y el posible Auschwitz. Ahora casado con Minerva, la vieja más rica de Saint Breuill, ejercía sin título su profesión. La semana anterior  en la última crisis, mientras Maude estaba agotada por el acceso, semi dormida sobre la cama, el médico apretó los labios y mirándome movió negativamente la cabeza.
No disponíamos de medicamentos en la bahía. Durante días recorrí las poblaciones costeras a vela. Bertrand corría detrás empujando la barca, arremetiendo a mi lado entre peñascos escondidos, perfilando acantilados violáceos, pero en ningún poblado había medicinas. Los ingleses se habían llevado todo al frente. Las poblaciones civiles estaban a merced de la fiebre y la tuberculosis. Era excesivamente pesado vivir. Liebnsnitz lo comprendía.
Ezra se acercó a nosotros caminando muy sereno a pesar de ciego y viejo. Se ubicó en frente. La luz cenital se amortiguaba sobre Maude y su rostro emblanquecido.
-Señorita-empezó el negro algo perturbado-¿sabe que desde su aparición, él – puso su mano sobre mi camisa
negra- ya no grita borracho esas cosas que escribe y otras que nadie entiende?
-Lo sé, lo sé- respondió ella siempre tan distante para los todos.
-¡Mire! ¡Mire, señorita!- continuó el ciego y barrió de la mesa servilletas y pocillos. Hort maldijo al
ciego aunque nunca dejó de pagar lo que rompía. La mano de Ezra  se deslizó sobre la mesa. Temblé. Supe qué buscaba. Tanteando llegó al grabado –Mire señorita…
Maude acercó su perfil a la mano del negro. Observó donde estaba señalando un bajorrelieve a cortaplumas: El círculo de eslabones de cadena unidos y, en el centro sobre un ancla toscamente labrada, nuestros nombres “Douglas&Bertrand”. Maude me miró, yo respiraba agitado, Ezra arrojó su risa de saxo barítono.

Ambos recordábamos aquella tarde, mi primera entrada a la taberna Black Shark. Mis doce años. Entonces nadie pensaba en guerras ni bombardeos, porque más allá sólo existía el mar; el mar y la vieja barca que encontraron misteriosa y semi destruida. Pero el cuerpo de papá no. A los doce años, apenas quedaba el mar, mis cinco poemas, y esa barca donde pescábamos o dormíamos horas enteras, como si estuviésemos acunados en el vientre de mamá. Ezra admiraba a mamá y él sí sabía qué significó para Bertrand que a pocos minutos de nacer yo, ella muriese.
Aquella tarde, en mi primer entrada al Black Shark, donde según mi hermano solamente entraban los hombres duros, el negro invidente talló con maestría nuestro escudo. Ahora, de espaldas a Hort, sacó su vieja navaja con la que nos había unido hasta la muerte y, acariciando la madera, llegó al tallado. Sobre nuestros nombres, en diagonal, grabó “Maude”.
Pasando mi asombro por los ojos de ella, miré el humo centrado en el techo de la taberna. Por entre los renegridos resquicios de las maderas talladas a mano más de cien años atrás, se extendió el mar amplio, rugiente. A un costado, en la orilla estaba la barca. Bertrand sentado en la quilla con su cuchilla fabricaba de un tronco una lanza de pesca.
No me miraba. Yo conocía esa actitud. La forma de presionar la cuchilla, los músculos tensándole la remera, el rostro, Bertrand no quería mirarme.
Maude asentó su mano sobre mis párpados. Mi pecho se aquietó.
Ezra, el ficticio capellán de ejércitos, guardó la navaja. Sus manos comenzaron a gesticular con torpeza ante el rostro de Maude. Entendí qué quería. Así había conocido la belleza de White Mam, como él llamaba a mamá.
-¿Quieres verla, no?
-Aja, aja- respondió el viejo, otra vez las manos en la barba.
Observé a Maude. Miró el rostro casi infantil lleno de ansiedad del viejo, que podría ser nuestro padre.
-Está bien, Ezra, puedes – dijo ella bajando los párpados.
Sus manos de roble oscuro contra de vello encanecido avanzaron hacia ella. Tomó el cabello entre los dedos como si fueran hilillos de una vela somnolienta al viento. Los ojos muertos del negro se agitaron ansiosos. La yema de un dedo fue investigando las cejas que daban a Maude esa expresión constante de asombro. Fue deslizando por el pómulo derecho apenas saliente para detenerse en la nariz recta.
-Por favor, señorita, por favor Maude-era súplica.
-Está bien - dijo ella.
Casi sin rozarlos, pasó su dedo por la línea exterior de ambos labios, dibujándolos, para ascender por el pómulo izquierdo, la oreja,  nuevamente el hilillo de los cabellos, suspendiéndolos y abandonándolos hebra a hebra sobre el aguafuerte de la luz parpadeante sobre nuestras cabezas.
Maude me miraba lejana, atrozmente lejana. Ezra rozó los párpados nuevamente y ella regresó, serena.
-So much beautifull y’re! La brisa  pertinaz que me arropará por siempre bajo las olas – musitó Ezra, robándome el adjetivo.
El anciano contrabandista se retiró hacia su mesa. El imbécil de Hort, observaba inmóvil, boquiabierto.
-Vamos- dijo Maude- es muy tarde.
El reverendo Atherton bamboleaba su cabeza sobre el vientre repleto de aguardiente.

Lo estival del siguiente día nos retrotrajo al mar.
La noche anterior Maude no pudo dormir. No quería permanecer en la torre del acantilado como por un pesentimiento.
Se maquilló, como nunca.
El chal de seda italiana rodeó el cuello de colores vitales. La línea de sus labios intensos, sensuales contrastaban con el rostro gris.
Era una rosa muy fresca, debilitándose antes del mediodía.
Era el amor marchitándose.
Maude.

Sentí el deseo de amarla intensamente. Y la aferré de la cintura.
-Eres tan hermosa, aun así-le susurré.
-Chissss. Sabes que estoy mu…-le cerré la boca con mi boca.
Temblábamos. La ondulación del mar nos adormeció.
Temblábamos mortalmente abrazados.
Temblábamos por amor y miedo. Nos habíamos detenido quince millas mar adentro. Nos amodorraba  solamente el océano y las nubes abigarradas. Recogimos la vela, nada se interponía en la distancia.
El sol golpeaba tenazmente.
La brisa marina se detuvo.
La barca, era una inmensa cuna meciéndose para dormirnos en el amor.

Desperté asustado, como cuando el coletazo de un tiburón nos embestía.
Maude no estaba junto a mí.
A babor, tosía de manera convulsionada.
La abracé.
-¡No Maude, no! ¡No!- la tos no se detuvo.
El cuerpo se estremeció. Quería escaparse.
Nunca había tenido tanta fortaleza para arrastrar la red de Bertrand, como la que tuve para retener a Maude.
Intenté darle de beber. Rechazó todo. Mis lentes rebotaron sobre suelo.
Tos, solamente tos.
Se retorció peligrosamente. Era una corvina en peligro, fuera del agua.
Por un momento se tranquilizó con la cabeza sobre mi pecho. El sonido áspero, le brotaba desde muy adentro.
Me miró exhausta.
De repente estiró su cuello, con el rostro paralelo al cielo, retomó la tos con mayor intensidad.
-¡No Maude! ¡No! ¡No!-quería cerrarle los labios nuevamente, pero ya no era posible.
La tos y los estertores entremezclados no permitían nada.
Nada. Lo sabíamos.
A quince millas de la costa o sobre la misma costa, era todo igual.
Nada.
Entonces, su boca tosía, sin sonidos, sibilante, impotente.
-¡No Maude! ¡No! ¡No! ¡No te mueras, no!
Se aquietó de forma brusca.
-Bertrand – balbuceó al mirarme…
En la delgada hebra escarlata que se fugó de la nariz hacia el pómulo, hacia la cubierta chispeó el sol.
Me sentí desconectado de todo.
Arrodillándome, aflojé los músculos, pero aprisioné el cuerpo inerte sobre el piso por mucho tiempo.
Dejándolo reposar, mis brazos se electrizaron y, hacia el sol que escondía, impiadoso, su gloria, los puños cerrados, mi alarido sin control:
               - ¡Bertraaaaand!



CÓRDOBA,  Agosto 15 de 1995 – 5 a.m.









martes, 4 de septiembre de 2012

EL CAMINO



EL CAMINO

Para mí, se inició en la puerta a la calle. Remontándolo, podría llegar a cualquier parte hacia dentro o hacia fuera.    Todo comenzó desde allí. Lo recorría él, mi padre a las dos de la madrugada para tomar el colectivo que lo trasladaba con otros a la Fábrica Militar de Pólvoras y Explosivos, atravesando el riel ferroviario que aun hoy existe, a pesar de que desapareció el tren.
¿Que hacia mi padre en la fábrica?
No puedo precisarlo. Jamás lo supe. Jamás hablamos. Militar, no era, al menos por el sueldo... sin embargo, siempre me pareció importante, quería mirarlo de esa forma, quería copiar de él el gigante que yo sería, aunque entre nosotros jamás existió la confidencia  más allá del medio siglo que atravesamos juntos, siempre distanciados. Quería que él fuera para mí el tipo dulce que era con los hijos de sus amigos. Sólo fue reproche, látigo, indiferencia y yo no entendía que para él la vida había sido todo eso, excepto látigo. Sus amigos le decían "Gitano"; yo no heredaría menos: deambular constantemente y el camino sería largo, pero él nunca abandonó la casa.

Su ingreso en mi habitación en varias madrugadas me despertaba, y sin moverme intuía su búsqueda a oscuras de algo en mi roperito. Entonces, en la oscuridad cómplice de niños y misterios escuchaba el consecuente "ahhh!" casi místico y el ruido al cerrar la puertita.
Fue en una de esas horas insomnes y frías. No bien escuché la llave girando en la puerta que da al camino donde él enmudecía sus pisadas me levanté  para hurgar entre la ropa que mami doblaba allí antes de planchar. Palpé algo. “Vidrio” me dije. Con un temor ancestral, inmenso para un mocoso de cinco años. Retiré con temor y ansiedad suaves. La botella. Las tres de la madrugada. Me fui sigiloso al baño y al encender la luz, ya sabía.
- Antoin, ¿qué hacés, carajo?- mami desde su dormitorio. Esperaba esa pregunta, pero también esperaba que mami no cambiara la cama por el frío; nunca supe si estaba realmente tan enferma o qué.
- ¡Ufa! ¿Ni puedo orinar ya? - grité, sabiendo que mami era cómplice de mi imaginario. Aprisioné contra mi camiseta de frisa los tres cuartos dentro de la botella. La etiqueta  "Caña de durazno LEGUI", dibujado, un caballo de carrera con su yoqui. Eso lo conocía bien  al ver a los guerreros yoquis cuando escapaba al hipódromo a unos kilómetros de casa… y de allí papi me traía a patadas, porque él era muy correcto, demasiado. También, había visto esa botella en el bar del Porteño. Entonces deletreaba el rótulo para la carcajada sin malicia de los jugadores inmersos en su universo de póquer en ese bar, el más luminoso del mundo. Reían porque para aprender a leer  deletreaba lo que viniera al caso, aunque para mis cinco años y un metro veinte aquel mostrador de mesada de acero pulido, esplendoroso, estaba demasiado alto, y la botella más, pero yo tenía buena vista.  
Quité el corcho con los dientes; me rodeó un aroma inexplicable; en nada se parecía al olor acre y triste del escusado del bar; pero sabía y no, de qué se trataba. ¿Qué se guardaba entonces en una botella? En casa, al menos, miel, vino, aceite, nafta, querosén, lavandina... papi a veces traía pólvora de la fábrica y la almacenaba en botellas a buena distancia de mi estatura conocida por aventuras y desgracias de pirómano. ¿Ácido? No, no podría ser, aunque de color similar. Él en el taller tenía varias clases y a mi no me amedrentaba el ácido, a pesar de que los del barrio me intimidaban, por envidia, con la historia de que si caía en el cuerpo de uno, se cocinaba la carne y hasta podía perder el hueso. Alguna vez lo probé aquí donde está la cicatriz sobre la muñeca derecha y no perdí nada pero la tía Rosa debió correr urgente a la calle Catamarca para ver si algún infeliz de la Asistencia Pública me hacía dejar de llorar. Después sufrir una paliza maestra y esta cicatriz que ahora casi no se ve.  
Pensé “lo de la botella no puede resultar ser algo tan peligroso al fin”. Cubrí ansioso con la palma de la mano el pico, invertí la botella. Despacio, lamí la piel. “¡Ahhh!”-igual que el papi-“¡Que dulzura! Delicioso.”
Allí inicié mi camino. No el de mi padre virtuoso. El del endemoniado alcohol. Bebí un trago. Otro. Y otro. El líquido embriagante, lujuriosamente desbordaba mi boca… porque el sabor divino en el paladar anulaba el ardor en la garganta y la conciencia… ¿qué sabía yo?
-¡Antoin!- mami otra vez; la fiaca no la había dormido  del todo.
- Ya voy, che, ya va. ¡Ni en el baño me dejás en paz!-
La investigación había durado media hora creo. Allí, sentado sobre la tapa de un inodoro helado aprendí lo mejor de mi padre: por qué jamás se acodó en un mostrador de boliche, aunque cada madrugada, creyéndome dormido, con esos tragos y su “Ahhhh!” enfrentaba al mundo y sus gélidas horas por mí, según repetía constantemente.
            Disfruté sentado en el trono de la vergüenza un rato hasta que se aclaró la visión algo. Había caído como en una carrera de embolsados pero la caña Legui estaba afianzada en mis brazos aunque lo pies esquivos… El escándalo de muchas cosas rodó.
-¿Que hacés porquería? ¿querés que me levante?- mintió mami. La pregunta me salvaba, porque al largarla ella jamás cumplía; además ser el único amante de sus óperas y esos verdes ojos de mar siciliano como ella, ella me protegía.
No obstante tuve miedo. No, por mami, no. Esa sensación gris, una manzana cubierta de escarcha, me enmudeció de culpa: desnudo, avergonzado, feliz. Había comenzado mi camino desconocido. ¿Quedaría para siempre el sabor de la culpa y el placer? Sin embargo en aquel momento supuse que si no quería que el dulce delito se hiciera manifiesto, debería arreglármelas solo. Abracé con tenacidad la botella ajena, palpando paredes, después de regresar el móvil del pecado asesino a su lugar como hacía el papi, me desplomé sobre el lecho.  

Aunque de muy pequeño estaba acostumbrado a interminables dolores de cabeza, como ella, esa mañana fue insoportable. ¡Mover los párpados era tan angustiante! ¿Cómo iba  a vivir si se me hiciera imposible leer?
- ¿Que te pasa? ¿Por que no te levantás aun?- preguntó ella- Cada mañana después de él vos sós el primero que molesta por la casa despertando a los demás. ¿Querés algo?  
- Si, vomitar- contesté. Stella corrió por una palangana.
- No me ensuciés las sábanas,  ¡porquería! si no te mato - amenazó pero matarme era su forma de balbucear amor -lo que ella nunca conoció-; y regresó la dulzura:- ¿otra de esas malditas descomposturas?
¿Debía mentir? ¿A ella?  
En cama todo el día. ¡Que bueno, no ir a la escuela! Agosto, ráfagas de hielo ardiente, los árboles en su mutismo se reclinaban a mi altura por comprenderme. Sí, afuera el viento sur, mi amado viento sur, quebraría la respiración hasta a los perros y una decorosa niebla congelaría guardapolvos, libros y tinteros mal protegidos en la "cartera del colegio" que nos pasábamos por generaciones según los centímetros que nos estirábamos. En el patio, ni a las gallinas se atrevían a cacarear. Diana la perra de cacería sería un ovillo en su casucha. Ahora comprendía por qué el papi iniciaba cada madrugada con su”Ahhh”.
Tapado hasta las orejas en la cama de dos plazas de ellos, pude escuchar la tos de algunas personas en la vereda. - Pleno agosto, pobres viejos-dijo mamá.
El doctor Blas, llegó a las diez. Me revisó
- ¿Qué tiene, doctor?- preguntó Stella, secándose con un repasador.
- Veremos, veremos... anoche ¿estuvieron de asado Stella?
- No. Con este frío ni salimos. ¿Por qué, doctor?
- No, por nada-. Blas apretaba  aquí y allá con cierto aire vengativo que no podía disimular; ¿alguna bagna cauda[1] o algo peor en lo de Silvio... mucho vino?
- No, no. Además, el chico... ¿Por qué, doctor?
- Por curiosidad, nada más-. Blas seguía tanteándome.
- Sacá, che, esas garras frías- chillé, pero él me tapó la boca con su mano con olor a alcanfor
-¿Me invitás con algo caliente, Stella?
Cuando mami fue hacia la cocina, el médico se inclinó sobre mí, me clavó sus mansos ojos de feo implacable y me preguntó apretando los dientes:
- Decime mocoso, ¿qué mierda hiciste?
- Nada, che, nada. Ufa, me duele la cabeza, me duele la cabeza -grité- apretándomela teatralmente entre ambas manos.
- Decímelo todo o empezamos con inyecciones.
- No. No, no hice nada. Me duele la cabeza, la panza, todo. Es el hígado –dije- copiando los cien argumentos de mamá y las vecinas cuando no querían salir de la cama.
- Decime, pedazo de infeliz, decime qué hiciste... si no cuando venga tu viejo, te arreglás con él-
- Él, no. El, no. Me va a agarrar a fustazos
            - Entonces hablá. ¿Te chupaste una damajuana? Tenés tanto olor a podrido en la boca, a meado. No sé cómo Stella no se dio cuenta.
-Ella no me besó hoy.
-Decime qué tragaste.
-Lo mismo que él, adentro del ropero - temblando no sé si de frío o miedo- le señalé al roperito al lado de la puerta. Me mostró la botella con los ojos grandes abiertos como un dos de oro.
-¿Esto?- remarcando con el dedo la etiqueta, la tiró apurado entre la ropa. "Infeliz, pensé, "la voy a tener que acomodar bien antes de que venga el otro”. -Pero ¿sós loco, vos? ¿Te chupaste esto? ¿Cuánto, mucho?
-Pero si él toma todas las noches a escondida cuando se va a la fábrica y no le pasa nada.
-Y claro, qué le va a pasar si toma apenas un trago y Antonio es grande, ¿cuanto tomaste?
-Y, un poco...
-Un poco. ¿Como cuánto fue ese poco?
-Un buen rato... qué sé yo, media hora, me parece. En el baño sentado en el inodoro, cuando él se fue. ¿Acaso es malo? Si fuera malo ¿por qué lo vende tanto el Porteño?, ¿no?
-Malo, bueno, malo no; solo que no es para vos, es para los grandes. ¿Cómo se te ocurrió eso?
- Y…quería saber. Él nunca me habla. No dice por qué hace cosas. Siempre me prohíbe todo y me gustó. Es muy rico.
- Que es rico, vaya si es rico, -reconoció Blas.
- Ahhh... ¿vos también tomás no?
- Eeeh... cuando era chico, no, ¡como iba a tomar eso a los cinco años! Ahora me tomo una botellita por semana, cuando hace mucho frío, como hoy; siempre llevo una.
- Una petaca, lo señalé, malicioso, con un dedo.
- Por el frío, por el frío.
- Si, por el frío, igual que él, ja.
- Pero vos, ¿por qué lo hiciste? decime.
- No sé. Hay tantas cosas que quiero hacer y él, y todos, lo único dicen es “No”. Pero él si toma cada noche, lo espío y cuando yo sea grande, vas a ver que
-¡Cuando seás grande, un corno! Si seguís con estas macanas ¡no llegás ni a los diez! La cara se le puso roja como si estuviera furioso en serio.
-¿Te enojaste, bigotudo? ¡Qué macana!
-¿Cómo, qué macana? ¿No ves que lo vas a volver loco y recién comenzaste la escuela? Vas a matar a tu madre.
-No, a ella no.
-¡Las estupideces que hacés! Ésta, la de hoy; la del ácido, el año pasado; la del poste de luz; la del incendio del taller; la fogata cuando ataron a un poste al pibe del vecino.
-Es un maricón, ese.
-Tus desapariciones, las escapadas al puente negro... sabés que podés matarte allí.
- Parece que llevás todo anotado como el almacenero...
-¡No anoto un pito! Pero cada vez que hacés una estupidez te tienen que llevar al consultorio para que te cure, mocoso infeliz.
-¡Mentira! ¡Mentira! No me llevaron un montón de veces. No me llevaron con lo de la vieja sorda, ni con la de los petardos; ni cuando quemé a mi hermana con el diario. Solamente me pegaron no me llevaron ni…
-Callate, callate. Si no cambiás te va a pasar algo feo, muy feo.           
-Callate vos. Qué sabés. Hablás igual que él... sós igual que él, ¿para eso viniste?- y le quise tirar con la almohada, pero siendo de dos plazas fue por demás larga para mis bracitos; entonces le comencé a golpear el pecho pero él me apretó en sus brazos hasta quedarme quieto. Acariciándome el pelo me dijo:
-Yo vengo a ver que te curés, te portés bien. Así no  podés seguir; sós muy chiquitito y te metés ¡ya en cada lío! Andás todo el día en la calle con esos vagos... Vas a ir a la cárcel, como la Chiva Vázquez, ¿o querés que te encierren en el colegio de cura?  ¿Eh? Mirá que él lo va a hacer si seguís así. Y lo dejé hacer, -aparte del tío Chiche, era el único varón me abrazaba con cariño y sin malas intenciones- en tanto, sentado en sus rodillas, revolvía su maletín gastado.
- ¡Aquí está, aquí está!-grité saltando en calzoncillos por la cama con su petaca de caña en alto.
- Dame eso mocoso, dame eso y me la arrancó con un gesto duro. No era un santo, pero como médico pero me tenía cariño. A veces yo inventaba estar enfermo para que alguien me llevara a su consultorio, no sé por qué o posiblemente Blas y Chiche eran los únicos lagartos adultos en quien confiaba un poco.
- El siempre me grita que me va a mandar con los curas y él nunca va a la iglesia. Dice que no cree en los curas pero que en el colegio voy a aprender mucho- retomé el tema mientras él me tapaba con las frazadas de mamá.
-¿Te parece malo eso?
-¡Qué sé yo!- repuse mientras leía la etiqueta de la frazada donde decía "Tienda Los Vascos"
- Me da miedo. Además, nunca me da plata para comprar revistas y a mí ¡me gusta leer! ¡Yo quie-ro-le-er!!!. El siempre me está hinchando "¿Leíste bastante hoy? ¿Cuánto leíste? Stella, ¿leyó éste antes de cenar? Que lea mucho a la mañana" y no necesito que me lo esté repitiendo, a mí me gusta leer. ¿Qué se cree?
-Lo hace porque sabe que sos inteligente y no quiere que terminés siendo un ladrón como tus amigos.
-Ja. Todos me dicen eso,  pero él nunca me da plata para comprar revistas y cuando yo consigo plata me pregunta a quien le afané la guita, que voy a ser un choro, que voy a terminar en la cárcel y me pega, me pega.
- Él quiere que te corrijás... que no robés
- Si yo no robo, jetón.
- La semana pasada me robaste veinte centavos en mi consultorio y ¿qué te compraste con eso? Contame.
- Bueno... primero, no robé nada, lo tomé prestado y cuando sea grande…
- ¿Que compraste? te pregunté
Metí las manos debajo del colchón.
- Mirá, bigote. Compré un Rayo Rojo, dos Pato Donald, un Misterix, tres Fantasía y [2]
-¡Che, pero te dieron un montón!
- Porque son usadas, idiota, las compré en la feria, hay que saber donde comprar y bueno, mirá, él dice “Veinte centavos es mucha plata” y se hace coser bien los bolsillos cosa que no se le caiga un centavo... pero yo no te robé, las compré para vos
-¿Y por qué las escondés debajo del colchón de ellos si no robaste?
- Bueno, porque aquí es donde él menos va a buscar y a la mami era fácil convencerla de que me las prestaron, además, ellos no entienden, ¿no te das cuenta? No entienden por qué me gusta leer.
- Me las llevo, entonces
- No, no. Yo soy un chico pobre y esos viejos que van a tu consultorio si quieren leer revistas que las paguen. Cuando fui los otros días le arranqué a un viejo de las manos un Cowboy que estaba leyendo, porque tenía mi nombre, yo te la había prestado a vos no a ellos, ¡que se compren! Además, vos no me las devolvés nunca.
-¡Pero estas las compraste con mi plata!
- Eh... si... ¡no! No es tu plata; si querés hacemos un cambio, yo te doy un Misterix y vos me das cuatro Patoruzú.
-¿Y como está ese chico?- interrumpió mami, entrando con  una taza con café.
-¿Dónde lo fuiste a buscar, mami, que tardaste tanto?- dije golpeando con el puño la mesa de luz.
-Me demoré porque no tenía café y debí ir al almacén.
- No te preocupés Stella, este mocoso...
-Y ¿esta mejor no?
- Bue, se mezcló algo de gripe, sin fiebre, los nervios, este joven es muy nervioso; eso más algo que le hizo mal al hígado, alguna comida de días anteriores... pero un día en cama algún Geniol y una taza de carqueja.
-¡No, carqueja no! ¡Es un asco, la carqueja! Viste, vos sos igual que él, sós igual que él, con tal de hacerme sufrir -gritaba yo saltando sobre la cama.
- Entonces ¿inyecciones?
-No quiero nada. No quiero nada. Andate de aquí y no volvás nunca. Andate, ¡andateeeee!
El médico largó una carcajada y me atrapó mientras yo intentaba golpearle la cabeza y mami pidiendo disculpas por todos lados, mientras le alcanzaba los lentes que habían volado contra el respaldar de pino de la cama. Cuando me cansé, el médico me tiró con fuerza contra las mantas.
- Lo único que falta es que te pongás loquito, Vinagrillo- me dijo con mansedumbre.
- ¿Por qué le dice Vinagrillo?- preguntó mamá, inocentemente.
- Bueno... eehh...  él y yo nos entendemos, contestó el médico, dándose cuenta  que había metido la pata hasta los estribos. Vinagrillo era el borracho más popular y ovacionado en la ciudad. Es un secreto entre hombres, ¿verdad pichón?
- Si mami, es un secreto, entre varones, digamos un enigma que vos nunca entenderías ¿Me vas a traer revistas, doctor? No me gusta estar en la cama. Me aburro. No me gusta estar en cama. ¡La cama es para los viejos!
El médico me dio unos caramelos Oruzú y yo un beso.
- Si se hace el mañoso dale carqueja nomás, Stella, bien livianita sí o sí- y desde la puerta agregó: Y vos, campeón te la tomás toda, ¿eh? Si no, ya sabés.
- Viste, sos un traidor, igualito a él, bigotudo, sós un traidor

            A las doce y veinticinco en punto, como siempre, llegó él.
            Me asustó la idea de que descubriera todo. Pero me calmé. Pensándolo bien, mi padre se ocupaba de la botella solamente en la oscuridad. Así ni Mandrake podría descifrar cuanto bajó el nivel desde la última vez que la levantó para darse un trago.
-  ¿Que le pasa a ése que no se levanta?- preguntó al descuido con la cara enojada de  costumbre- ¿Cuántas horas leyó?
- ¿Que sé?- respondió Stella sin mirarlo siquiera.
- Si no sabés vos que estás todo el día en la casa escuchando novelas.
- Vomitó- resumió ella - No tiene fiebre, inflamación a los intestinos no es. Tuve que llamar a Blas.
- No voy a tener que comprar toda la farmacia por éste ¿no?
- Preguntáselo  a Blas, no a mí. Es tu amigote. Cada domingo se van a cazar juntos.
- Mier...- me miró muy cerca-  Parece mal. Ni se mueve- se rió él. Yo fingía los ojos cerrados pero por debajo del brazo arqueado sobre la frente lo espiaba con desconfianza y fruncía las cejas, y arqueaba los labios hacia abajo como si estuviera sufriendo una barbaridad.
- Lo del chico no parece ser gran cosa- comentó la madre como pensando- Alguna porquería que comió en lo de Vallarino. No sé por qué lo mandás a trabajar a ese frigorífico siendo tan chico.
- Le dije mil veces al Pocholo - interrumpió - que no le deje comer nada, pero éste es un rastrillo, barre con todo lo que encuentra, sea comida o plata.
- Pero con esos dolores de cabeza- continuó ella- me parece que se está arruinado el hígado de nuevo.
- ¡Es demasiado chico- reprochó él- como para joderme ya con tus mismos problemas!
              







  Omar Dagatti Córdoba 15 de abril  de 1994 3hs.



[1] Comida del norte y sur de Italia muy caliente a base de crema de leche, ajo, picantes, etc. La mujer preparaba las demás comidas, pero la bagna cauda el principal aderezo, conservado por varios días,  era preparado solo por los varones de la familia, algo así como la exclusividad en Argentina de que el varón prepare el asado o la barbacoa.

[2] Comics para niños y adultos.de los '40/'50