(dedicado a Reginaldu)
No era su costumbre golpear al punzante
despertador. Además ¿quién logra dormir una noche con cuarenta grados y su
artillería de mosquitos afanosa ante el calor?
-Podrido clima, podrida ciudad-- desencajó la
única sábana ajustable para sacar el sudor de la frente. Los ojos cargados de
recelo volvieron la mirada tan temprano vencida hacia el primer sol en el
ventanuco con el ruido perpetuo de la Pueyrredón y el humo de la fábrica de
azufre: la tierra salitrosa se agrietaría más ese tres de Enero- hoy va a estar
peor; ni hablar de las colas de desocupados a la intemperie.
Pateó la ropa desparramada por el suelo antes de
acostarse, yendo al baño. Se cayó. Cuando con bronca, fue a levantar con
el pie la camisa china de $ 6.99, el otro pie se enredó dentro de una manga,
pero al no ceder, con el cuello de la camisa atascado a la pata de la cama,
sufrió el cimbronazo de su cara contra la madera del piso. Las cucarachas
rezagadas, al ras del piso parecían Skodas escapando hacia túneles que él ni
sabía existieran. Descansó un rato planchado así; hubiera intentado permanecer
para siempre, pero el tiempo es el maldito círculo vicioso, que nunca cierra.
En algún espacio del espejo descascarado del
baño vio en su piel amarillenta demasiado usada y enrojecida por el golpe,
colgar pelos, pelusitas, astillas de madera, diminutas hebras de alguna escoba
de más de cien años atrás
¿Hacía cinco meses que le habían cortado el gas?
Bajo la ducha, abrió ambas canillas esperando
mayor caudal de agua fresca. Nada. La flor de aluminio que había sujetado por
un alambre al techo el día que se le cayó sobre la nuca, ni se inmutó. Le dio
una trompada. Toda la cañería exterior se bamboleó emitiendo un ruido ronco,
estertor de plomo dentro de la pared rezongando sus tripas y gases; los caños
externos tosieron, cabecearon, un temblor formidable arrancó restos de pintura
en la pared y por fin sobre su escaso cabello empezó a descender el ansiado
líquido. Herrumbrado. Ínfimo. Caliente.
Mojado, en cueros, de pie sobre la toalla percudida, con la
mandíbula en el ángulo de los dedos meditaba ¿qué me pongo hoy? El dilema no es qué elegir, no tiene ni para
dudar. Las secretarias de Staff, Brocker, Counsellor o de cualquier otra desgraciada
empresa de servicios eventuales que se encargan de contratar personal le
responderá siempre igual: “Usted supera el límite de edad para el puesto de
Contador, aparte de que en la cadena
Hayat...” “Es cierto usted tiene una experiencia envidiable, pero no carece de
títulos. Nuestros clientes ya no quieren
personas expertas solamente contadores jóvenes” “Sí, solo para que firmen
balances y los arreglan con dos pesos” contestaría él “pero mejor cierro la
boca” “Usted está fuera de lo que ofrecen la compañía ofrece” dirá el entrevistador
mirando con desdén al Mickey fanfarrón sin notar al deprimido Donald, símil
suyo, paralizados en la corbata que le sustrajo al sobrino hace dos años, en la
última visita que le hizo.
En esas incongruencias deliraba el
contador en decadencia cuando tiró del
hilo que a manera de manija, pendía del orificio en las puertas apolilladas del
ropero. Húmedas, mugrientas, las puertas se habían atorado. Aplicó mayor
energía; el resto de madera podrida que separaba los dos agujeros se desgarró
dejándolo piolín[1] en
manos. Se enfureció más. Pateó el piso queriendo llorar de impotencia. Se le
hacía tarde. Quedaría último en la primer cola, la más importante si es que
llegaba. Introdujo el dedo como un garfio en el agujero de la puerta; se ayudó
aferrando la muñeca con la otra mano. Así, gritando, suplicando, “por favor, se
me va el tiempo” por favor, mirando al
cielo.
Las puertas se desnudaron del moho que
las entorpecía en dos violentas bofetadas contra el hombrecito. Como sacudido
por el guante de un boxeador contra la mandíbula, la niebla marina con aroma a
mangos se desmadejó desde el interior del ropero en una ondulación volátil y algo
semejante a una tempestuosa cabellera lo enredó por brazos, piernas
ascendiéndolo desde el toallón hediondo.
Avergonzado por su desnudez, cuando tentáculos desmesurándose desde la
oscuridad del ropero lo apresaron, pensó que sería derrumbado nuevamente y, más humillado, ocultó la cabeza entre las manos aguardando que aquello lo despedazase contra
el piso de todos modos. No hubo estruendo en la niebla mansa. Algo que aleteaba
acarició sus poros prematuramente marchitos sobre la arena.... cuando se le apareció Paracurú... el océano a la izquierda, a la derecha tan alto como a quinientos metros frías lagunas de agua dulce donde observaba la selva de cocoteros fundiéndose en el verano y así regresaba remando con los pies en las finísimas dunas, el cielo sobre su vida.
Desde la cúspide de las dunas, los niños
sentados, los más hozados de pie sobre sus skate de trozos de palmeras se deslizaban por el
declive casi vertical hasta estallar sus cuerpecitos como alondras de agua en
las verdes lagunas. Sintió con placer ese escalofrío de topacio salpicando su
cuerpo.
Bajó al mar.
Reginaldo sobre Talúa, su barca, preparaba la red. Era un jangadeiro[2].
Especie rara ese negro. Pelo lacio, hasta
más abajo de los hombros surcado por estrías amarillas. Pero esas franjas rubias,
opacas y desteñidas de tanta sal son herencia de sus antecesores que en algún
tiempo se habrían mezclado, al decir común, con cierta tribu amazónica. Por
hambre y miseria debieron radicarse en
la costa. Pero lo más siniestro, estaba en la mirada.
Reginaldo se rió.
-¿Vamos
a entrar mañana bien adentro del mar?
Alguna vez él lo acompañó. El negro, zarpaba
por costumbre cada domingo al atardecer desde la playa tan empinada, la última
de la gran ciudad, donde casi nadie atinaba a bañarse ni embarcarse. Marcando un
semicírculo hasta el otro extremo lejano de la bahía, navegaban veinte
kilómetros hasta la Ponta do Mucuripe, como quien da una vuelta por el centro
de la ciudad los fines de semana mirando escaparates. Regresaban por lo general
muy de madrugada, ambos con demasiada cerveza por dentro, esquivando con elegancia
las otras barcas pesqueras de otros paseantes domingueros y ebrios.
Un paseo, no más que eso, pero ¿entrar al
mar bien adentro? ¿En esa cosa?
-Amanhã você va embora- insistió con
esa rara ansiedad que el muchacho generaba en el contador. Aquel extraño venido
de alguna ciudad muy lejos, porque Prahina está demasiado lejos de todo, ¿cómo
llegó aquí? ¿Por qué?-debe tener demasiado dinero para tirarse aquí días y días
en mi arena y le tiene miedo al mar-pensaba
Reginaldo.
El negro de veintisiete años era su
antítesis. Exponerse al riesgo, a la zozobra, era agredirlo, casi vencerlo. El
brillo aciago en los ojos y los mechones
rubios, transmitían esa sensación.
- ¿Amanhã?
- preguntó al fin el viejo sabiendo
que ese tipo, la mitad más joven que él, lo llevaría a territorio desconocido, a
un desastre. ¿Acaso él mismo lo ansiaba, cerrar de una perra vez el círculo, definitivo?
Aquellos apacibles trayectos domingueros en la bahía, ¿tenían alguna diferencia
a cuando en sus tiempos de contador glorioso e invencible se ganaba el lujo de
pasear en góndola por los canales malolientes de Venecia coloreados por el
ingenio de un argentino sobrador? ¿O qué pasión había en aquello de recoger
caracolitos entre las rocas en una luna de miel a solas en Saint-Tropez? Y
ahora ¿perseguir fotografiando cangrejos fucsia o malvas por la playa bajo este
ridículo sombrero de paja nordestino? ¿O, en el Seaquarium observar, librito en
mano, el comportamiento del pez escorpión de Merlet? ¿Por qué el camarón mantis
tiene los ojos más complejos de la naturaleza? ¿Para qué le servirán mientras
saca una piedra de su casa? ¿Para eso estaba aquí? ¿No le bastaban los libros
de la calle Pueyrredón? Harto de ser no
otra cosa sino un aburrido negociante, fracasado, un abúlico espectador de la
vida o un megalómano demasiado perdonado por ella, entrar al océano presentaba
una trágica diferencia, el pez martillo, pulpos, tiburones mar adentro. Posiblemente,
sintiendo que se entregaba o se ponía a merced de un océano que a nadie invita
ni rechaza y al brillo especulador en los ojos de ese negro, como sometido a lo
impostergable-Poderia ser amanhã- contestó
sumiso.
Decena de hombres morenos a las cuatro de
la madrugada preparándose para zarpar en sus jangadas[3] perfilaban el
imperceptible amanecer sobre las aguas. El silencio estorbado por el roce de
amarras, troncos de piúva[4]
o la guitarra trasnochada contra la puerta cerrada de cualquier bodegón que lo
rasgara
“partió
lejos con la noche en sus manos
el mar la llevó lejos, lejos
y no está más buscando en la oscuridad
mi barca, mi llegada”
Ayudó a Reginaldo a empujar a Talúa desde los troncos de carnauba
donde se la varaba. El oleaje sereno les baña los pies mientras la regresa a la
arena. Un viejo quiso ayudar, pero el breve ademán de Reginaldo lo hizo desistir.
-Sube tú- dijo Reginaldo-
-Pero
-Sube, te digo.
Intentó solo y cuando la barca ingresó en
una ola más elevada casi al instante se inundó.
-Va naufragar-gritó el ejecutivo
aferrándose al tronco de la vela. Por fortuna fue solo su miedo de costumbre.
Reginaldo se lo había explicado; es prácticamente imposible que se hunda la
jangada aunque pesa unos trescientos kilos. En ocasiones si vuelca se requiere
un marino experto y un buen nadador para enderezarla. Todo eso era Reginaldo. Saltó
a la popa desde donde podía manejar el timón y condujo algún kilómetro adentro.
Cuando desplegó la vela triangular blancuzca que se comenzó a inflar a medida
que avanzaban, el viento se hacía más recio,
-Los abuelos no usaban vela- comentó-
cuando vinieron los portugueses la agregaron.
-Cuan ignorante soy-se dijo el contador
en tanto aquella cancioncita costera le despertó toda la nostalgia y comenzó a
susurrar una similar de su tierra:
En
mis pagos hay un árbol
Que
del olvido se llama...
Para
no pensar en vos
bajo
el árbol del olvido
me
acosté una nochecita, vidalitay,
Y
me quedé bien dormido...
Despertó a la broma de Reginaldo cuando, como
descomunal pico de águila se meció en ángulo sobre el viejo la vela grisácea
inflada que avanzaba victoriosa contra los escollos del mar o el fragor del
viento.
Estarían más de treinta kilómetros
alejados de la costa. Ninguna otra barca. Le pareció muy raro, porque sabía que
mar adentro siempre iban en grupos.
-Vamos a entrar hasta los sesenta-el
negro arrió la vela.
-Estás loco nadie entra tan lejos solo.
-¿No? ¡Ja! Ya verás. Echaré el ancla-y
señalo una gran piedra dentro de un armazón de madera- disfrútalo mucho, no
habrá otra venida- gritó Reginaldo.
-Lo que pueda- respondió el otro intranquilo
porque sabía que se necesitaban al menos un jangadeiro
más en cada costado y otro en la proa para conservar el equilibrio.
-Nunca dijiste por qué estás aquí, ni por
cuánto.
-Nadie sabe por qué está donde está ni
hasta cuando. Nadie.
-¿Será que como todos necesitas un lugar
lejano para escapar de algo?
-¿Escapar? Desearía haber vivido siempre
aquí.
-No me contestaste.
- Todo es distinto. Sin embargo a veces
cuando deambulo en la noche por la vereda del mar, esas luces tan pequeñitas
bajo los techos de hojas de palmera… las risas de ustedes, los pescadores en la
oscuridad, siempre ríen… me suena a burla.
-¿Burla? ¿De qué? Solo una choza es lo
que tenemos. Burla ¿de qué?
-Sí, sin intención, inocente, pero burla;
como si me abofetearan-y gritó desde la proa con las manos como bocina-“¡Nosotros
sabemos por qué estamos aquí, tú no! ¿Qué haces aquí donde no te corresponde?”
-Estamos encerrados. Más allá están
ustedes. ¿Quién podría vadear este mar infinito siempre vigilante? Aquí estamos
nosotros miserables, pobres; sin poder escapar con la jungla insalvable siempre
detrás.
-Como intentando huir ¿sí?
-¿Quién no?
-¡Qué más quisiera yo! Estar aquí y saber
por qué...
-¿Por esto?- Reginaldo extendió un brazo
en círculo - ¡bah! Nada mais do que uma
cabana, um peixe, alguns feijões e arroz todos os días. Arroz e feijão, só arroz e feijão para os
mais pequenos-hizo un largo silencio- Ninguna escuela, y cuando la diarrea
o el cólera se lo lleva ya ni tiempo tuvo el niño para preguntarse por qué
estuvo aquí – Reginaldo blandió su navaja con rudeza con rudeza-¿por qué estuvo
aquí?-había resentimiento, desgracia en el tono-pero por suerte sólo estuvo muy
pocos días. No necesitó espantar la muerte cada amanecer sobre estos siete
metros por uno ochenta como en una cáscara de palmera por el resto de su vida.
El zigzagueo brillante en una mirada
carente de sonrisas, la agresión en el habla sin control reprochaba ausencias
dolorosas.
El viejo como un jangadeiro más estaba de pie en la proa, no tenía otro refugio.
¿Necesitaba refugio? ¿Qué había comenzado a suceder? ¿Quién sabía de ese viaje
suyo mar adentro con ese negro ahora ensombrecido? ¿A quién le interesaba ese
viejo de todos modos? Podría suceder cualquier cosa y nadie lo sabría por
siglos. Si alguien lo amaba estaría a miles de kilómetros y seguramente ignorando
su nuevo vagabundeo. Su vida era todo esa
mañana, flotar como decía el negro sobre una cáscara chata, apenas sobresaliendo
de la línea de flotación, con un breve palo donde apoyarse para espantar la
muerte, aunque él ¿se había embarcado ese día para espantarla, en realidad? Flotar
sobre una membrana de vida, ¿hubiera sido muy disímil? Y con aquel tipo que por algún sin sentido le
arrojaba su resentimiento madurado casi tres décadas... ¿qué flotaba en el
aire?
-¿Cuánto vale tu reloj?- el dedo negro apuntó
el Rolex de titanio en la muñeca de él.
-¿El qué?- preguntó el contador, saliendo
de sus cavilaciones.
-El reloj.
El viejo observó a Reginaldo y se sintió
una ostra en la inmensidad del piélago fosforescente.
-Podríamos hacer una sociedad nosotros-desvió
la conversación- La sociedad del mar, comprar jangadas, mejorar la tuya. Talúa, será la reina de la flota. Contratar algunos
amigos tuyos diestros, y trabajar la pesca organizada.
-Mira estas manos. ¿Ves las cicatrices,
las callosidades?-el negro soltó el rústico timón y extendió las palmas de las
manos en alto- Usamos la manzuá[5]
solo para atrapar langostas pero el resto, tú lo sabes, lo pescamos sin
cañas a sisal limpio que nos agrieta la piel.
-Entiendo, por eso deberíamos formar…
-Sí una cooperativa como dices desde que
te conocí… tendríamos más barcas, más faena, pobres siempre, ajustados,
coqueteando con tiburones, mientras tú todo el día
en tu hotelito ¿eh? – lo atacó Reginaldo inesperadamente mientras sus
manos color barro con la filosa navaja eliminaban hilos sobrantes de remiendos
en la red- y nosotros aquí.
-No, yo
-¿Cuánto pagaste por ese reloj?
-No, yo me acostumbraría a venir todos
los días, sí, con todos a pescar...
El negro en su ironía, arrojó la cuchilla
que se clavó a un palmo de la pierna del otro hombre.
-¿Cuánto cuesta tu reloj?
-Anoche tomaste muchas cervezas de más.
-Sí, ¡muchas! y sin dormir soñé que
estaba colgado aquí, en el borde. En el lugar del mar, había un agujero espantoso
y ese pájaro maligno me hería con el
pico las manos. Miré hacia abajo y el fondo era como cráter de volcán cubierto
con un reloj. Las agujas giraban sin parar envolviéndose en humo y fuego. El
pájaro seguía mordiendo mis manos ensangrentadas y estaba por caer cuando, de
pronto…
El viejo se quitó el reloj y con un gesto
asustado entre las cejas se lo arrojó. Tan desconfiado como ágil el negro lo atrapó,
pero no supo como ajustar la malla. El contador se acercó temblando al
muchachón, le tomó el brazo:
-Así, pendejo idiota-protestó,
presionando la traba de titanio- así.
-¡Iujuuuu!- aulló el joven apreciando en
lo alto el titanio que refulgía sobre su piel, y los saltos hicieron bambolear
a Talúa vertiginosamente que el viejo
se abrazó al palo de la vela. El pecho del negro parecía explotar y alzándolo en
el aire como nada apretó contra sí al compañero de tripulación quien suspiró
aliviado o lleno de terror.
El océano era una pizarra estática,
extrañamente inmutable, insonora.
Reginaldo vociferó de satisfacción a los
cuatro vientos; se desnudó totalmente e impulsándose con los pies dio una
voltereta contra el cielo despejado para hundirse de cabeza en las entrañas de la
sal. Asomó resoplando un saludo para el viejo con el brazo del reloj en alto. Se
sumergía resurgiendo otra vez treinta o cuarenta metros más allá y regresaba
escalando la distancia con la precisión y belleza de un delfín negro.
El contador añoraba eso.
Prematuramente envejecido por un sistema
de presiones y status, ahogó su destino de fuego tras la máscara perfumada de
corbatas de seda italiana al principio y al final de dos por cinco pesos. Era
demasiado tarde; tan sólo pensar en lo perdido espantaba más que lo perdido. Y
aquel grotesco personaje, quizá no tan grotesco como él mismo, despreciaba,
aparentemente, todo lo que él, envejecido ya no sería capaz de hacer: maniobrar
esa Talúa tan endeble en un mar de
borrascas, arrastrar mil kilos de pescados en los remiendos de la red,
sumergirse en aguas negras donde seres extraños quizás planearan eliminarlo, traer
y llevar esos barcos de juguete contra las olas rompientes, o subir descalzo
veinte metros por un tronco de cocotero, compartir el sueño de su niño escapado
antes de tiempo en su loft de hojas
con lagartos, arañas o cangrejos y todos los días pescado con feijoada... ¿era eso lo que le
atemorizaba en aquel negro, ahora un aparente chiquilín ansioso de juguetes
dañinos, un anfibio sin conciencia nadando con la amañada señal de muerte del
titanio en su muñeca? ¿O sería capaz de eliminarlo por simplemente creer como
sus padres, haber nacido en una situación de la cual no podría alejarse jamás? ¿Qué
estaría planeando? ¿Borrarlo, por lo que
no tendría jamás de otro modo?
Fue un pensamiento funesto, repentino,
librarse de ese negro.
¿Por qué? ¿En realidad cuál era el riesgo
de permanecer allí con él? O todo el riesgo ¿estaba latente en el negro... su
tiempo perdido y por perdido, irreparable?
Había algo tan vago, tan indefinible, tan
ambiguo en toda esa situación como la misma razón de haber aceptado la proposición
del viaje sabiendo lo que en realidad sucedería.
¿Qué pretendía de él, ese pescador? ¿O
qué pretendía él? Es más ¿cómo regresaría sin el negro? ¿No sería mejor escapar
en el sentido contrario? ¿En el sentido
contrario? ¿El océano? Imposible. En un instante aleteó dentro de él el mismo sentimiento
del negro, lóbrego, prisionero, encerrado en una isla de contornos inviolables.
¿Por qué razón hacía dos meses que mañana
a mañana se encontraron sin haberlo planeado jamás? A partir del amanecer en que lo vio, gigante de
pie en la popa, con los comerciantes a sus pies peleando precio de langostas,
rayas que sin ayuda alguna recogiera millas adentro. ¿Qué los había unido, sin
saberlo? Ambos callaron sus cosas y aunque no sabían dónde viviría el otro cada
día se encontraron ¿Eran dos
desesperanzas atraídas secretamente por una peligrosa admiración o envidia
mutuas?
Librarse del negro, fue un pensamiento siniestro.
¿Por qué era impostergable?
-Cuando el trueno rugió, ¿de qué sirve
taparse las orejas? ¿Lo habría aprendido de Reginaldo?- pensó acercando hacia
sí el trozo de madera pesada, donde enrollaban las redes sin uso, para cuando
el negro reapareciera, por si acaso.
Fue repentino. El negro surgió a sus
espaldas, los jirones rubios del cabello pegado a los hombros. Él aferró el
trozo de madera. El negro se escabulló debajo de la popa.
El silencio se quebró cuando el
helicóptero pasó rozando el agua hacia la isla. El viejo hizo las señas de un
mensaje tan desesperado como incomprensible con el garrote de madera en alto. Reginaldo
los saludó desde el agua, agitando el brazo del reloj, pero el helicóptero de
la Petrobras continuó destino a las plataformas petrolíferas allá lejos, esas torrecillas
de escarbadientes, o más lejos todavía,
a la Isla de Noronha de seguro.
Reginaldo se aferró al borde de la barca
y sobre él la sombra del viejo con la madera temblando parecía el pájaro perplejo
que lo había picoteando en sueños. Antes de que el contador pudiera endurecer sus gelatinosos músculos, el
muchacho brincó como un pez espada, rió y así, mojado y desnudo se recostó boca
arriba. La respiración agigantaba rítmicamente el tórax de uno por el ejercicio
arriesgado, y del otro por el ensayo macabro esperando que el negro se
durmiese.
El muchacho lo miró radiante, cerró los
ojos, giró sobre un costado, dejando el cráneo expuesto. El contador esperó que
la somnolencia lo dominase y observaba algún lugar del cráneo del pescador, el
garrote, el cráneo, el garrote, el cráneo.
Fue al iniciar el hombre el envión de
quien levanta un hacha, que el negro semidormido cubrió su cabeza con el brazo
y en el titanio las agujas comenzaron a
girar atropelladamente hacia adelante hacia atrás, hacia un joven tan blanco
como pobre, atascado entre imposibles. Los músculos flácidos desobedecieron
desplomando al viejo en el extremo opuesto de la barcaza, a la sombra vetusta
de las redes que como el negro todavía aguardaban el milagro diario.
La ráfaga, angular y solitaria, ardió
sobre Reginaldo sacándolo del sueño con brusquedad.
-¡Eh, hombre, mira detrás de ti!- gritó
al contador, que aun en el pasado descorrió las redes. Frente a él alguien
abrió como un cofre en un punto inalcanzable del horizonte donde el mar y el
cielo parecían estrangularse: relámpagos mudos se fundían en si mismos y al converger
en diagonal hacia los hombres, nubes rojas y verdes, elefantes imparables los
engullían. Como frente a la amenaza del volcán en las islas miró tan desconcertado mientras el pescador que se vestía
veloz-Desamarra la vela, desamárrala ya.
Agilizó sus manos, con dificultad logró
destrabar dos nudos, cuando por la segunda ráfaga aislada más violenta trastabilló
y el blanco golpeó contra cubierta.
- Vamos. No te quedes tirado ahí-lo
levantó de un brazo empujándolo contra el palo de la vela. Desató los nudos
restantes, la enarboló en el momento
preciso que la tercer ráfaga azotó, era lo esperado para hacer virar la embarcación
hacia la costa aunque parte de la vela se desgarró- ahora veremos si es como
decías que te gustaría ver a la naturaleza desplegarse con furor sin que nada
la pare, veremos.
Diez minutos antes nadie lo hubiera
imaginado. Las nubes se encrespaban más aún y con precisión endiablada
convergían sobre el cascarón como si fuese el ombligo del mundo en ese
instante. La tormenta entenebró el cielo a las tres de la tarde; solo los
relámpagos hicieron la diferencia aunque el contador acostumbrado a verlos caer
sobre su llanura distante nunca comprendió dónde comenzaban o terminarían, pero rugió ante la idea de que en esa
planicie inestable y neurótica todos los senderos hambrientos convergían hacia ese
mendrugo espumante de barco.
La lluvia en guillotina sin aviso los
desparramó; resbalaron de espaldas,
sentados, de costado, era inútil ponerse de pie. Reginaldo, casi en cueros,
aguantaba indomable pero el otro sentía congelársele el resto de los años. Un
soplo en dirección totalmente opuesta a
la tormenta engolfó en el resto de la vela
inclinándola hasta quedar horizontal, casi paralela al agua, y el jangadeiro debió oponer su muralla al
cuerpo del blanco que sería arrastrado hacia lo profundo. Los relámpagos se
repitieron en el Rolex del brazo cuando atenazó al viejo, mientras con el otro
rodeaba el único palo que no se había desprendido de Talúa. Cuando esta pareció enderezarse, soltó al viejo, tomó lo
nada de vela restante, la ató en tres nudos, fracción antes de que las primeras
olas comenzaran a barrer la explanada nuevamente. El viento detrás, la orientó hacia la costa, lejísimo; deberían mantener
ese rumbo a pesar del oleaje que recién comenzaba.
En ese instante todo pareció detenerse.
Reginaldo sabía cuánto engaña el mar en
las cosas que varían por minutos.
El cielo, estanque viscoso de petróleo, deforme,
sin relámpagos. La lluvia imparable. El viento, congelado en el vórtice lejano
del ciclón.
- Aquí, sin moverte, ni soltarte de mí-atrajo
al viejo e hizo que con un brazo se aferrara a su pierna que parecía soldada a
la base. Aunque quiso, en esa noche sin aviso al comienzo de la tarde, no pudo
ver el resplandor siniestro de costumbre en los ojos del negro; con el coraje
altivo en la mirada-ya se aproxima – dijo quedamente.
La misma sensación. El espacio frente a
ellos, dilató su pulmón de silencio ensanchando la distancia entre los
hombrecitos el océano y el horizonte clausurado, pero la tormenta siempre acechaba.
¿Será el fin, el principio esto? Tan testarudo el contadorsuelo dedujo que sería solamente el fin, nada más, el saldo
de su cuenta en rojo y respiró la última oportunidad, abarcando todo el aire
húmedo posible como nunca lo hiciera antes.
El vacío espera; tan sólo la lluvia se mueve
y estrella contra los cuerpos.
La barquita, inició su desliz sobre la
superficie ahuecada en un semicírculo, ascendió al tope extremo del mundo, y
descendió al abismo atravesando un túnel donde el ruido apagado acható a los hombres contra la superficie. Talúa impelida a través del pasadizo, quien
sabe por quién, cuando finalmente el universo se derrumbó sobre ella con crujir
lamentoso el palo de vela se quebró casi al ras y azotó la explanada de troncos
a pulgadas del viejo. El muchacho, como un resorte se desprendió bruscamente y
arrastró consigo al amigo. El silbido del mar había dado su coletazo sobre el
costado a punto de voltearlos en un giro de campana. Se aferraron a la nada;
cuando la bestia avasalladora niveló todo se encontraron abrazados al resto del
palo retenido sobre cubierta.
- Vendrá de frente esta vez-dijo Reginaldo
sin necesidad de gritar-al piso, pai
al piso- lo empujó sin miramientos, se arrojó sobre él boca al cielo, en tanto
encajaba los pies en el agujero para la quilla
y los brazos en arco cóncavo aferraron los bordes de la jangada – garra virá novamente, garra virá a nao sei...
El contador, escupía agua salada que se
le venía contra la boca. Ya no discurría en por qué, ni cómo habría llegado
hasta eso. Estaba allí; un negro desconocido con la vista clavada al cielo, aprisionando
parte de su cuerpo exhausto contra la
madera vieja por donde el mar declinaba hacia el mismo mar bañando el Rolex del
muchacho indicando en la oscuridad un misterioso pasado las cuatro. El único cedazo
de red que no había sido arrebatado se amontonó contra sus ojos, su boca, sus
orejas. Hasta el silencio se ahondó más, y la idea de estar prisionero en alguna
mazmorra, alejado de todo peligro, protegido de todo peligro lo dominó y se
sintió víctima a sacrificar por su propia estupidez cuando un vestigio de vela
resaltaba en la oscuridad hacia adelante, una flecha, una señal en el camino.
La fuerza funesta succionó bajo la
superficie de madera aumentando la depresión entre ellos y el cielo amoratado.
Sólo recordó haber visto en ese momento la muralla estirando su garra hacia
ellos. Reginaldo boca arriba sujetándolo todo.
-Es la garra, es la garra-gritó dándose
cuenta que estaban en el extremo derecho de una marejada tan elevada y adversa
como para derretir al mayor buque tanque. Nada en la superficie de Talúa pondría resistir a una mole de veinte
metros.
Talúa un pequeño
detalle de madera, astilla de palmas, ellos serían unos peces más si se dejaban
arrastrar bien aferrados a aquel coco flotante en la borrasca. Giraría y
giraría, aunque diese vueltas y vueltas quizás sobrevivieran, quizás. La garra
rompería en algún punto de los altísimos arrecifes y continuaría rompiendo
sucesivamente en los canales laterales hasta diluirse sumisa, a menos que la
vorágine sobre ella…
Cuando la cresta de la garra estuvo a unos
cincuenta metros, Reginaldo pensó que se achicaría, pero era imposible. Lo real
era que la energía en las raíces de la marejada los elevaría hacia el tope, con
las nubes rozándoles la frente. Clavó las uñas en los bordes de la barca,
entesó los pies contra el agujero para la quilla asegurándose que el cuerpo del
viejo, bajo el suyo, no se desprendiese y dejó que la garra los pasease por la
muerte a más de sesenta nudos por hora hacia un fin inexplicable. Había oído de
eso a algún viejo sobreviviente en una jangada, cuando la garra arrebató barrios
enteros en la costa baja de la capital del Estado. Su Talúa comenzó a ser apaleada como una muñeca de trapo húmedo y pegajoso.
Ascenso y descenso hasta el punto de ser engullida en un rugido feroz entre
volteretas y cabriolas mortales, todo a
una en el intento de la garra por arrasar a aquellos dos gusanos que ensuciaban
la cubierta de Talúa.
Tras un tiempo incalculable el cielo se
puso algo más claro. Creían estar superando el fin de la borrasca. Reginaldo intentó
calcular el muy reducido lapso en que estaban siendo devueltos a casa. Se
equivocó, ni la marejada ni el ciclón disminuyeron. El desastre latía delante
de ellos con su final desbastador.
De pronto como en un choque de barcos,
aquel vértigo fue frenado de modo bestial. Su corazón bautizado en la sal
marina comprendió con rapidez y pesar a la vez. Las raíces de aquel mar
desatado los habían devuelto a la costa cien veces más rápido de lo que hacía
regularmente y habían rebotado contra el más encumbrado arrecife que los separaba
varios kilómetros de la costa oeste. Allí la corteza submarina poco profunda
comprimió brutalmente el oleaje, redujo en cuarenta segundos su velocidad a
menos de la mitad, y lo transformó en una montaña moviente con fauces de menos
de diez metros de alto. Cuando la raíz violenta de la garra venida de tan lejos
perdió repentinamente profundidad contra el arrecife, elevó a la jangada casi
desecha hacia la cúspide de espuma sacudida por la violencia del viento y en un
instante la luz olvidada los enceguecería.
Cuestión de segundos. La ola se
suicidaría sin misericordia. Reginaldo se soltó, no encontrando a qué aferrarse
al momento que la jangada partida en dos por el espinazo como caballa dejó que
fueran arrojados más alto que la cumbre asesina en tanto los restos de Talúa fueron engullidos sin piedad por
la nueva ola recién gestada.
Eran las 17 horas.
El peor peligro no era ser cortados en
dos pedazos. Ni ser aplastado por la ola. Lo sabía, el peligro era ahogarse. Estaba
bien acostumbrado a ese mar, pero ¿el viejo? Tampoco él conocía aquellos
instantes en que tras la garra, bajo el agua, no se puede distinguir en qué
dirección estaría la superficie para nadar hacia ella. El pánico, en ese
instante era lo peor de la garra y en eso él tampoco tenía experiencia. Llevado
hacia la zona de impacto en el vientre espumoso tan denso y sombrío le era
imposible ascender. ¿Ascender hacia dónde? Todo era oscuridad entonces. El
cielo seguramente despejado del atardecer afuera destilaba luz, pero la compacta
barrera de espuma
la bloqueaba y aquel pescador joven se encontró desorientado, ciego.
Luchó ferozmente al sentir que el cuerpo
se le desharía en mil fragmentos. Aquel viejo pescador sobreviviente había
contado que en un colapso de ese tipo había una fracción pura de tiempo, un
instante, ni antes ni después, ni pasado ni futuro. Solo un fragmento que
aunque se siente eterno es infinitesimal. Ascendería por una montaña que cambiaría
de modo inexplicable sin darle tiempo a adaptarse, inmerso en un caleidoscopio
de protuberancias que aparecían y desaparecían como ráfagas líquidas sin
permitirle nada, sin saber si la superficie estaba sobre su cabeza o bajo sus
pies.
Aguantó lo más que pudo sin tragar agua,
impulsándose con los brazos en cualquier dirección en la oscuridad hasta que
estallaran sus pulmones. Hubo un segundo, con los ojos cerrados cuando sintió
que su cara fue azotada por algo que no era agua y nuevamente fue tragado hacia
el fondo –Es aire, viento- se dijo y arremetió en la misma dirección que pensó
habría sucedido. Se empecinó hacia esa dirección del aire donde supuso
terminaría ese diabólico encierro.
Todo sería diferente. Su cabeza al aire parecía
la aleta de un escualo cuando entró al canal de aguas profundas a su izquierda
que conocía muy bien desde la infancia cuando se lanzaban al fondo del canal
izquierdo desde los arrecifes. Con un poco de suerte, si encontraba las rocas
podría salvarse, antes de que la siguiente ola se abatiese sobre él con tanta
violencia como la anterior. Se zambulló con rapidez hacia el corazón del canal
donde la raíz de las olas carece de influencia. Así y todo hubo un tiempo en
que debió dejarse mecer de aquí para allá como un pez muerto flotando hasta que
logró aferrarse a una roca. Trepó a ella, respiró sin interrupción mientras ola
tras ola iban muriendo en su estertor. Estaba en casa.
Andrajoso, erguido sobre el mayor promontorio,
observó las olas que rompían cada vez más vencidas y trató de saber qué habría
pasado con aquel tripulante, su compañero. El Rolex marcaba casi las 18 horas y
aunque él no supiera leerlo el atardecer rojizo dentro del reloj le aseguraba
que media aldea amurallada en lo más alto donde la garra jamás llegaría, lo
estaría buscando. Hacía años que no se hablaba nada de la garra. Era cosas de viejos, decían.
Descendió hacia la zona baja de la playa
donde creyó que fueron lanzados al aire por el oleaje. No podría llamar al
viejo porque ignoraba su nombre. Sólo sabía que aquel hombre representaba todo
lo que él no era ni sería jamás. Pero estaba convencido que si dos hombres
pueden tutear al mar como lo habían
hecho esa tarde, es porque la misma sal
le sangra por las heridas. Si el viejo había soportado por dos horas la rutina
del jangadeiro, rutina de sal, sol,
sudor y tormenta, el viejo era como él, un jangadeiro
más. Por eso comenzó a gritar lo único que el otro podría comprender, el
lenguaje humano:
-¡Eh! Pai,
pai – reforzando con la bocina de sus manos, mientras negro y robusto saltaba sobre la superficie filosa de las
rocas, enmarcadas en la fragorosa saliva de las olas- Pai, pai- solo ondas aquietándose – pai!!!- algo grisáceo y amarillento ondeaba y se detenía en la
curva llana de la bahía a ras de las piedras según la rompiente llegase a la
parte de la arena donde no podía avanzar.
Conocía eso, corrió.
Aquel retazo de la vela de Talúa, aunque desgarrado, había superado
la voracidad de la tempestad atado a un trozo del mástil que flotaba. Abrazado a
ese miembro en pedazos de Talúa, todo
ensangrentado, el extraño del reloj.
Se arrojó hacia él. Parecía soldado al
mástil de la vela. Costó mucho desamarrarle los brazos para volverlo boca arriba.
Le arrancó trozos de red en la boca, los que le aprisionaban la garganta. Las
últimas nubes brillaron un poquito en un ojo entreabierto y quieto. Lo levantó y en sus brazos lo llevó hasta depositarlo
en la arena libre de rocas.
-
Amigu, amigu
– bramó, dándole unas bofetadas que más que reanimarlo lo hubieran matado a no
ser que en el fondo el viejo... – meu
irmao, meu irmao-casi llorando Reginaldo encaramado a él, comenzó a
presionar los pulmones que si no reventaban, responderían- pai, pai, não vá ainda, nao va- Por un momento
ambos ojos verdes se abrieron más y las nubes reflejaron algo mejor. Puso una
oreja sobre la boca del viejo. Un hilillo de hálito intentó salir. Retornó a
presionar el pecho, el diafragma, con un poco más de cuidado y rítmicamente. Un
zumbido constante se inició en sus oídos. El hombre más pálido que blanco se
agitó de pies a cabeza, como por alto voltaje dos veces. Debió suponer que era
la mar nuevamente en su intento de destrozarlo. Se arqueó un instante, y la
fuerza interior convulsiva se rasgó en un gemido quebrado y el agua borboteó
atropelladamente.
El oleaje insiste contra la playa y el
viento casi lo empuja a romperse con suavidad, primero aquí, luego allá extendiendo
una caricia sobre el suelo donde habría muerto el contador si no fuera por residuos
de madera, vela y redes de Talúa la
vulgar, la empobrecida la jamás hubiera
osado compararse a los acorazados yanquis que surcaban altivos y señoriales
frente al modesto embarcadero de carnauba en la playa casi vertical donde nadie
querría ni zambullirse ni zarpar.
Y allí se los ve, protegidos del frío
crepuscular con los harapos sobrevivientes de Talúa.
Reginaldo, el negro, quemados por tanta sal la piel, la melena
negra y pajiza, un Rolex de titanio en la muñeca, asciende por la escollera
llevando en brazos una ofrenda a un viejo aterido, un pálido cuerpo casi cadáver,
incrustado de astillas y algas hediondas que lo obligarán a vivir.
A sus espaldas la garra abierta cuando los ve alejarse extiende un bramido en sosiego, el último trueno, en tanto la oscuridad la adormece porque los dos muchachos mañana... zarparán sin apiadarse de ella.
A sus espaldas la garra abierta cuando los ve alejarse extiende un bramido en sosiego, el último trueno, en tanto la oscuridad la adormece porque los dos muchachos mañana... zarparán sin apiadarse de ella.
Omar
A. Dagatti Giuliano, Paracurú, Fortaleza
(Ceará) Brasil
[1] Trozo de hilo muy reforzado que utilizan los
albañiles en la construcción
[2] Intrépidos pescadores de
Brasil.
[3]
Jangada significa “unión”, por los portugueses, quienes antes de llegar a
Brasil habían incorporado esta palabra tamil a raíz de sus expediciones a la
India.
[4]
Cinco a ocho de madera con que se construían las viejas jangadas.
[5] Trampa casera hecha con bambú y nylon.