Sad Bear, el formidable schnauzer de
dos años , durmió contra sus piernas.
La gata, Nanette, entre postigos
entreabiertos desconfió de la noche.
Esa languidez inmersa en su pellejo desconoció
si él acaso existiese. Era un furor anfibológico
de cincuenta años y solo.
¿Qué le quedaba? Estaba resuelto.
Tres días atrás había colocado sobre la
mesa la pecerita. Diez por siete pulgadas. Suficiente para Espartaco su beta splendens[1].
El cuerpo, inferior a medio meñique, motorizaba las aletas que a manera de
túnicas reales lo envolvían. La dorsal extendía el azul tornasolado, la pélvica
una larga barba rojo encendido, la anal en parte escarlata en parte verde
topacio pero no podían competir con la caudal que a manera de cola irisaba
todos los colores del espectro. Era un príncipe en pleno celo. Se deslizaba por
el agua blanda con altivez absorbiendo el líquido superficial para luego regresarlo
en ampollitas mágicas formando un centímetro convexo sobre la superficie. Un
flotante racimo de seis por cuatro centímetros, no más de eso, en diminutos
globos transparentes, sería el hogar para sus primeros hijos a una hora por
nacer. Macho preferido en tu especie-pensó-
apenas si vivirás más de un año. En Siam,
hasta tres podrías, superviviendo en el mero barro, sin una gota de agua hasta que
azote el monzón. Lo lograrías. ¿Acaso podía Espartaco discernir la diferencia
entre esclavitud y libertad? Entre ambos, el pez era el más libre, porque podía
cumplir su propósito en la vida como liberto dentro de su esclavitud. Y él ¿no
era también esclavo de sí mismo y del sistema? Sin dudarlo, pero su esclavitud sin
un propósito era amarga.
Lo eligió aquel enero en el Acuario
Azul, en la galería de la 27 de Abril durante su último viaje a Córdoba.
-¿Cómo está Criador?- lo saludaban- ¿Qué nos trae?-
La pregunta de siempre. A pesar de haber vivido allí quince años, en los
acuarios no lo conocía por su nombre. “Criador” le decían porque les entregaba
sus crías, veinte, cincuenta, setenta a
veces a cambio de un solo pez exótico que por lo general lo traían para
satisfacer su excentricidad. ¡Criador!
Fue verlo y amarlo. Era pequeño todavía
pero en su compartimento aislado en la betera[2],
desplegaba gallardamente enfurecido todo el velamen de su cuerpillo contra otro
macho el doble más grande. Solo el cristal impedía que se despedazaran. Se
llevó en una bolsita de plástico a Espartaco a cambio de veinte levistes y diez mollies. Espartaco podría aguantar las veinte horas de viaje hasta
Barreal en esa bolsita. Era verano y no habría problema de que el frío lo
matara con el hongo blanco. El resto de los peces en cajas de telgopor selladas
para mantener la temperatura aguantarían sin oxígeno en el maletero del
colectivo hasta llegar a la finca contra la Cordillera del Tigre.
-Ahora
va a poder ganarse unos pesos con ese pequeñín- le dijo el empleado en tono
de risa. Lo miró desafiante a los ojos. El Criador conocía; dos machos betas no pueden estar juntos en una
pecera de menos de cien litros; en el patio trasero de cualquier taberna
tailandesa los hombres armaban un pequeño escenario y en un acuario poco
profundo y reducido arrojaban dos betas machos y apostaban más y más y más,
hasta que uno terminaba muerto y el otro vivo pero sin un milímetro de sus
gloriosas mantas. Las aletas crecerían en pocas semanas, deformes, contusas, el
cuerpecillo aún con llagas a medio cicatrizar y otra vez, como gallos de riña a
enfrentar la muerte segura en menos de un año. Era el destino de Luchador de
Siam. Odiaba eso y como Criador, odiaba también a esos indonesios hijos de puta
y el muchacho del mostrador no pudo soportar su mirada.
Y allí estaba desarrollado totalmente
en cosa de tres meses y sería padre por primera vez.
Él había perdido los suyos. Miraba al
Beta Splendens como si mirase a su
hijo ya hombrecito en cualquier lugar, vaya a saber carajo dónde.
Vació el primer vaso de patero.
Absorto en el pez lo distrajo una de
sus fotografías colgadas en la pared. Por toda la habitación estaban sus
trabajos fotográficos profesionales.
Bebió despacio su segunda copa de
patero. Finas hebras como de aceite rojizo fueron deslizándose por el interior
hasta formar una moneda de bronce en el fondo. Sabía que era muy bueno, aunque
los vecinos que lo elaboraban no eran nada higiénicos. Se detuvo con la pausa
del vino en las fotografía en un intento de destrozar la cara del envolvimiento
que lo amortajaba cada día, que se le hizo red en la carne, una caricatura
espeluznante, atrapándolo.
Al lado de la copa la culata plateada
de la Browning 9 mm refulgía.
Nuevamente sus paisajes
recalan otras travesías con algo de su sentimiento, si le queda, es decir desde
el naufragio.
Allí va,
la fatiga del caballo flaco, su ascenso inmortal
hacia el establo del otoño dorado en Re
Mayor por Ascochinga.
Su barca yace aguardándolo
en arenas negras de Jericuacuara hasta que el paterno mar en sus olas lo devuelve.
No paga rescate a la manga que se desenfrenó hacia el oeste desde el sur
desorientado.
La estación del
ferrocarril Mitre, rieles inmolados a las nieblas de julio claman por la desintegración del hueso, pero tras la
arcada en la avenida, los tarcos azulejos, le hacen señas, invitación que no
ignora.
El árbol misántropo
sobrevive, único, apuñalando la roca que lo nutre, cuesta abajo en “El
Silencio”. Le convida hacia su rama
desnuda. Pero... ¿dónde escuchó otra vez este chistar compasivo de la brisa?
Nanette recostada, no apartó los ojos más allá de
la dovela de horquilla.
Sad con su garganta apoyada en la falda de él por
algo miró consternado al amo.
Llenó otra copa.
Esa tarde había seleccionado las mejores hembras
para Espartaco. Como en todo el mundo acuático, por protección de la especie,
las hembras son feas. Aletas insignificantes, cuerpo gris desteñido, rayas
verticales en pálido que lo cruzan, tiempo de celo, el vientre abultado de huevos.
Colocó una hermosa y gorda en el acuario y permaneció
vigilante. En un salto inesperado Espartaco la agredió y ella recorrió despavorida
enfrentándose a los vidrios que impedían
el alejamiento de tanta furia. La retomó en la pequeña red y la devolvió al
harem. Ya había visto suceder eso con su padrillo, Indio, cuando los paisanos
traían sus yeguas para la cópula. Pateaba y las mordía hasta que era impensable
abandonarlas en el corral.
Depositó otra hembra más abultada y nuevamente el
pez la agredió, brutal. Se defendió algo
al principio pero evidentemente no llenaba los requisitos que Espartaco
consideraba indispensables para su progenie. Él no habría sido tan exigente. De
haberlo sido no estaría tan abandonado y sus hijos maldiciéndolo en cualquier lugar.
Levantó el arma, apuntó al pez demasiado exigente pero
se vio en el vidrio apuntando su propia frente. ¿No sería lo mejor? ¿Cuál de
los dos?
Flamea la brisa
entre sus pantalones presionándolo por las pantorrillas y la espalda.
La juventud
chirría sobre sus goznes en un pueblo fantasma
cuando la Leika mensajera, capta
un clamor mudo tan unipersonal y vivo como que él es. ¿Alguna vez se decidió a
escucharlo?
El cementerio
ferroviario de Las Playas.
Locomotoras, vagones
por decenas. Acero, hierro, latón, chapa, escalerilla, pasamanos, asientos
podridos, imperio de ratón y cucaracha…
desertores. Ventanillas enlutadas de costra. A través de aquella allá, la del cristal pensativo, ese, el descuartizado
por la honda artera de algún niño. Por él trigo de agosto reinicia su tozudez y
lo saluda con una risotada de verdor naciente.
Quitó el seguro. El arma cabeceó un instante a la
lumbre hasta fingirse quieta. Vació otra
copa.
Deslizó la tercera hembra al agua, Ofelia, su predilecta
virginal. El macho dio dos vueltas en persecución similar a las anteriores,
pero en un instante se detuvo bajo el blancuzco coral flotante. La hembra, ansiosa
y temblequeando se detuvo en el otro extremo y allí permaneció. De tanto en
tanto el macho arremetía unos segundos,
la hembra le hacía frente y Espartaco sin herirla le permitía ese rincón, nada
más y retornaba al nido empeñado en agregar más y más burbujas.
-Mundo
extraño- se dijo llenando otra de tinto que la lámpara aquietaba su
murmullo de licores- todo sigue igual
menos yo. No sentía piedad por sí mismo. Ya nada lo incentivaba. Pero pensó
en esos bichos. Nanette, vieja, experta se las rebuscaría por un tiempo pero,
Sad Bear aún era cachorro a pesar de que parado en sus patas traseras le
llegaba a los hombros. Pero los otros, los señores de sus grandes acuarios
sobrevivirían mientras las burbujas de aire no cesaran de movilizar la
superficie del agua produciendo el caudal de oxígeno necesario hasta que, como la
condición humana, los llevara a la desesperación de devorarse, la extinción
mutua hasta que el más apto flotara en su póstuma boqueada, porque sea como
fuere habrá el último que boqueará en su final. Pensativo, acarició la Browning
repasando una a una las veintitrés rayas del segrinado.
Él ombú único
vigía en esa sementera, arruga sus patas a la vera de la encrucijada en cruz y agita
su núcleo de médula suplicante hacia cualquier parte donde él ansiare recomenzar
su evasión sin edad.
Acurrucado
sobre resortes enmohecidos, hilachas de sudor y orina que lo quisieran catapultar
desde su locomotora achicharrada… pero, jubilados
de su propio impulso, fatigados de dilema y sosiego involuntario disfrutan por
un momento el encuentro. Entonces sobre el nitrato de plata la luz diafragma el
vagón en millares de insignificantes carboncillos únicos, ardidos en sol.
En el umbrío
salón de espera de la estación, la gente agita su frenesí de aquí para allá,
nuevamente de allá para aquí, amarrándose a valijas y bolsones porque sabe que donde
vayan transportarán consigo lo que son… y temen perder lo que son porque
ignoran la eficacia de otro ser, desnudos de pasados Y él va escribiendo en luz
dentro de su Nikon uno a uno esos ojos vacuos, inquietos, semidormidos,
abatidos anhelantes, apasionados porque no esperan el fin sino el comienzo
atinando arribar a una nueva estación. Ansían que fuera la final donde el
manzano maduro los aguardare con su paraíso restaurado libres de esa sensación
que los gobierna esa angustia dominante. Y él ¿se irá con ellos? ¿se dejará
transportar más allá de lo incierto?
La provocación.
La hembra se instaló bajo el nido. Sabía que era
una posición temeraria, pero su discernimiento instintivo le anticipaba el
resultado. El pez con oposición belicosa
la obligó a alejarse de la sitio. Y retornó
acumulando con mayor intensidad perlas transparentes en la superficie. Ofelia
digitaba la situación repitiendo cada cinco minutos su gesto seductor porque el
nido aún no le satisfacía a ella, no sería suficiente para seiscientos u
ochocientos alevinos que engendrarían. Espartaco repeliéndola sin pensar en
ella sino en su labor, cada vez más excitado retomaba casi con desesperación el
montaje de su castillo.
Vació la cuarta copa. Sentía la presión. Sabía que
el patero no se puede tomar sentado, sino, en pie, caminando, bailando o como
fuera… pero sentado terminaría en un sueño sancochado y su propósito esa noche
no era precisamente el sueño, al menos no el de costumbre.
Elevó la pistola. Vislumbró como si del brocal humeara
el último disparo, alguien se arqueó hacia atrás primero y tras otro murmullo
de niebla lo obligaron a enredar sus manos
como para clausurar sus entrañas ovillado en alguna esquina oscura,
pájaro desfalleciente a merced del ventarrón de hielo.
Palpó en el gatillo el tacto áspero de la otra
mano, del de la reventa.
Martilló sudorosamente.
El clic reconocido desveló a Sab.
Nanette clavó sus ojos en el señor como dos refusilos.
¡Qué ironía! Alguien
entre residuo de locomotoras y vagones olvida en pleno mediodía luz de neón erguida
en un mástil curvado. la selecciona para el negativo donde será una mancha más
oscura que sus noches. Ese reflector rígido, inalcanzable se confundirá con la
niebla para ser la única calidez para aquellos muertos. Se le hela la sangre al
mediodía en medio de ese llano de rieles que huyen o convergen, ese bosque de espectros
retirados que se mienten orgullo de tren presidencial , descarrilamiento, el
primer ministro que murió de viejo en sus asientos o la mujer que parió entre
sus manos en medio del desierto patagónico… todo, bajo tan irrisoria luna de
mercurio.
Más lejos Villa Nueva y las tumbas verticales. Las más
viejas, de cien años o más.
--¿Por qué
razón sembraron sus muertos en pie?-- No, no
sería por carencia espacial. No existían entonces fronteras
para el cenotafio del amor--¿Los ubicarían así, atentos, vigilantes aguardando
para correr hacia alguna redención, como para no perderse algo?
Madrugada. Botella vacía.
La hembra inflamada de huevos y rayas ya blancas hervía
en sus ansias de parir por amor. Espartaco titilaba deslumbrante en su
despliegue casi jocoso como pavo real,
giró y giró como si necesitara amontonar sobre sí la total de Ofelia. En
la superficie ondulada sin sosiego los globos oscilaron como preparando su rol
de cuna. Se detuvo en un solo gesto e interpuso su velamen radiante de mil
tonos entre el nido y su muchacha. Ella estiró su boquita hacia él. Danzaron
como si se besaran en pas de deux, adagio
lento hasta que Ofelia se detuvo. Espartaco enarboló sus galas y la cubrió
hasta hacerla desaparecer de la vista. Uno solo. Segundos… decenas de huevecillos más pequeños
que un punto, llovieron desde el vientre debajo del nido y en su viaje el
esperma invisible del padre los fertilizó y finalmente Espartaco y Ofelia abrazados se dejaron caer hacia
el fondo de la pequeña prisión. Instantes… hasta que ella se movió bruscamente golpeando con su
cabecita a Espartaco. Espartaco se estiró en un golpe eléctrico y comenzó a
llenar su boca de huevecillos, ascendía para arrojarlos hacia los globitos en
cuyas uniones permanecían adheridos. Ella lo incitaba a que una y otra vez
repitiera el viaje hasta que ya no quedara uno en el fondo.
Ofelia reinició su excitar a Espartaco con
movimientos de cabeza que hacían oscilar las aletas pélvicas, desafío que él
aceptaba y como dominando la recubría en sus mantos nupciales por segundos
hasta que descendía otra nevada de huevecillos en el fluido vital. Nuevamente el
reposo mortal, el acicateo de la madre, el padre que retoma el empuje y la
cosecha de nuevos hijos ascienden en su boca hacia las alturas.
Esto sucedió varias veces hasta que él se irguió medio
borracho, alistó el percutor, alineó el
arma a su corazón, Nanette en vértigo felino se abalanzó colgándosele del
pulóver y le mordió la mano.
La Browning cayó. Sad Bear la atrapó en su bocaza y
escapó a esconderse bajo la cama.
Ebrio, abandonado y solo.
Allí a ras del suelo como las lápidas, solamente lápidas, en el cementerio
de los disidentes en Rosario donde todo es luminoso, vívido con el olor eterno
a pasto húmedo de muertos que no estuvieran
muertos ni resecos, como si recibieran el refrigerio atraído hacia ellos
por el aire desde una tierra recién regada no por mano de hombre, manos de
lluvias lejanas. Allí él pasaba las siestas del otoño preparando sus exámenes
para la facultad. Y escuchaba en su muerte aturdida a los muertos discutir
sobre las paradójicas tumbas celtas que él había fotografiado en sus descensos por
la campiña irlandesa. Al fondo las ovejas enmarcaban entre pircas vaporosas de
musgo el borde de los acantilados contra el mar desecho en fiebre fulgurante.
Maldijo
a la gata, amenazó al perro.
Nanette comenzó a frotarse contra su yin.
Fué hacia el lecho, se derrumbó al
suelo, intentó dominar al cachorro con
voz de amo. Su torpeza con el machete para la maleza no intentó herir al
cachorro pero sí recuperar la pistola pero no pudo. El perro con un gruñido
amortiguado por el arma en la boca contemplaba el sollozo. No conocía a ese
hombre, no así. Sabía que no era llanto de borracho y abandonó la oscuridad
bajo el lecho. Soltó la Broening. Le relamió la cara, la nariz, el pelo, la
boca, las orejas. Nanette elástica y ronroneante se las ingenió para transponer
los brazos apretujados del dolor de ese hombre y se aquietó entibiando el pecho
envejecido mientras continuó vigilando a la noche más allá de los postigones.
Cuando de un manotazo recogió el arma,
Sad Bear en pie ladró dominante, autoritario. Él hizo un ademán–Be quiet, be quiet– Sadbear lo entendía.
Regresaron a la luz.
Hay una pluma caída
sobre las hojas secas de los
eucaliptos que enmarcan el camino
hacia la casa. Tiene más de ciento
ochenta años y todavía se yergue descalabrada pero no vencida a pocos metros
de un recodo del Arroyo
Cabral. Reconoce su admiración
por ella. Pioneros.
Varias
habitaciones cubiertas de desechos por tato exilio. Puertas carcomidas hasta la
mitad. Sobre el dintel del vestigio de
la principal permanece pendiente de un clavo, porfiada en óxido una herradura
de siete agujeros. Allí en la puerta impediría el ingreso de la mala suerte. Al
fondo sobre lo que debe haber sido un fogón, varios ladrillones en desorden reciben la luz cenital que transpone la
distancia entre el agujero del techo y la pared que nunca termina de
desmoronarse. En la habitación que continúa,
un cielo raso abovedado es sostenido por su arco de pino de una sola pieza, construido a mano, rústico por las heridas irregulares en la madera.
Pioneros.
Otra
puerta entreabierta y la franja fosforescente
del atardecer recorre el suelo donde descansa
una espumadera quebrada por cuyos agujeritos se extienden apretujados filamentos
de luz sobre telarañas gigantescas que jamás despertarán..
Quiso tomar otra copa, pero la botella estaba muda
y seca.
No estaba. Nunca estuvo, pero la vio. La última
fotografía, la que nunca se atrevió a enmarcar ni dejársela para él mismo. La
que no era suya, porque era ella.
El olor suave
del pinar regresa envuelto en el viento y el tamo de las eras del verano armoniza
los efluvios del amor. Él se recuesta y el último sol desde dos árboles viaja
rasante sobre el cuerpo de ella. El mar se detiene al costado de sus pechos y
se retira. Ella cree que es él y le hace un gesto que comprende be quiet, be quiet y gira para mirarlo
mientras él la retrata casi desnuda sobre la arena. Ella se arrodilla y ríe,
ríe como el aire mientras su cuerpo se balancea como un manojo de miosotis
azules y porfiadas. Entonces corre, corre, corre hacia las olas nuevamente
ágiles, vertiginosas. Él abandona su cámara y su todo para perseguirla hacia el
torbellino y la locura.
Nunca quiso
quedarse con aquella foto, la última. Es lo único que se le permitió colocar, más
allá del nombre, sobre la lápida horizontal en el Cementerio de los Disidentes.
-Vamos-
les dijo y ubicó el arma contra el cinturón en su espalda, bajo el pulover
mientras el perro gruñó y ladró un rato más. Seguro que Nanette, no iría, experta lo sabía todo; Sad Bear, aunque desmesurado,
para ella era solamente cachorro; debería dársele tiempo para conocer muchas
cosas de ese cincuentón. Se arrellanó dueña de la ventana, la noche había sido
terrible para todos más para una veterana como ella y debía aprovechar; ya regresaría la luz con pájaros en el
alféizar y sus pitíos musicales que la despiertan a primera hora.
Partieron hacia lo alto de la finca en la
Cordillera del Tigre aún oscura.
Conocían ese sendero culebrero de memoria. De tanto
en tanto él mareado trastabillaba contra las rocas, resbalaba hiriéndose el
rostro, permanecía un tiempo extendido hasta recuperar el aliento y constataba
la Browning en la cintura.
Cuando lograron la cima, él se estiró todo cuanto
pudo boca arriba sobre la maleza fríaque aguardaba el rocío al amanecer. El
perro se sentó con su cabeza apoyada en las manos, oteando en la oscuridad y a
hurtadillas desconfiado de su amo.
Una hora después la serpentina rosada de la
alborada comenzó a extenderse sobre los picos más elevados del Cerro
Mercedario. Paulatinamente de lila fue tintando en celeste alborozado el cielo
y la vida, que no estuvo estancada en la noche como olvidadiza de menesteres,
se desdobló como un rollo en la sinagoga. Vió a Balbina la vieja tendera del
pueblo, excesivo maquillaje, desarrollando desde el tubo de cartón la albura extravagante
de la seda con flores liliáceas y el momento cuando ella cerrando los ojos
acarició en su mejilla su nuevo vestido para el baile de compromiso.
La luz olivácea comenzó a corcovear hacia la parte
inferior de tan extenso valle. Tanta vitalidad lo agobió más. Manzanares en
hileras dinámicas y membrillos por este lado que solo se detenían ante la
profunda cañada, porque la vida armónica y organizada debe detenerse donde la
otra vida, salvaje e inculta determina su propio privilegio. El perro oyó algo
y se encaramó en una cresta puntiaguda del barrando al oeste y respondió con más
que un rugido. Él no lo escuchaba pero sin dudas en la lejanía otros perros mantenían
un diálogo con Sad al verlo encaramado al promontorio más elevado desde conde
dominaba señorialmente el mundo. Quizás lo envidiarían… no, no… la naturaleza
no cría hijos con el privilegio de la envidia. Entonces algo amodorrado le
llegó el rugido cuando intentó quitarle el arma. Ese perro maldito y esa gata
vieja eran los culpables.
Cuando contempló el desfiladero por la vera del
este maldijo sus yeguas indomadas y aresivas invadiendo alfalfares y la cebada -¡Puta! ¿Por dónde carajo entraron?- Seguramente el malón habría arrasado
en conjunto el alambrado. De cualquier modo ¿qué le importaría ya esa invasión?
Malhumorado, exhausto, resaca, el patero, y ese tropel indómito que había amado tanto, y
ese perro con el que se bañaban desnudos en las asequias del verano, y esa gata
que se manda a sí misma... la transpiración se le heló en la piel el minuto que
recordó a los betas. ¡Imbécil! ¡Idiota! Sí, la vida parece ser una puta mala
palabra, la suya, no la de ellos.
Debería haber conocido a los betas antes de que
nacieran sus dos hijos. ¡Cuánto habría aprendido! ¡No hay un modelo más sublime
de paternidad en el universo de agua que el del beta padre! Y lloró amargamente
por su estúpida existencia malograda.
Tenía demasiado experiencia en el comportamiento
del beta macho. Durante cuarenta y ocho horas, baja, sube sin comer un
instante, recogiendo sus hijos que caen
al fondo; creyendo que por accidente se han desprendido y no sobrevivirán allí,
los atrapa en su boca para devolverlo al adhesivo seguro de las diminutas
esferas. A esa altura de la vida, por un
día los alevinos infantes penden, a simple vista, como minúsculas comitas de un
abigarrado cuento que recién comienza. Incluso si le arrojas al agua hijos
ajenos, no exceptúa, los apropia como
suyos y los cuelga en la percha real para que sobrevivan. Pero llega el
momento, él no lo ignora, cuarenta y ocho horas y debe retirar al padre que por
su instinto de conservación desmesurado al regresarlos al nido una y otra vez,
puede dañarlos fatalmente, pero ya los
alevinos han comenzado a navegar por cuenta propia. Además aprendió por mala
experiencia que cuando lo quitas del criadero, si lo devuelves allí, habrá
desconocido su paternidad y devorará uno a uno sus rivales en perspectiva.
Molería a patadas a ese perro que le escondió el
arma en el momento preciso. ¿Y Nanette? si no le hubiera mordido la mano todavía
dolorida… pero Nanette, de vieja, ya lo conoce y otra cosa la estará
preocupando… la pequeñita Ofelia y su destino.
Desconcertado se rascó el poco cabello. Era un
instante crucial. No se volvería atrás, pero… Espartaco. Como el mejor padre
por instinto sabe que la reponsabilidad recae sobre él en primer lugar. Si Ofelia
permanece junto al nido después del amor, por hambre devorará algunos
pequeñitos, no muchos de los ochocientos. Para Espartaco es inconcebible. Debe
conservar vivo cada uno y por lo tanto perseguirá a la madre para impedir la
voraz satisfacción, la madre corcoveará hacia arriba, hacia abajo, huirá
intentando un salto mortal más allá del nido de amor. Saltará sobre él, se
escurrirá por debajo, sin destruirlo, atropellará los muros de cristal,
intentará varios saltos inútiles y terminará disecándose en el suelo rústico de
piedras donde no hay lodo para refugiarse temporariamente. Continuará
hambrienta, horrorizada evadiendo a su príncipe de túnicas espléndidas, ella ahora
de cuerpo flacuchento grisáceo y vacío y sin estrías blancas que proclamaron recién
su tesoro oculto de vida brindado hasta el fin sin mezquindad a la madre agua. Agotada,
desfalleciente, madre y huérfana, Ofelia, no podrá hacer nada, cuando su amante
despedace parte a parte su pequeño cuerpo hasta el último latido frente a la
mirada impasible de Nanette porque ese destino hubiera sido diferente si el amo
no pensara sino en sí mismo.
Ofuscado por el intento fallido y derrotado en culpa
por Ofelia se apoyó en los codos hacia la mañana fértil que corría a velocidad
infinita entre sus viñas y olivares. ¿Cuánto tiempo hacía que viéndolo todo no
veía nada? No obstante conoce que para no querer ver bastan los párpados
quietos y bajos. Esas inservibles fotos, debió haberlas quemado hacía varios
años, pero era un sentimentalista. ¡Era un miserable! Sí enredado en sus alambres
de púas ante una coral a la existencia, y ese perro que no acaba su diálogo
imperceptible y esas desgraciadas yeguas criadas en a propósito en fiera
libertad, y el alfalfar espléndido y la cebada ya dorada...
Por instinto giró su cuerpo. Oyó sin querer escuchar
sus arroyos y las acequia por el lado norte, no quiso contemplar la cumbre
blanca del Aconcagua a trescientos kilómetros a caballo, impidió verse deambulando
sobre el glaciar del Mercedario y más allá los nogales juveniles de su emprendimiento libre de obligación fiscal, simétricos,
calculados metro a metro sin desperdiciar un acre. Como le enseñaron los extranjeros,
coreanos, judíos, alemanes, yanquis, holandeses que habían comprado las tierras
aledañas a la suya por nada a los labriegos empobrecidos por diez años consecutivos de cosechas mudas de promesas…
no quiso ver esa heredad torrencial de sauzales centenarios y alamedas que debajo
de la roca recalentada y seca por la sangre solar, denunciaban a borbotones el
líquido invisible, bullente esperando, esperando.
- Será un
buen año- se dijo y se quiso fundir en el silencio que perfumaba de osadía
dinámica hasta la muerte en las rocas.
Sad Bear lo observó, ya sin ladrar, aunque
presentía algo.
El hombre en su momento sintió la llamada en la
dureza del metal en su espalda. Decisivo.
Le echó mano, lo elevó en el aire, cuando lo
destrabó fue un estallido en el silencio azul y apuntó a la cabeza del animal.
El schnauser en su gen lobuno arqueó la espalda
preparando el salto. Inició el gruñido casi sordo que trasmitió su vibración a
la atmósfera. Él afinó la puntería entre los ojos del perro que empezó a
desplazarse lentamente hacia la izquierda. Por primera vez vió los colmillos brillantes
de baba. Al hombre le tembló el pulso que fue orientando a medida que el perro
arqueado se deslizaba, todavía sin avanzar contra él. Sad Bear comprendió por
instinto que desde el borde del desfiladero ese extraño estaba en desventaja así que otra vez recuperó
la posición inicial sin quitarle la mirada.
El duelo fue extenso por demás. El amo debió
sostener con el otro brazo el que empuñaba la Browning y permaneció con la mira
entre las cejas del perro. No veía sus ojos porque no le había querido
trasquilar pero sabía que ni un instante el perro dejaba de observarlo. De
manera imprevista, el sol se corrió y el animal a contraluz fue acorazado
tenebroso enfrentando a ese cobarde insignificante allá sus pies.
-¡¡¡¡¡¡¡Sab
Beeeeer!!!!- aulló el amo y
los nueve cápsulas ya quemadas y servidas saltaron al vacío… cuando en una
carcajada estridente y burlesca el arma
se fundió en el precipicio donde el perro ni intentó atraparla porque la
Browning 9 mm golpeando de roca en roca estropeó con su delirio la sonata
inaudible de la mañana vertida en esas acequias donde se había bañado con ese
desconocido. Arrodillado en la roca, ensanchado su brazos hacia su perro-Es un día demasiado esplendido para morir-
gritó cuando sus brazos hacia Sad Bear que mandíbulas abiertas, se lanzó contra
él y lo mordisqueó, lo mordisqueó, lo mordisqueó hasta agotarse ambos en las
cosquillas del abrazo.
En el aire apacible, aún flotaba el
humo leve de los disparos hacia el cielo.
CORDOBA, 17 JULIO 1994 17 HORAS. ,