sábado, 12 de julio de 2014

El Criador de imágenes



Sad Bear, el formidable schnauzer de dos años , durmió contra sus piernas.
La gata, Nanette, entre postigos entreabiertos desconfió de la noche.
Esa languidez inmersa en su pellejo desconoció si él  acaso existiese. Era un furor anfibológico de cincuenta años y solo.
¿Qué le quedaba? Estaba resuelto.
Tres días atrás había colocado sobre la mesa la pecerita. Diez por siete pulgadas. Suficiente para Espartaco su beta splendens[1]. El cuerpo, inferior a medio meñique, motorizaba las aletas que a manera de túnicas reales lo envolvían. La dorsal extendía el azul tornasolado, la pélvica una larga barba rojo encendido, la anal en parte escarlata en parte verde topacio pero no podían competir con la caudal que a manera de cola irisaba todos los colores del espectro. Era un príncipe en pleno celo. Se deslizaba por el agua blanda con altivez absorbiendo el líquido superficial para luego regresarlo en ampollitas mágicas formando un centímetro convexo sobre la superficie. Un flotante racimo de seis por cuatro centímetros, no más de eso, en diminutos globos transparentes, sería el hogar para sus primeros hijos a una hora por nacer. Macho preferido en tu especie-pensó- apenas si vivirás más de un año. En Siam, hasta tres podrías, superviviendo en el mero barro, sin una gota de agua hasta que azote el monzón. Lo lograrías. ¿Acaso podía Espartaco discernir la diferencia entre esclavitud y libertad? Entre ambos, el pez era el más libre, porque podía cumplir su propósito en la vida como liberto dentro de su esclavitud. Y él ¿no era también esclavo de sí mismo y del sistema? Sin dudarlo, pero su esclavitud sin un propósito era amarga.
Lo eligió aquel enero en el Acuario Azul, en la galería de la 27 de Abril durante su último viaje a Córdoba.
-¿Cómo está Criador?- lo saludaban- ¿Qué nos trae?- La pregunta de siempre. A pesar de haber vivido allí quince años, en los acuarios no lo conocía por su nombre. “Criador” le decían porque les entregaba sus crías, veinte, cincuenta, setenta  a veces a cambio de un solo pez exótico que por lo general lo traían para satisfacer su excentricidad. ¡Criador!
Fue verlo y amarlo. Era pequeño todavía pero en su compartimento aislado en la betera[2], desplegaba gallardamente enfurecido todo el velamen de su cuerpillo contra otro macho el doble más grande. Solo el cristal impedía que se despedazaran. Se llevó en una bolsita de plástico a Espartaco a cambio de veinte levistes y diez mollies. Espartaco podría aguantar las veinte horas de viaje hasta Barreal en esa bolsita. Era verano y no habría problema de que el frío lo matara con el hongo blanco. El resto de los peces en cajas de telgopor selladas para mantener la temperatura aguantarían sin oxígeno en el maletero del colectivo hasta llegar a la finca contra la Cordillera del Tigre.
-Ahora va a poder ganarse unos pesos con ese pequeñín- le dijo el empleado en tono de risa. Lo miró desafiante a los ojos. El Criador conocía;  dos machos betas no pueden estar juntos en una pecera de menos de cien litros; en el patio trasero de cualquier taberna tailandesa los hombres armaban un pequeño escenario y en un acuario poco profundo y reducido arrojaban dos betas machos y apostaban más y más y más, hasta que uno terminaba muerto y el otro vivo pero sin un milímetro de sus gloriosas mantas. Las aletas crecerían en pocas semanas, deformes, contusas, el cuerpecillo aún con llagas a medio cicatrizar y otra vez, como gallos de riña a enfrentar la muerte segura en menos de un año. Era el destino de Luchador de Siam. Odiaba eso y como Criador, odiaba también a esos indonesios hijos de puta y el muchacho del mostrador no pudo soportar su mirada.
Y allí estaba desarrollado totalmente en cosa de tres meses y sería padre por primera vez.
Él había perdido los suyos. Miraba al Beta Splendens como si mirase a su hijo ya hombrecito en cualquier lugar, vaya a saber carajo dónde.
Vació el primer vaso de patero.
Absorto en el pez lo distrajo una de sus fotografías colgadas en la pared. Por toda la habitación estaban sus trabajos fotográficos profesionales.
Bebió despacio su segunda copa de patero. Finas hebras como de aceite rojizo fueron deslizándose por el interior hasta formar una moneda de bronce en el fondo. Sabía que era muy bueno, aunque los vecinos que lo elaboraban no eran nada higiénicos. Se detuvo con la pausa del vino en las fotografía en un intento de destrozar la cara del envolvimiento que lo amortajaba cada día, que se le hizo red en la carne, una caricatura espeluznante, atrapándolo.
Al lado de la copa la culata plateada de la Browning 9 mm refulgía.

Nuevamente sus paisajes recalan otras travesías con algo de su sentimiento, si le queda, es decir desde el naufragio.
Allí va, la  fatiga del caballo flaco, su ascenso inmortal hacia el establo del otoño dorado en Re  Mayor por Ascochinga.

Su barca yace aguardándolo en arenas negras de Jericuacuara hasta que el paterno mar en sus olas lo devuelve. No paga rescate a la manga que se desenfrenó hacia el oeste desde el sur desorientado.

La estación del ferrocarril Mitre, rieles inmolados a las nieblas de julio  claman por  la desintegración del hueso, pero tras la arcada en la avenida, los tarcos azulejos, le hacen señas, invitación que no ignora.

El árbol misántropo sobrevive, único, apuñalando la roca que lo nutre, cuesta abajo en “El Silencio”. Le  convida hacia su rama desnuda. Pero... ¿dónde escuchó otra vez este chistar compasivo de la brisa?

Nanette recostada, no apartó los ojos más allá de la dovela de horquilla.
Sad con su garganta apoyada en la falda de él por algo miró consternado al amo.
Llenó otra copa.
Esa tarde había seleccionado las mejores hembras para Espartaco. Como en todo el mundo acuático, por protección de la especie, las hembras son feas. Aletas insignificantes, cuerpo gris desteñido, rayas verticales en pálido que lo cruzan, tiempo de celo, el vientre abultado de huevos.
Colocó una hermosa y gorda en el acuario y permaneció vigilante. En un salto inesperado Espartaco la agredió y ella recorrió despavorida enfrentándose  a los vidrios que impedían el alejamiento de tanta furia. La retomó en la pequeña red y la devolvió al harem. Ya había visto suceder eso con su padrillo, Indio, cuando los paisanos traían sus yeguas para la cópula. Pateaba y las mordía hasta que era impensable abandonarlas en el corral.
Depositó otra hembra más abultada y nuevamente el pez la agredió,  brutal. Se defendió algo al principio pero evidentemente no llenaba los requisitos que Espartaco consideraba indispensables para su progenie. Él no habría sido tan exigente. De haberlo sido no estaría tan abandonado y sus hijos  maldiciéndolo en cualquier lugar.
Levantó el arma, apuntó al pez demasiado exigente pero se vio en el vidrio apuntando su propia frente. ¿No sería lo mejor? ¿Cuál de los dos?

Flamea la brisa entre sus pantalones presionándolo por las pantorrillas y la espalda.
La juventud chirría sobre sus goznes en un pueblo fantasma  cuando  la Leika mensajera, capta un clamor mudo tan unipersonal y vivo como que él es. ¿Alguna vez se decidió a escucharlo? 

El cementerio ferroviario  de Las  Playas.
Locomotoras, vagones por decenas. Acero, hierro, latón, chapa, escalerilla, pasamanos,  asientos  podridos, imperio de ratón y cucaracha…  desertores. Ventanillas enlutadas de costra. A través de aquella allá,  la del cristal pensativo, ese, el descuartizado por la honda artera de algún niño. Por él trigo de agosto reinicia su tozudez y lo saluda con una risotada de verdor naciente.

Quitó el seguro. El arma cabeceó un instante a la lumbre hasta fingirse quieta.  Vació otra copa.
Deslizó la tercera hembra al agua, Ofelia, su predilecta virginal. El macho dio dos vueltas en persecución similar a las anteriores, pero en un instante se detuvo bajo el blancuzco coral flotante. La hembra, ansiosa y temblequeando se detuvo en el otro extremo y allí permaneció. De tanto en tanto el macho arremetía  unos segundos, la hembra le hacía frente y Espartaco sin herirla le permitía ese rincón, nada más y retornaba al nido empeñado en  agregar más y más burbujas.
-Mundo extraño- se dijo llenando otra de tinto que la lámpara aquietaba su murmullo de licores- todo sigue igual menos yo. No sentía piedad por sí mismo. Ya nada lo incentivaba. Pero pensó en esos bichos. Nanette, vieja, experta se las rebuscaría por un tiempo pero, Sad Bear aún era cachorro a pesar de que parado en sus patas traseras le llegaba a los hombros. Pero los otros, los señores de sus grandes acuarios sobrevivirían mientras las burbujas de aire no cesaran de movilizar la superficie del agua produciendo el caudal de oxígeno necesario hasta que, como la condición humana, los llevara a la desesperación de devorarse, la extinción mutua hasta que el más apto flotara en su póstuma boqueada, porque sea como fuere habrá el último que boqueará en su final. Pensativo, acarició la Browning repasando una a una las veintitrés rayas del segrinado.
Él ombú único vigía en esa sementera, arruga sus patas a la vera de la encrucijada en cruz y agita su núcleo de médula suplicante hacia cualquier parte donde él ansiare recomenzar su evasión sin edad.

Acurrucado sobre resortes enmohecidos, hilachas de sudor y orina que lo quisieran catapultar desde su locomotora  achicharrada… pero, jubilados de su propio impulso, fatigados de dilema y sosiego involuntario disfrutan por un momento el encuentro. Entonces sobre el nitrato de plata la luz diafragma el vagón en millares de insignificantes carboncillos únicos, ardidos en sol.  

En el umbrío salón de espera de la estación, la gente agita su frenesí de aquí para allá, nuevamente de allá para aquí, amarrándose a valijas y bolsones porque sabe que donde vayan transportarán consigo lo que son… y temen perder lo que son porque ignoran la eficacia de otro ser, desnudos de pasados Y él va escribiendo en luz dentro de su Nikon uno a uno esos ojos vacuos, inquietos, semidormidos, abatidos anhelantes, apasionados porque no esperan el fin sino el comienzo atinando arribar a una nueva estación. Ansían que fuera la final donde el manzano maduro los aguardare con su paraíso restaurado libres de esa sensación que los gobierna esa angustia dominante. Y él ¿se irá con ellos? ¿se dejará transportar más allá de lo incierto?
La provocación.
La hembra se instaló bajo el nido. Sabía que era una posición temeraria, pero su discernimiento instintivo le anticipaba el resultado. El pez con oposición  belicosa la obligó a alejarse de la  sitio. Y retornó acumulando con mayor intensidad perlas transparentes en la superficie. Ofelia digitaba la situación repitiendo cada cinco minutos su gesto seductor porque el nido aún no le satisfacía a ella, no sería suficiente para seiscientos u ochocientos alevinos que engendrarían. Espartaco repeliéndola sin pensar en ella sino en su labor, cada vez más excitado retomaba casi con desesperación el montaje de su castillo.
Vació la cuarta copa. Sentía la presión. Sabía que el patero no se puede tomar sentado, sino, en pie, caminando, bailando o como fuera… pero sentado terminaría en un sueño sancochado y su propósito esa noche no era precisamente el sueño, al menos no el de costumbre.
Elevó la pistola. Vislumbró como si del brocal humeara el último disparo, alguien se arqueó hacia atrás primero y tras otro murmullo de niebla lo obligaron a enredar sus manos   como para clausurar sus entrañas ovillado en alguna esquina oscura, pájaro desfalleciente a merced del ventarrón de hielo.
Palpó en el gatillo el tacto áspero de la otra mano, del de la reventa.
Martilló sudorosamente.
El clic reconocido desveló a Sab.
Nanette clavó sus ojos en el señor como dos refusilos.
¡Qué ironía! Alguien entre residuo de locomotoras y vagones olvida en pleno mediodía luz de neón erguida en un mástil curvado. la selecciona para el negativo donde será una mancha más oscura que sus noches. Ese reflector rígido, inalcanzable se confundirá con la niebla para ser la única calidez para aquellos muertos. Se le hela la sangre al mediodía en medio de ese llano de rieles que huyen o convergen, ese bosque de espectros retirados que se mienten orgullo de tren presidencial , descarrilamiento, el primer ministro que murió de viejo en sus asientos o la mujer que parió entre sus manos en medio del desierto patagónico… todo, bajo tan irrisoria luna de mercurio.

Más lejos  Villa Nueva y las tumbas verticales.  Las más  viejas, de cien años o más. 
--¿Por qué razón sembraron sus muertos en pie?-- No, no  sería  por  carencia espacial. No existían entonces fronteras para el cenotafio del amor--¿Los ubicarían así, atentos, vigilantes aguardando para correr hacia alguna redención, como para no perderse algo?
Madrugada. Botella vacía.
La hembra inflamada de huevos y rayas ya blancas hervía en sus ansias de parir por amor. Espartaco titilaba deslumbrante en su despliegue casi jocoso como pavo real,  giró y giró como si necesitara amontonar sobre sí la total de Ofelia. En la superficie ondulada sin sosiego los globos oscilaron como preparando su rol de cuna. Se detuvo en un solo gesto e interpuso su velamen radiante de mil tonos entre el nido y su muchacha. Ella estiró su boquita hacia él. Danzaron como si se besaran en pas de deux, adagio lento hasta que Ofelia se detuvo. Espartaco enarboló sus galas y la cubrió hasta hacerla desaparecer de la vista. Uno solo.  Segundos… decenas de huevecillos más pequeños que un punto, llovieron desde el vientre debajo del nido y en su viaje el esperma invisible del padre los fertilizó y finalmente  Espartaco y Ofelia abrazados se dejaron caer hacia el fondo de la pequeña prisión. Instantes… hasta que  ella se movió bruscamente golpeando con su cabecita a Espartaco. Espartaco se estiró en un golpe eléctrico y comenzó a llenar su boca de huevecillos, ascendía para arrojarlos hacia los globitos en cuyas uniones permanecían adheridos. Ella lo incitaba a que una y otra vez repitiera el viaje hasta que ya no quedara uno en el fondo.
Ofelia reinició su excitar a Espartaco con movimientos de cabeza que hacían oscilar las aletas pélvicas, desafío que él aceptaba y como dominando la recubría en sus mantos nupciales por segundos hasta que descendía otra nevada de huevecillos en el fluido vital. Nuevamente el reposo mortal, el acicateo de la madre, el padre que retoma el empuje y la cosecha de nuevos hijos ascienden en su boca hacia las alturas.
Esto sucedió varias veces hasta que él se irguió medio borracho, alistó el percutor, alineó  el arma a su corazón, Nanette en vértigo felino se abalanzó colgándosele del pulóver y le mordió la mano.
La Browning cayó. Sad Bear la atrapó en su bocaza y escapó a esconderse bajo la cama.
Ebrio, abandonado y solo.

Allí a ras del suelo como las lápidas, solamente lápidas, en el cementerio de los disidentes en Rosario donde todo es luminoso, vívido con el olor eterno a pasto húmedo de muertos que no estuvieran  muertos ni resecos, como si recibieran el refrigerio atraído hacia ellos por el aire desde una tierra recién regada no por mano de hombre, manos de lluvias lejanas. Allí él pasaba las siestas del otoño preparando sus exámenes para la facultad. Y escuchaba en su muerte aturdida a los muertos discutir sobre las paradójicas tumbas celtas que él había fotografiado en sus descensos por la campiña irlandesa. Al fondo las ovejas enmarcaban entre pircas vaporosas de musgo el borde de los acantilados contra el mar desecho en fiebre fulgurante.
            Maldijo a la gata, amenazó al perro.
Nanette comenzó a frotarse contra su yin.
Fué hacia el lecho, se derrumbó al suelo, intentó dominar al cachorro  con voz de amo. Su torpeza con el machete para la maleza no intentó herir al cachorro pero sí recuperar la pistola pero no pudo. El perro con un gruñido amortiguado por el arma en la boca contemplaba el sollozo. No conocía a ese hombre, no así. Sabía que no era llanto de borracho y abandonó la oscuridad bajo el lecho. Soltó la Broening. Le relamió la cara, la nariz, el pelo, la boca, las orejas. Nanette elástica y ronroneante se las ingenió para transponer los brazos apretujados del dolor de ese hombre y se aquietó entibiando el pecho envejecido mientras continuó vigilando a la noche más allá de los postigones.
Cuando de un manotazo recogió el arma, Sad Bear en pie ladró dominante, autoritario. Él hizo un ademán–Be quiet, be quiet– Sadbear lo entendía. Regresaron a la luz.
Hay una  pluma caída  sobre las  hojas secas  de los  eucaliptos que enmarcan el camino  hacia la casa.  Tiene más de ciento ochenta años y todavía se yergue descalabrada pero no vencida a pocos  metros  de un  recodo del  Arroyo  Cabral.  Reconoce su admiración por ella. Pioneros.
Varias habitaciones cubiertas de desechos por tato exilio. Puertas carcomidas hasta la mitad. Sobre el  dintel del vestigio de la principal permanece pendiente de un clavo, porfiada en óxido una herradura de siete agujeros. Allí en la puerta impediría el ingreso de la mala suerte.  Al  fondo sobre  lo que  debe haber sido un fogón,  varios ladrillones en desorden  reciben la luz cenital que transpone la distancia entre el agujero del techo y la pared que nunca termina de desmoronarse. En la habitación  que continúa, un cielo raso abovedado es sostenido por su arco  de pino de una  sola pieza, construido a mano, rústico por  las heridas irregulares  en la madera.
Pioneros. 
Otra puerta  entreabierta y la franja fosforescente del atardecer recorre el suelo  donde descansa una espumadera quebrada por cuyos agujeritos se extienden apretujados filamentos de luz sobre telarañas gigantescas que jamás despertarán..
Quiso tomar otra copa, pero la botella estaba muda y seca.
No estaba. Nunca estuvo, pero la vio. La última fotografía, la que nunca se atrevió a enmarcar ni dejársela para él mismo. La que no era suya, porque era ella.
El olor suave del pinar regresa envuelto en el viento y el tamo de las eras del verano armoniza los efluvios del amor. Él se recuesta y el último sol desde dos árboles viaja rasante sobre el cuerpo de ella. El mar se detiene al costado de sus pechos y se retira. Ella cree que es él y le hace un gesto que comprende be quiet, be quiet y gira para mirarlo mientras él la retrata casi desnuda sobre la arena. Ella se arrodilla y ríe, ríe como el aire mientras su cuerpo se balancea como un manojo de miosotis azules y porfiadas. Entonces corre, corre, corre hacia las olas nuevamente ágiles, vertiginosas. Él abandona su cámara y su todo para perseguirla hacia el torbellino y la locura.
Nunca quiso quedarse con aquella foto, la última. Es lo único que se le permitió colocar, más allá del nombre, sobre la lápida horizontal en el Cementerio de los Disidentes.

-Vamos- les dijo y ubicó el arma contra el cinturón en su espalda, bajo el pulover mientras el perro gruñó y ladró un rato más. Seguro  que Nanette, no iría,  experta lo sabía todo; Sad Bear, aunque desmesurado, para ella era solamente cachorro; debería dársele tiempo para conocer muchas cosas de ese cincuentón. Se arrellanó dueña de la ventana, la noche había sido terrible para todos más para una veterana como ella y debía aprovechar;  ya regresaría la luz con pájaros en el alféizar y sus pitíos musicales que la despiertan a primera hora.
Partieron hacia lo alto de la finca en la Cordillera del Tigre aún oscura.
Conocían ese sendero culebrero de memoria. De tanto en tanto él mareado trastabillaba contra las rocas, resbalaba hiriéndose el rostro, permanecía un tiempo extendido hasta recuperar el aliento y constataba la Browning en la cintura.
Cuando lograron la cima, él se estiró todo cuanto pudo boca arriba sobre la maleza fríaque aguardaba el rocío al amanecer. El perro se sentó con su cabeza apoyada en las manos, oteando en la oscuridad y a hurtadillas desconfiado de su amo.
Una hora después la serpentina rosada de la alborada comenzó a extenderse sobre los picos más elevados del Cerro Mercedario. Paulatinamente de lila fue tintando en celeste alborozado el cielo y la vida, que no estuvo estancada en la noche como olvidadiza de menesteres, se desdobló como un rollo en la sinagoga. Vió a Balbina la vieja tendera del pueblo, excesivo maquillaje, desarrollando desde el tubo de cartón la albura extravagante de la seda con flores liliáceas y el momento cuando ella cerrando los ojos acarició en su mejilla su nuevo vestido para el baile de compromiso.
La luz olivácea comenzó a corcovear hacia la parte inferior de tan extenso valle. Tanta vitalidad lo agobió más. Manzanares en hileras dinámicas y membrillos por este lado que solo se detenían ante la profunda cañada, porque la vida armónica y organizada debe detenerse donde la otra vida, salvaje e inculta determina su propio privilegio. El perro oyó algo y se encaramó en una cresta puntiaguda del barrando al oeste y respondió con más que un rugido. Él no lo escuchaba pero sin dudas en la lejanía otros perros mantenían un diálogo con Sad al verlo encaramado al promontorio más elevado desde conde dominaba señorialmente el mundo. Quizás lo envidiarían… no, no… la naturaleza no cría hijos con el privilegio de la envidia. Entonces algo amodorrado le llegó el rugido cuando intentó quitarle el arma. Ese perro maldito y esa gata vieja eran los culpables.
Cuando contempló el desfiladero por la vera del este maldijo sus yeguas indomadas y aresivas invadiendo alfalfares y la cebada -¡Puta! ¿Por dónde carajo entraron?- Seguramente el malón habría arrasado en conjunto el alambrado. De cualquier modo ¿qué le importaría ya esa invasión? Malhumorado, exhausto,  resaca,  el patero,  y ese tropel indómito que había amado tanto, y ese perro con el que se bañaban desnudos en las asequias del verano, y esa gata que se manda a sí misma... la transpiración se le heló en la piel el minuto que recordó a los betas. ¡Imbécil! ¡Idiota! Sí, la vida parece ser una puta mala palabra, la suya, no la de ellos.
Debería haber conocido a los betas antes de que nacieran sus dos hijos. ¡Cuánto habría aprendido! ¡No hay un modelo más sublime de paternidad en el universo de agua que el del beta padre! Y lloró amargamente por su estúpida existencia malograda.
Tenía demasiado experiencia en el comportamiento del beta macho. Durante cuarenta y ocho horas, baja, sube sin comer un instante,  recogiendo sus hijos que caen al fondo; creyendo que por accidente se han desprendido y no sobrevivirán allí, los atrapa en su boca para devolverlo al adhesivo seguro de las diminutas esferas.  A esa altura de la vida, por un día los alevinos infantes penden, a simple vista, como minúsculas comitas de un abigarrado cuento que recién comienza. Incluso si le arrojas al agua hijos ajenos, no exceptúa, los apropia  como suyos y los cuelga en la percha real para que sobrevivan. Pero llega el momento, él no lo ignora, cuarenta y ocho horas y debe retirar al padre que por su instinto de conservación desmesurado al regresarlos al nido una y otra vez, puede dañarlos fatalmente,  pero ya los alevinos han comenzado a navegar por cuenta propia. Además aprendió por mala experiencia que cuando lo quitas del criadero, si lo devuelves allí, habrá desconocido su paternidad y devorará uno a uno sus rivales en perspectiva.
Molería a patadas a ese perro que le escondió el arma en el momento preciso. ¿Y Nanette? si no le hubiera mordido la mano todavía dolorida… pero Nanette, de vieja, ya lo conoce y otra cosa la estará preocupando… la pequeñita Ofelia y su destino.
Desconcertado se rascó el poco cabello. Era un instante crucial. No se volvería atrás, pero… Espartaco. Como el mejor padre por instinto sabe que la reponsabilidad recae sobre él en primer lugar. Si Ofelia permanece junto al nido después del amor, por hambre devorará algunos pequeñitos, no muchos de los ochocientos. Para Espartaco es inconcebible. Debe conservar vivo cada uno y por lo tanto perseguirá a la madre para impedir la voraz satisfacción, la madre corcoveará hacia arriba, hacia abajo, huirá intentando un salto mortal más allá del nido de amor. Saltará sobre él, se escurrirá por debajo, sin destruirlo, atropellará los muros de cristal, intentará varios saltos inútiles y terminará disecándose en el suelo rústico de piedras donde no hay lodo para refugiarse temporariamente. Continuará hambrienta, horrorizada evadiendo a su príncipe de túnicas espléndidas, ella ahora de cuerpo flacuchento grisáceo y vacío y sin estrías blancas que proclamaron recién su tesoro oculto de vida brindado hasta el fin sin mezquindad a la madre agua. Agotada, desfalleciente, madre y huérfana, Ofelia, no podrá hacer nada, cuando su amante despedace parte a parte su pequeño cuerpo hasta el último latido frente a la mirada impasible de Nanette porque ese destino hubiera sido diferente si el amo no pensara sino en sí mismo.

Ofuscado por el intento fallido y derrotado en culpa por Ofelia se apoyó en los codos hacia la mañana fértil que corría a velocidad infinita entre sus viñas y olivares. ¿Cuánto tiempo hacía que viéndolo todo no veía nada? No obstante conoce que para no querer ver bastan los párpados quietos y bajos. Esas inservibles fotos, debió haberlas quemado hacía varios años, pero era un sentimentalista. ¡Era un miserable! Sí enredado en sus alambres de púas ante una coral a la existencia, y ese perro que no acaba su diálogo imperceptible y esas desgraciadas yeguas criadas en a propósito en fiera libertad, y el alfalfar espléndido y la cebada ya dorada...
Por instinto giró su cuerpo. Oyó sin querer escuchar sus arroyos y las acequia por el lado norte, no quiso contemplar la cumbre blanca del Aconcagua a trescientos kilómetros a caballo, impidió verse deambulando sobre el glaciar del Mercedario y más allá los nogales juveniles de su  emprendimiento libre de obligación fiscal, simétricos, calculados metro a metro sin desperdiciar un acre. Como le enseñaron los extranjeros, coreanos, judíos, alemanes, yanquis, holandeses que habían comprado las tierras aledañas a la suya por nada a los labriegos empobrecidos por  diez años consecutivos de cosechas mudas de promesas… no quiso ver esa heredad torrencial de sauzales centenarios y alamedas que debajo de la roca recalentada y seca por la sangre solar, denunciaban a borbotones el líquido invisible, bullente esperando, esperando.
- Será un buen año- se dijo y se quiso fundir en el silencio que perfumaba de osadía dinámica hasta la muerte en las rocas.
Sad Bear lo observó, ya sin ladrar, aunque presentía algo.
El hombre en su momento sintió la llamada en la dureza del metal en su espalda. Decisivo.
Le echó mano, lo elevó en el aire, cuando lo destrabó fue un estallido en el silencio azul y apuntó a la cabeza del animal.
El schnauser en su gen lobuno arqueó la espalda preparando el salto. Inició el gruñido casi sordo que trasmitió su vibración a la atmósfera. Él afinó la puntería entre los ojos del perro que empezó a desplazarse lentamente hacia la izquierda. Por primera vez vió los colmillos brillantes de baba. Al hombre le tembló el pulso que fue orientando a medida que el perro arqueado se deslizaba, todavía sin avanzar contra él. Sad Bear comprendió por instinto que desde el borde del desfiladero ese extraño  estaba en desventaja así que otra vez recuperó la posición inicial sin quitarle la mirada.
El duelo fue extenso por demás. El amo debió sostener con el otro brazo el que empuñaba la Browning y permaneció con la mira entre las cejas del perro. No veía sus ojos porque no le había querido trasquilar pero sabía que ni un instante el perro dejaba de observarlo. De manera imprevista, el sol se corrió y el animal a contraluz fue acorazado tenebroso enfrentando a ese cobarde insignificante allá sus pies.
-¡¡¡¡¡¡¡Sab Beeeeer!!!!- aulló el amo y los nueve cápsulas ya quemadas y servidas saltaron al vacío… cuando en una carcajada estridente y burlesca  el arma se fundió en el precipicio donde el perro ni intentó atraparla porque la Browning 9 mm golpeando de roca en roca estropeó con su delirio la sonata inaudible de la mañana vertida en esas acequias donde se había bañado con ese desconocido. Arrodillado en la roca, ensanchado su brazos hacia su perro-Es un día demasiado esplendido para morir- gritó cuando sus brazos hacia Sad Bear que mandíbulas abiertas, se lanzó contra él y lo mordisqueó, lo mordisqueó, lo mordisqueó hasta agotarse ambos en las cosquillas del abrazo.
En el aire apacible, aún flotaba el humo leve de los disparos hacia el cielo.


                                    CORDOBA, 17 JULIO 1994 17 HORAS. ,






[1] Pez original de Thailandia e Indonesia de 5 cm. En cautiverio vive poco más de 1 año, aunque en ambiente natural pudiera sobrevivir hasta 3.
[2] Acuario pequeño divido en cedas de 8x8 cm para alojar cada macho por separado, que se cuelga de otro acuario.