domingo, 26 de junio de 2016

El niño que venció a la muerte



"¿Cómo es posible que siga Vivo este niño?",
se preguntaban los médicos.
El niño que venció a la muerte

Por Deborah Morris

AMANDA STINER entrecerró los ojos bajo el brillante sol matutino,  mientras sus dos hijos, Nicole, de 12 años, y Justin, de ocho, caminaban a paso vivo por la acera. Era el 12 de noviembre de 1990 y ese día no habría clases en el pueblo de Sierra Vista, Arizona, porque se celebraba el Día de los Ex Combatientes. Amanda, madre soltera, había convenido en acompañar a su amiga Lyne Jackson a Tucson, situado a hora y media de allí, a condición de que George y Gertrude Howard, los padres de Lyne, pudieran cuidar de Justin y Nicole.
   Gertrude Howard, de 72 años, acababa de quitar la mesa del desayuno cuando Nicole y Justin llamaron a la puerta.
   — ¡Pasen, niños! —les gritó.
   Esa mañana también estaban de visita en casa de los Howard tres de sus nietos. Keith, de nueve años, desapareció junto con Justin en el patio trasero. Por la ventana de la cocina, Gertrude vio que los dos niños saltaban en el pequeño trampolín de Keith. La anciana dio unos golpecitos en el cristal.
   — ¡Tengan cuidado! —les dijo.
Y se dedicó a limpiar los muebles. Empezaba a preparar el almuerzo, cuando volvió a mirar por la Ventana. Esta vez, tanto el patio como el trampolín estaban desiertos. "¿Qué estarán tramando esos niños?", musitó. En eso, Keith llegó corriendo a la cocina.
   — ¡Abuela, Justin está herido! —dijo asustado y casi sin aliento—. ¡Ven pronto!
   Salieron juntos a toda prisa. El niño corrió hacia el frente de la casa, y Gertrude lo siguió lo más rápido que podía. Deben de haberse trepado a la magnolia, pensó Gertrude, preocupada. Ojalá no se haya roto nada Justin. Pero, al acercarse, Gertrude oyó un sonido escalofriante: el ronco gemido de dolor de un niño. Se acercó otro poco y entonces se detuvo, horrorizada. ¡Justin estaba tendido boca arriba en el suelo, y sujetaba con las manos una varilla fileteada de acero que tenía profundamente clavada en el estómago! Justin y Keith habían trepado por las ramas de la magnolia y luego habían hecho el intento de saltar a la azotea; pero Justin se resbaló en las tejas y cayó con los pies por delante, desde una altura de 3.5 metros, en la punta del soporte oxidado de una planta. La varilla de 15 milímetros de diámetro le había penetrado oblicuamente en el abdomen, un poco por arriba del ombligo, y luego se dobló junto con el niño cuando este se desplomó de espaldas.
   Gertrude procuró animarlo.
   — ¡Justin, no trates de moverte! Ahora mismo voy a buscar ayuda.
   Sintiendo que el corazón le martilleaba en el pecho, Gertrude rodeó la casa y llamó a gritos a su marido.
   George Howard, de 80 años, había estado trabajando en el patio trasero y se hallaba en el cobertizo, cuando oyó la voz de su esposa. Salió corriendo.
   — ¡Justin está gravemente herido en el patio de aquel lado! —le comunicó—. ¡Voy a llamar al teléfono de urgencias!
   George fue allá a toda prisa y se arrodilló en el césped, junto al niño, que gemía constantemente y tenía muy abiertos los ojos por el miedo.
   — ¡Llamen a mi mamá! —pidió. Justin, jadeante y con una voz casi inaudible—. ¡No puedo respirar!
   ¿Qué debo hacer Señor?, oró George en silencio. Luego, intuitivamente, pasó el brazo por debajo de la cabeza: de Justin y lo ayudó a levantarla un poco. El niño aspiró el aire profundamente, con ásperos estertores.
   — ¡Eso está bien! —dijo George—. ¡Todo va a salir bien!

   A LAS   10:56  DE LA MAÑANA se recibió el llamado de urgencia en la Estación de Bomberos de Sierra Vista: un niño "se había lesionado" en una caída. El paramédico Larry Townsend se puso la gorra. Él y el técnico médico especialista en urgencias Bob Wright corrieron a una ambulancia.
   Aunque por lo regular las caídas de niños pequeños no son mortales, Townsend iba preparado para lo que fuera. Era el único paramédico titulado que se hallaba de guardia esa mañana, y le correspondía dirigir todos los procedimientos de rescate que se llevaran a cabo. Townsend y Wright casi habían llegado a su destino cuando les avisaron por radio que el niño estaba empalado en algo.
   Segundos después, la ambulancia se detuvo bruscamente frente a la casa de los Howard, donde Justin yacía boca arriba, con la vara de acero todavía clavada en el piso, entre las piernas del pequeño.
   ¡Casi no ha sangrado! Seguramente la varilla no tocó los órganos más importantes, dedujo Larry Townsend cuando vio que había muy poca sangre en la camiseta del pequeño. Sólo hasta que palpó un lado del cuello de Justin se le reveló todo el alcance de la lesión. La punta de la varilla abultaba grotescamente la región que queda debajo de la oreja derecha, y casi tocaba la piel.
   ¡No es posible!, pensó Larry, atónito. No pudo haber atravesado el tórax. ¡El niño debería de estar muerto!
   — ¿Puede sacarme esto? —suplicó Justin—. ¡Me duele!
   Townsend procuró tranquilizarlo y luego solicitó unas potentes tenazas para cortar metal. Estas debían cortar la varilla al nivel del suelo para poder trasportar a Justin al hospital; pero, si la varilla vibraba con demasiada fuerza, podría provocar una hemorragia mortal. Una vez puestas las tenazas
en el extremo inferior de la varilla, Townsend sujetó con fuerza la parte más próxima al cuerpo de          
Justin con el propósito de amortiguar la vibración.
   Justin llegó aún consciente al hospital de la Comunidad de Sierra Vista. Los médicos agregaron un antibiótico a la solución intravenosa y le tomaron radiografías.
   Cuando varios integrantes del personal del hospital se reunieron frente a la pálida luz del negatoscopio para ver los resultados, se quedaron pasmados. ¡La varilla parecía atravesar el corazón! Concluyeron que había que trasladar a Justin en helicóptero a la unidad de traumatología del Centro Médico de la Universidad, en Tucson.

   AMANDA STINER regresó de Tucson poco después del mediodía. No había salido del auto cuando Nicole llegó corriendo.
   — ¡Mamá, Justin se cayó de la azotea y se enterró una varilla! ¡Se lo llevaron en ambulancia!
   Al llegar a la sala de urgencias del Hospital Sierra Vista, Amanda se dirigió rápidamente a la mesa de admisiones.
   —Soy la madre de Justin. ¿En dónde está?
   — ¡Lo siento! Permítame llamar a un médico —dijo la enfermera.
   Amanda sintió que se le iba la sangre de la cara.  Ya se murió, pensó con fría claridad.
   El médico le explicó que Justin estaba vivo, pero muy grave, y que ya iba camino del centro de traumatología de Tucson. Amanda firmó de conformidad para que operaran allá a Justin. Luego se fue de nuevo a Tucson.
   El doctor Phillip Richemont estaba terminando una operación cuando le comunicaron que iba a llegar, procedente de Sierra Vista, un niño gravemente empalado. En su calidad de jefe provisional del equipo de traumatología del Centro Médico de la Universidad, el cirujano de 31 años tomaría todas las decisiones pertinentes al caso.
   Al llegar el helicóptero, el doctor Richemont estaba esperándolo en el helipuerto. Le asombró comprobar que los oscuros ojos que lo miraban desde la camilla estaban alerta.
   — ¿Va usted a sacarme esta cosa? —preguntó el niño con roda calma—. Me arde mucho.
   El doctor Richemont examinó la herida y la oxidada varilla. De seguro no tocó el corazón, pensó. No me explico que el niño no se halle en estado de choque. El cirujano acompañó a Justin mientras lo llevaban en camilla a la sala de urgencias. En el camino analizó la delicadísima tarea que tenía por delante. Al abrir el expediente del niño, vio las radiografías tomadas en Sierra Vista.
   — ¡Imposible! —exclamó, incrédulo, al tiempo que sostenía en alto la película para verla a contraluz.
   Obedeciendo el reglamento del hospital, se le tomaron nuevas radiografías a Justin; pero también estas dejaron ver que la varilla había penetrado en el corazón.
   Los doctores Richemont y Michael Esser —este último, miembro del equipo de traumatología— entraron en el quirófano a la 1:30 de la tarde, y allí se les incorporó el doctor Luis Rosado, cirujano cardiotorácico. Quince minutos después, cuando ya le habían administrado al niño anestesia general, las enfermeras y el equipo de médicos se acercaron a la mesa de operaciones.
   Utilizaron una cortadora especial para metales con el objeto de acortar el tramo de 60 centímetros de la varilla que aún sobresalía del tórax de Justin. Luego, el joven cirujano traumatólogo extendió la mano enguantada y pidió con firmeza:
   —Escalpelo, por favor.
   Richemont practicó una profunda da incisión descendente desde la base del cuello del niño, entre las clavículas. El esternón de Justin quedó al descubierto, refulgente bajo la intensa luz.
   — ¡Sierra!
   Un agudo rechinido se oyó en el 1 recinto mientras la cuchilla eléctrica cortaba el esternón por la parte media. Cuando el hueso se partió en dos con un crujido, el doctor Richemont separó con un retractor las dos mitades de la caja torácica.
   Entonces quedó del todo descubierta la cavidad torácica del pequeño. Los cirujanos se inclinaron sobre el paciente, seguros de que la varilla estaba encima del pericardio, duro saco de color lechoso que envuelve el corazón. Pero no era así. ¡La varilla atravesaba el saco!
   — ¡No puedo creerlo! —exclamó el doctor Esser en voz baja.
   El pericardio perforado se movía al ritmo del pequeño corazón.
   Sin embargo, no quedaba tiempo para azorarse. Aunque era obvio que se trataba de una lesión letal, extrañamente había muy poca sangre. Probablemente la varilla se incrustó entre el corazón y el pericardio, razonó el doctor Richemont. El galeno cortó con sumo cuidado el pericardio... y se quedó mirándolo, atónito. Bajo sus manos, el corazoncito de Justin se dilataba y contraía. La varilla oxidada pasaba a través del ventrículo derecho, ¡y este seguía latiendo!

   A LAS 3:10 de la tarde, la madre de Justin llegó al Centro Médico de la Universidad. Una enfermera la llevó a la sala de espera de cirugía, pero Amanda no pudo quedarse ahí sentada. Deambuló un rato por el vestíbulo y luego llegó a la capilla del hospital.
   Al fondo del recinto había un reclinatorio y, sobre él, una Biblia abierta. Amanda se arrodilló. "¡Por favor, Señor, no abandones a mi hijo!", susurró. "¡No permitas que muera!"
  
   LA NOTICIA corrió por el hospital como un reguero de pólvora: el corazón de un niño seguía latiendo con obstinación, aun después de haberlo perforado una gruesa varilla de acero. Varias figuras enmascaradas se colaron a la sala de operaciones para observar aquello.
   El doctor Richemont no se dio cuenta de su presencia. Jamás veré otro caso como este, pensó. Es como si alguien hubiera colocado allí la varilla con precisión quirúrgica. Con mucho cuidado prolongó la incisión hacia arriba, hasta el cuello de Justin, y siguió explorando y cortando. Quería dejar expuesta toda la varilla antes de intentar sacarla. No mucho después advirtió que la varilla no sólo había perforado el corazón, sino que, además, había rasgado en la parte media la vena yugular interna del lado derecho, importante vaso del diámetro del pulgar ubicado cerca de la clavícula. Asombrosamente, la varilla fileteada había retorcido la vena, y había cerrado lo que de lo contrario hubiera sido una rasgadura mortal.
   — ¡Miren esto! —exclamó el doctor Richemont al percatarse de que había un mar de visitantes en la sala de operaciones—. Nos quedaríamos cortos si dijéramos simplemente que este niño es afortunado: ¡es un milagro doble!
   Ahora que la varilla se hallaba descubierta del todo, los cirujanos estaban listos para intervenir. Todo el mundo pareció tomar aliento en esos momentos. El doctor Richemont le hizo una señal al doctor Esser, que sujetó el extremo saliente de la varilla. Con minuciosa precisión y suavidad comenzó a "destornillar" la barra de acero.
   Centímetro a centímetro, la punta se fue retirando hacia abajo: primero, del cuello; luego, de la vena yugular, que los médicos pinzaron y suturaron en un santiamén. Poco a poco, la varilla siguió su trayectoria descendente.
   Cuando el extremo quedó pocos centímetros arriba del corazón de Justin, el doctor Richemont hizo una señal para que hubiera una pausa. Aquella sería la parte más peligrosa de la intervención, pues al quitar la varilla iban a quedar dos amplios_ orificios en la pared del ventrículo.
   Para suturar, el cirujano decidió aplicar dos líneas circulares de puntos que se podrían jalar como para cerrar una bolsa, a fin de ir cerrando el corazón a medida que se sacara la varilla. Con una aguja curva e hilo de intenso color azul, colocó hábilmente los puntos en la palpitante pared cardiaca. Un momento después tiraron de la varilla hacia abajo, y el extremo de esta entró en el corazón, dejando detrás el orificio de la herida. Con rápida maniobra, el doctor Richemont apretó el hilo de la jareta y luego reforzó la sutura con otra hilera de puntos.
   La punta de la varilla estaba ahora dentro del ventrículo derecho. El joven cirujano miró al doctor Esser. Había llegado el momento de sacar por completo la varilla y sellar el segundo orificio.
   — ¡Ahora! —ordenó el doctor Richemont.

   AMANDA había regresado a la sala de espera alrededor de las 4:30 de la tarde y permanecía sentada, en silencio, en un rincón. Cada vez que aparecía en la puerta un médico o una enfermera, se ponía en pie de un salto. Por fin entró en la habitación un cirujano, todavía con la ropa quirúrgica. Amanda lo miró, indecisa.
   — ¿La señora Stiner? — preguntó el doctor Richemont.
   La llevó amablemente a otro lado de la sala y le dijo:
   —Acabamos de operar a Justin, y • está muy bien.                                        
   Amanda sintió que se le relajaba el cuerpo con una sensación de alivio. Aturdida, siguió escuchando:
   —Nunca he visto nada parecido, y creo que jamás volveré a verlo.
   No habían trascurrido aún 24 horas desde el accidente, y Justin Stiner estaba ya levantado e incluso había pedido unos videojuegos. A los tres días lo dieron de alta.
   La recuperación extraordinariamente rápida del niño complació al doctor Richemont. "Esta experiencia me ha enseñado a ser humilde", comentó. "Según la lógica, Justin debió morir al instante: no hay ninguna explicación razonable de por qué sobrevivió. Su caso constituye un vivido recordatorio de que no siempre tenemos la última palabra.


martes, 14 de junio de 2016

Y los tachos fueron al frente

París bien valía un taxi


Y los tachos fueron al frente

1914 los taxis parisinos y sus choferes hicieron algo más que salvar a París: salvaron a Francia de una derrota segura.



A
principios de septiembre de 1914 todos creían que los alemanes iban a comerse el mundo. El gobierno francés se había trasladado a Burdeos. ¿Defender París? ¡Ni hablar! ¡Estaba todo perdido!
   El jefe de los germanos, Von Kluck, se frotaba las manos. Su plan marchaba a las mil maravillas. En pocas horas tendría envuelto al ejército galo y sería la victoria total.
   El general Joffre, jefe de los franceses, huía despavorido. Los teutones le parecían seres de otro planeta. Habían atravesado Bélgica en pocos días a través de pantanos impasables. Cuando Joffre se quiso acordar tenía a Von Kluck pisándole los talones. Los franceses interrogaron a un prisionero: "¿Cómo hicieron para pasar tan rápido por todo este barro?". "Muy sencillo —contestó el otro—. Si uno se cansaba, el oficial le pegaba un tiro."
   Joffre planeaba retirarse hasta el Sena. El problema fue que mientras más retrocedía peor le iba. Von Kluck debía tomar París y seguir avanzando. Al ver que los galos escapaban, cambió de planes: dejaría tranquila a la Ciudad Luz y seguiría al Sudeste para meter en la bolsa a todo el ejército francés. Se disponía a ganar la guerra con una sola batalla.
   Entonces apareció en escena el astuto gobernador militar de París, el general Gallieni. Joffre lo había puesto en ese lugar para sacárselo de encima.
   Gallieni ya sospechaba que su superior no defendería la capital. Se hablaba de declararla "ciudad abierta" para que no la bombardeasen. El gobernador empezó a buscar aliados para obligar a Joffre a luchar. Encontró ayuda en quien menos le esperaba: Jules Guesde, patriarca del socialismo francés. El viejo estaba decidido a pelear, y eso que toda la vida había sido pacifista y antimilitarista.
   A esas horas miles de personajes pedían salvoconductos para irse de la capital: diputados, senadores, gente de las finanzas, la prensa y las artes. Cientos de camiones se llevaron el oro del Banco de Francia y los tesoros de los museos. Todo el que tenía un coche huía al Sur.
   Gallieni dejó que se fueran todos menos los taxistas los requisó con sus autos, conocidos como "dos patas', por sus dos cilindros que les permitían alcanzar una velocidad máxima de cuarenta kilómetros por hora. No eran vehículos muy cómodos. Los choferes sólo estaban protegidos por el parabrisas. Cuando llovía, corrían una especie de capota y se cubrían las piernas con un delantal de cuero.
   En tiempos de paz había diez mil taxistas en París. Ahora quedaba: tres mil. El gobernador reunió cuatrocientos cincuenta que formaron una reserva permanente repartida en varios garajes. Los conductores dormían en sus autos, listos para cumplir un servicio de veinticuatro horas. Su primera misión fue llevar municiones hasta los fuertes del Norte de la ciudad.
   Allí había, en teoría, cien mil hombres movilizados. Eran "soldados" tan malos que no sabían ni agarrar un fusil. Gallieni no tenía tiempo de darles instrucción militar, así que los puso a levantar terraplenes. Mientras tanto pedía inútilmente refuerzos. Hasta sus aliados ingleses se negaban a ayudarlo. Estaban furiosos al ver que los franceses no hacían más que retroceder.
   Gallieni decidió "confiscar" el sexto ejército de Maunoury, que había vuelto derrotado, desmoralizado, sin comida y casi sin armas. Pero para el gobernador eran mejor que nada. Los hizo descansar y comer, les dio artillería y los puso en posición de combate.
   Como si los problemas no bastaran, la ciudad se llenó de campesinos que no querían dejar sus rebaños a los alemanes. Los animales aumentaban la confusión. Hasta de eso se tuvo que ocupar Gallieni. Les dio el Bosque Boulogne y el Hipódromo para que metieran a sus bichos.
   De pronto llegó una noticia maravillosa: Von Kluck, en vez de atacar París, se desviaba al Este. "Esto es demasiado bueno para ser cierto", dijo el gobernador. El alemán lo consideraba tan poca cosa que le mostraba todo su flanco derecho. En el acto telefoneó a Joffre: "Autoríceme para atacar al Norte del Marne y apóyeme con sus hombres". "¡Imposible!", contestó el otro. "Si no me autoriza, ataco yo solo", insistió Gallieni, ya medio insubordinado. Podrían haberlo fusilado. Todo el día siguió llamando a su superior para pedirle lo mismo, hasta que por fin éste dijo que sí.
   El ataque de Maunoury comenzó a las mil maravillas, pero pronto pidió refuerzos urgentes. Entonces, como llovidos del cielo, aparecieron los hombres de la división colonial del general Trentinian, que acababa de perder por paliza en Lorena. El problema era cómo llevarlos hasta el frente de batalla, en Nanteuil que quedaba a cincuenta kilómetros. Fue ahí que a Gallieni se le ocurrió requisar todos los taxis. Por orden suya los policías salieron a cazarlos. Si alguno quería escapar le reventaban las gomas a balazos. Sólo les dijeron adonde debían ir y que intervendrían en una operación militar. ¿Les pagarían? Los policías se rieron. Eran las 7 de la mañana del siete de septiembre.
   Llevar a seis mil soldados en mil cien taxis no fue cosa fácil. En primer lugar las tropas no estaban en París sino en pueblos cercanos. Había que pasar a buscarlas para después llevarlas a Nanteuil. Cuando oían el ronroneo amenazante de un avión, los autos se camuflaban bajo los árboles. Los caminos se habían llenado de refugiados con carretas, así que a cada rato se produ-cían embotellamientos. Las aldeas estaban vacías; las columnas de taxis no tenían a quien preguntar y se perdían. A estos inconvenientes se sumaron desperfectos mecánicos, neumáticos rotos y todo lo que uno se pueda imaginar.
   Cuando el ruido de los cañones se fue haciendo más fuerte, los choferes empezaron a sentir miedo, después de todo eran civiles. Estaban exhaustos. La mayoría no había probado bocado desde el día anterior. Los más viejos, casi sin dientes, no podían masticar el duro pan militar e invadieron las huertas vecinas para recolectar peras. Había medio barril de vino, pero ni un recipiente para distribuirlo. Por fin, en una bodega abandonada, encontraron doscientas cincuenta botellas vacías. Ya estaban listos para seguir adelante. Era eso o el paredón. Los soldados hicieron a pie el último kilómetro y medio, porque se embotelló el tránsito. Ya había anochecido. Llegaron a Nanteuil en el momento justo, cuando el ala izquierda de Maunoury se caía. Al amanecer del día 8 arribó un último grupo de taxistas que en la oscuridad no habían podido encontrar el camino. Se caían de sueño sobre el volante, mientras sus pasajeros roncaban profundamente dormidos.
   Atrapado entre dos fuegos, Von Kluck no tuvo más remedio que replegarse. Así dejó expuesto a otra parte de su ejército, que también debió retroceder. Este efecto se fue multiplicando hasta que todo el ejército teutón se cayó como un castillo de naipes.
   Los taxistas volvieron a París eufóricos por la aventura corrida. Sus vehículos, cubiertos por una espesa capa de polvo, parecían extraños monstruos prehistóricos. Los choferes estaban igual de sucios. En los boliches de la ciudad se dedicaron a festejar como correspondía. Por supuesto, exageraron lo acontecido: contaron que las balas de cañón les pasaban silbando por las orejas y que se habían apoderado del fusil de un alemán dormido.
   Cuando el gobierno, en Burdeos, supo de la derrota germana no lo podía creer. Se arrepintió de haber abandonado la capital.
   Pero Gallieni no estaba conforme. Para que la victoria fuese completa había que cortar la retirada de Von Kluck. Le propuso a Joffre transportar tropas al Norte otra vez usando taxis. Pidió refuerzos. Pero Joffre, ya demasiado celoso del gobernador, no le mandó ni un hombre y además le sacó el mando del ejército de Maunoury.
   Von Kluck, viendo que le daban tiempo para respirar, se atrincheró en la línea del Aisne. Por la vanidad de Joffre la guerra siguió hasta el año dieciocho, pero pudo haber terminado en el catorce. Joffre ordenó que el nombre de Gallieni no se pronunciara más. En la conspiración del silencio también participó el gobierno: tenía miedo de que el hombre se hiciera demasiado popular. En 1916 Gallieni murió amargadísimo, pero el tiempo le hizo justicia: la "división de taxis", que salvó a París y a Francia, fue obra suya y la Historia lo sabe.-

 © Temas y Fotos 1993