sábado, 6 de abril de 2013

Sueños en la pampa




Cuando la primera nieve de otoño se amodorra sobre la pampa sureña y la luna extiende un mantel, las parvas de alfalfa de la cosecha reciente son como altares para un sacrificio regular más. De establos y corrales, asciende el vapor palpitante acusando la presencia de ángeles que ni duermen ni temen.
Mis pisadas marcan el camino; la yegua, Esperanza, sigue sin protestar entre álamos sangrantes. Monto. Con su soledad la noche no intenta sino acompañarnos.
En la lejanía rezonga un acordeón envejecido; la voz, lúgubre, gangosa es melodía de lobo invocando la ilusión.
En algún rancho bambolea un farol a querosén, esquivando la inercia que intenta metérsenos muy adentro cuando la luz y voz ronca se desmenuzan en filamentos del mantón negro tras la nieve que recomienza.
Arropado en mi poncho de castilla, cubriéndome hasta las botas con el cuello desplegado hacia la altura del sombrero,  avanzamos impertinentes. En las vigilias cuando las sombras dejan de ser sombras para transformarse en lerdos caparazones incrustados en el viento ¿a que asemejaré este bulto opaco formado por Esperanza y yo, únicos en la pampa del sur? ¿Quién puede desmembrar esta unidad de hidalgo nocturno entregado a la inteligencia instintiva y práctica de su caballo que, él lo sabe, lo llevará a donde debe, por más que cabecee sin resbalar de la montura? Me han enseñado que el lenguaje, la cultura añejada marcan la diferencia entre el gaucho y su bagual; sin embargo realmente no puedo creer que Esperanza sea incapaz de experimentar emociones protectoras semejantes al cariño y la lealtad, esa comunión que existe entre nosotros. Realmente ¿puede prescindir ella del discernimiento del ser secreto, de la elocuencia del mundo que se dilata en misterios debajo de la piel salvaje de la planicie o el universo que se desmorona cada noche escribiéndose a sí mismo sobre nuestras cabezas? Un cura yugoeslavo me dijo un día “Pues tu errres diferrrente , errres una imagen de cómo es el Dios fivo. Te feo a ti y es ferlo a él pues errres su hijo” ¿Cómo? ¿Acaso tiene huesos,   fibras,  carne y es castigado como yo? Cuando se lo pregunto a Esperanza, porque sabe en lo que estoy cavilando, me observa con sus ojos fijos, sin pestañear continúa mordisqueando el pasto, y no responde, porque es demasiado obvio.

-        ¡Ah! Sí el poncho lo compré a un chileno allá por el Badén del Moie[1]. ¡Bah! En un remate. Ricuerdo bien ese mediodía de agosto del treinticinco. Le liquidaron todo al pobre viejo, hasta el rancho di adobe que má’era tapera, pero como lote en la pampa húmeda valdría mucho con seguridá. ¡Cómo pinchaban por quitale sus escasas pertenencias los pujadores! Las do cabras que ordeñaba a diario, seis gainas ponedoras viejas, dos cluecas con quince poitos, el buey arrugau, tuerto, con un cuerno mocho, el arau e’madera, el flete marrón enjaezau con monta chilena, ná li dejaron. Pal final el almacenero ‘el Badén si apropió con casi tuito lo que los demás no querían, el catre con tre patas, un colchón harapiento— “al menos si cardamo la lana, podemo vendelo a un gil como si juera [2] nuevo”— pensó el de Ramos Generales. Allá lejos bajo el ombú, olvidau por toos, el viejo con el mate forrau con la pancita seca diun corderito nonato, apuraba el trago amargo con unos labau[3].  Pero, mire usté, apenas salvó las bota ‘e carpincho porque si avivó di ajustársela antes ‘el remate y le dejaron un jumento flaco, como para que se juera diuna una vez por toas. Ademá de los siete que pagué por el poncho ‘e castiya, le di tre pesos al Antenor, sí, así se yamaba el iquiqueño. Acarició con sus verrugas el poncho,
-        Te llevas lo mejor, gallito- me dijo- ¿no te atreves al flete? Lo van a meter al arado o al frigorífico para mortadela y no es para eso; es un casi, casi puro solo que está flaco como tripa ‘e pollo.
-        Pa’un mozo ‘e veinte, pión como io, no alcanzan las chirolas, compadre-le contesté.
-        Es cierto cabaero[4],  y como aquí han puesto de jefe al zorro en el gallinero hay  que esperar  muchas plumas, pero ni una gallina—y movió en un gesto la cabeza señalando al comisario del Badén.
Y allí me quedé como pa’animarlo al veterano en medio de su despojo. Me tendió la derecha, y el resplandor inesperado en los ojos, casi moribundos hasta unos minutos antes, dio juventú al viejo. Estaba clarito. Fíjese compadre mi gesto senciyo, inesperau en medio ‘e tanta miseria, lo había yenau di’amistá, gratitú. Esa sensación lo perturbó porque era una novedá pal  chileno demostrá sentimiento.
De lejos se dio vuelta pa’ saludame. Montau  en su esquelético bicho se jue perdiendo como cascarudo chiquitito seguido por cinco caranchos y unos benteveos  contr’el semicírculo gigante ‘el sol poniente que, de sur a oeste doraba la tierra recién arada, y comprendí qui’Antenor, abandonau y solo se jue silbando una cueca, seguro de otra promesa que vía sembrada en la esperanza.

-¡Ooop!-la yegua se arrima al último árbol que creo queda en la llanura. Busco junto al tronco restos de leña sin nieve; con el desteñido encendedor a bencina que me regalara don Chuncho, el abuelo, inicio un fuego perezoso, balbuceante ante la lobreguez muda que lo circunda. ¿Cómo se sienten las cosas ante dimensión tan impenetrable, la noche en el llano surero? Contemplo a mi yegua. Para ella la intemperie no es igual que para mí. Ambos somos de idéntica fibra terrenal, carne, huesos, sangre, de la misma raíz, el agua. Sin embargo rodeados de idéntica soledad, ella dormirá con los ojos abiertos a la vida, distinto a mí.
Liberada de su carga se sacude de la crin a la cola y retoza enloquecida un tiempo desenterrando la gramilla bajo la nieve, mordisquea aquí, allá. Entonces se reclina sobre sus patas, sabe que debe hacerlo. Con mi facón abro la lata de corned beef y como la mitad. Con mis dientes firmes saboreo una tira de charqui. En mi jarro de acero la dulce chicha de maíz mezclada con varias medidas de grapa que conseguí en la última pulpería, corona este helado día de invierno.
La nieve arrecia más y más. Encerrado en la oscuridad como en un laberinto entre cuchillas elevadas que no existen sé que no estoy solo; no, nunca tuve temor a nada; solamente que debe haber alguien más allí, ese árbol alguna vez no estuvo inmóvil  y la bebida me acompaña sumisa pero implacable. Deben ser las dos de la madrugada. Recostada la cabeza en la montura contra el vientre del animal, mi cuerpo fatigado sobre pieles de becerro que he desplegado, el vaivén del fuego insignificante contra la inmortalidad me vence sin remedio.

De pronto el galope lejano, furioso, disminuyó su distancia hacia nosotros.
Se detuvo frente al fuego moribundo. La yegua se irguió hacia el otro animal. Nadie cabalgaba su montura cubierta con cuero desgastado de oveja. Piafó y piafó repetidas veces. El girón de un lazo gris colgando de la cabellera terminaba en un manchón de sangre y los estribos vacíos doblados hacia atrás se columpiaron al embestir contra Esperanza. Esta lo encaró espléndida con sus patas delanteras al aire y cuando el potro intentó morderla, lo pateó en su lomo. Un relincho agudo estremeció la llanura en tanto otro le replicó en un arpegio que se extinguió en el acto, absorbido en la sordina de la nieve más abundante. Las patas volvieron a estremecer el suelo. El caballo estaba cansado, sudoroso, la cincha demasiada floja contra a la barriga. La yegua libre de su recado y más robusta atacó el flanco deslustrado del rival que irguió sus patas traseras casi en vertical, clavando las delanteras frente a su cabeza. Esperanza saltó formando círculos con las manos amenazantes en el aire indiferente de la noche, sin acercarse para no herir al animal desgraciado. Después de varias arremetidas mutuas el potro arrojó al aire un reniego formidable y recomenzó su galope furioso alejándose sin dueño. Bajo la luna, que apareció en ese momento un instante, lo último que se vio fueron los estribos de madera vueltos hacia atrás bamboleándose contra la madrugada y el lazo arrastrado por el suelo. Esperanza, el pecho agitado, bañada en sudor caliente retomó su lugar detrás de mí, completamente dormido todo ese tiempo.
Algún momento después, la nieve terminó su interpretación y el fuego diminuto, casi rescoldo, se arrebató en una hoguera hacia lo alto. Sombras brutas, incomprensibles, comenzaron a moverse de una manera torpe, casi vacilantes alrededor de la luz. No se definía al principio quienes o qué podrían ser. ¿Animales, árboles, personas? No se derivaban rostros ni cuerpos. Cada una, masas informes meciéndose en círculos  excéntricos al eje de las llamas. Se sentaron organizadamente pero en un modo taciturno, quieto como invocando la llama, sin proferir sonidos. ¿Una convocación, un encuentro de seres extraños invitados por el fuego? De repente el ser sombrío, en pie, extendió sus brazos. Anillos engarzados en los dedos, algo semejante a brazaletes de plumas relucían en sus muñecas. Dos o tres sombríos más se pusieron en pie, el resto en cuclillas o arrodillados,  inaudiblemente, parecían entonar una canción con rostros encubiertos. Aunque no existió sonido, algo sublime vibró hasta cubrir totalmente al árbol, a nuestros cuerpos y proyectándose sobre lo que parecía ser una pirca o frontera imaginaria y más allá. Las sombras en pie comenzaron algo semejante a una oralidad, en tanto el resto, incluyendo los más pequeños, que supuse serían niños, asintieron. No había voz,  murmullo. Todo se sumergió en una ceremonia mística,  siniestra ¿Era un camaruco[5]? ¿La adoración del fuego? ¿Una convocación a fuerzas mayores?  Yo solo sabía eso por leyenda y cuentos cuando bajo un farol mortecino los viejos con sus cortas pipas narraban en las estancias después de la cena, y como no pude entender de qué se trataba se me heló la sangre. ¿De qué estaba siendo testigo? ¿En qué terminaría esa experiencia de la que se me había hecho parte sin invitación? 
Como relámpago cruzó mi sueño al paredón municipal del Oncativo. Era un huérfano de diez años. En sus carromatos de banderolas ondulantes y multicolores los gitanos aparecieron con máquinas incomprensibles bailaron, danzaron para todos los que se empecinaban en acercárseles y cuando fue oscuridad absoluta, la peonada y los gringos de las chacras que les pagaban para después descontarles el doble en la paga, vimos nuestra primera cinta muda.
Enfrente contra el paredón, los gitanos extendieron lienzos percudidos unidos con puntadas groseras. Una máquina extraña de pronto fue destapada y comenzó un murmullo arrastrado. Atados al suelo los niños, mientras los grandes en sillitas, troncos o el banquitos para el ordeñe, observábamos como de un manojo quisquilloso de luz fueron apareciendo personas de color gris y negro dos veces más altas que nosotros que caminaban como dando saltitos o fuesen idiotas. Todos fuimos atrapados por lo que veíamos mientras las gitanas revisaban los bolsillos de los patrones embobados porque sabían que en los de los peones no encontrarían nada. Un muchachón al lado de los lienzos estaba como dirigiendo la música chillona que surgía arrancada a la fuerza por una uña gastada sobre grandes platos chatos, negros. En los trapos colgados en la pared de la Municipalidad la gente parecía hablar, discutir, gritar con gestos bruscos, entrecortados, se golpeaban, caían, se levantaban y tornaban a caer pero no se escuchó palabra alguna cuando aparecieron como unos cartelitos que pasaron demasiado rápido para que nadie pudiera leerlos completamente, los gringos porque decían no saber leer el idioma pero en realidad no sabían ni leer en su idioma y nosotros, la peonada… bueno ¡que podía saber la peonada de leer algo! La Petrina de dieciséis, que todos espiábamos de noche, hija del gringo Spadelli, el de las tres mil hectáreas y quinientas vacas sí era docta y gritaba lo que decían los cartelitos… pero tampoco entendíamos nada.
Mientras mi mente dormida volaba, la tierra comenzó a temblequear  al principio de modo sutil, y fue incrementando en estruendo hasta ser un tropel inconfundible de animales, jinetes, llantos quejumbrosos que trotaban, corrían como escapando de entre las puntadas groseras del cobertor desteñido frente al municipio del Oncativo. Las sombras informes se desprendieron veloces de su macabro envoltorio y sin torpeza, a la orden de los más viejos se colocaron al frente hombres flacos, fibrosos, detrás mujeres con sus niños. Los hombres parcialmente desnudos y pintarrajeados, con algunas plumas en el cabello o en las revoltosas melenas y en las lanzas, evidenciaron una batalla. El viejo que los presidía emitió la orden y todo desapareció ante mi cuerpo dormido.
Cuando la tropa uniformada llegó, miserables llamas ateridas esperaban. Desde la noche tenebrosa que helaba varios grados bajo cero surgieron hacinados, la veintena de indios adolescentes uncidos por una misma soga roja al pie derecho y muchas hembras harapientas enclaustradas en el círculo trazado  por una caballería agotada y maloliente. Algunas llevaban bebés en brazos, aunque evidentemente en varios se les había congelado el instinto del hambre sin esperar más.
Acamparon frente a nosotros sin mirarnos.
El jefe, un colorado de chaqueta raída con varios ojales vacíos elevaba altivos mostachos curvos hacia arriba desde abundantes patillas y el gesto en sus ojos hielo con venillas rojizas ordenó a unos avivar el fuego y a otros –“Búsquelos” – dijo en un ademán, y con otro ordenó a los amarrados echarse con sus pechos desnudos contra la nieve. El bigotudo los contó arrastrando sus carcomidas botas sobre las espaldas. Los mozos no lanzaron un suspiro. Los hombres no se quejan, se les había enseñado. Nunca dicen ya no puedo más, piensan–solo un momento debo aguantar– Con rostros enjutos, las indias imploraron alimento para sus hijos, pero el comandante, les cruzó el cuerpo a rebencazos. Forcejearon a muerte, pero por demás débiles, enfermas, carecían de fuerzas, cuando el comandante les arrancó los pequeños, quizás muertos, para arrojarlos sin un berrido a la intemperie que aguardaba impasible y negra su bocado. Las madres, se le aferraron a las botas, al cinturón, a la canana pero cuando una, de pelo desgreñado, cubierta de hilachas y cuajarones como si recién hubiera parido lo arañó a dos manos, le arrancó la peluca  sudada, el colorado calvo hundió el puñal en el vientre cuatro veces—“aijuna india puta”.
Ordenó atarlas igual que a los muchachos, ciñéndolas a un caballo en cada extremo.
Se sentó junto al fuego— “café”— pareció ordenar y cuando un mulato le sirvió el jarro oxidado, al probarlo, con una maldición se lo arrojó a la cara. El negro cimarrón se escapó lejos de él hacia las sombras, porque en sus recuerdos hervía el odio.
El comandante giró bruscamente la cabeza como por un alarido. En esa parte la oscuridad con toda certeza también reclamaba su tributo, uno de los soldados habría sido atrapado o atravesado. Luego otro y otro.  Silencio—son de los míos— se dijo. 
Unos cincuenta soldados algo lejos del fuego, aletargados pero codiciosos, miraban a cinco o seis chinitas atrapadas despojándolas de todo, ansiosos por el momento cuando los dedos del jefe les indicara—vayan, vayan— pero el fuego en los ojos agotaba su chisporroteo y se fue extinguiendo  con sus ansias cuando pisadas descalzas se reprodujeron en la nieve que caía a regañadientes. Las imágenes pintarrajeadas reaparecieron en parte por la oscuridad del fondo hacia los caballos y los hermanos ceñidos a la soga.
El fuego reverdeció en un estallido azul cuando por la otra parte pies desnudos se abalanzaron contra el regimiento en modorra. Las bocas escribieron un alarido callado que empequeñecía los ojos. El comandante sin peluca y los soldados ensayaron apenas su instinto  para enfrentar la avalancha. Las carabinas consiguieron detenerla algo, bayonetas  calaron contra algunos pero los indios aventurados por un presagio no escrito eran estrategas iletrados sin miedo a la mera nada. En cuanto el primer grupo por atrás liberó de los caballos ensogados y armó a los adolescentes liberados, una multitud de venganza acumulada corrió misericordiosa hacia las indias maniatadas y sus hijitos en la manta prieta a las espaldas.
El rencor patrocina en breve espacio el comienzo y el fin de todo. La muerte estalló en copos de hielo enrojecidos antes de llegar al suelo, se retorcía en cáscaras de nieve sobre la piel de los cuerpos desnudos, en tanto desde gargantas trinchadas duraba un poco más su tibieza en la chaqueta de la soldadesca. El calvo se batía contra varios escuálidos fibrosos manteniéndolos a distancia con su sable y un puñal en la otra mano. Cuando uno se aventuró algo más la daga se detuvo por un instante en un tajo del cuerpo que se arqueó sobre el espinazo. En el negro devenir de la madrugada se olían gritos  de revancha o defensa enquistados entre sí cuando una lanza cimbreó en el aire sin mentir hacia los omóplatos del comandante.  Los puñales se aventuraron contra él pero el grito del viejo de anillos y brazaletes con plumas los detuvo. El calvo se arqueó sobre las rodillas, señalando—Basta— a los pocos soldados que sobrevivían y se desmoronó—“Ya es. No tengás miedo, cagón. Dejala que viene… dejala” — sus ojos frígidos perfilaron la luz postrera de las chispas y la boca despilfarró su púrpura sobre el suelo lívido de pisadas.
Todos vocearon vencedores, cercaron a los soldados en el mismo círculo de caballos en el que habían llegado las indias con sus guaguas a la espalda.
En cierto momento todas las miradas aun ansiosas de desquite convergieron hacia la fosca llanura. Alguien procedía desde el abismo. La luz nuevamente excitada en la hoguera señaló un uniforme de soldado, el rostro fundido en la dimensión sombría que se adelantaba  hacia el bravaje[6] suspendiendo un bulto sobre sus brazos en alto. Los hombres arremetieron hacia él agitando los sables del despojo y en el preciso instante de destrozarlo otro grito del viejo de los anillos y las plumas de chimangos, ahora cubierto con una piel de puma, los detuvo.
Era el negro, el cimarrón, cocinero del regimiento. Solo había vida en el blanco de sus cuencas y algún que otro botón sucio de la chaqueta reflejado por la lumbre. En pie frente al viejo hizo una reverencia la cabeza inclinada largo tiempo, y le extendió el bulto arropado en resto de arpillera deshilachada.
El viejo lo tomó. Un berrido de grito por teta y hielo pero su madre, hija del viejo mapuche, ya no estaba, apuñalada por el gringo cuatro veces. El cacique hizo su gesto a los que querían degollar al cimarrón—Caballo, agua, pal’ huinca negro. Se va—.
El campamento indio en una sordina sobrenatural se levantó en camino hacia su tierra sin límites. El cimarrón un poco a la distancia, a caballo emprendió el mismo sendero de los indios siguiéndolos. No se fue.

El sol repentino sobre la albura de la pampa, despierta aún al más borracho y lo enceguece. Me restriego los ojos un tanto asustado por algo cuya realidad no puedo precisar. Chiflo a Esperanza, que ramonea bajo otros árboles que yo no sabía quedaran en el llano. Los gringos han serruchado todo lo posible.  Alegre por la luz la yegua no se hace esperar. Una inquietud me detiene. Busco donde encendí el fuego anoche. Míseras cenizas. Nada más. Recorro todo el perímetro, sin saber qué busco. Tan solo nieve que en los yuyos donde da el sol comienza a crear pequeños efluvios que no se atreven a deslizarse por conservar su transitoria gloria de rubíes. Las matas de paja brava surgen aquí y allá desafiando con sus espuelas la simetría del llano. No hay huella, rastros de caballos, botas, balas, alguien. Nada.
La noble pureza de la pampa no detiene su mirada que escarba en mi pecho atolondrado y me lleva más allá donde todo es posible. Esperanza es un extenso interrogante en esta partitura escrita la noche anterior. Me observa, eleva su cabeza y la gira de arriba abajo, de derecha a izquierda en un gesto que no alcanzo a comprender. Hay momentos cuando la diferencia entre nosotros es patente. Entonces no logro discernir  su recomendación, porque su lenguaje me supera. Solo distingo una advertencia—no más allá— y me resigno. De algo estoy seguro del animal, quizás no pueda amar, pero su lealtad es incondicional.
Recupero todas las cosas y bebo lo que queda, reforzando el calor que se me ha escapado por cierto temor que ahora sí tengo, a plena luz sin poder explicármelo. Paso a paso coloco la montura en el animal. El pelero[7] fino sobre el lomo, para no lastimarla. La amplia carona de cuero labrado con detalles incaicos que termina en cuatro extremos agudos, sobre ella el apero del que cuelgan los estribos redondos de quebracho con guardabarros de diseño similar a la carona para protegerte las piernas de la lluvia, la nieve, los espinos y entonces el pellón y el sobrepellón de cuero de oveja. Nunca he ensillado tan lento y pensativo. Ajusto la cincha y la lonja intentando recordar pero no logro mucho.
Debemos llegar pronto al camino vecinal de la Pedanía de San Antonio del Sauce. Así montado sobre la yegua me alejo del viejo ombú sin mirar atrás, sufriendo este alejamiento de mi madre pampa porque sé, el río no regresa jamás porque no puede. Esta despedida me quita el dominio sobre la yegua. Cuando la encamino en línea directa hacia el vecinal de la Pedanía, Esperanza se empeña en seguir otra senda. Unos metros e intento convencerla, pero insiste. La dejo aunque me hará perder tiempo. Cuando pensativo, miro el suelo, una fina huella está trazada como por el cuero de un lazo que estuviera yendo colgado al descuido. Tengo un vago recuerdo de algo así, pero la yegua prosigue al trote siempre mirando esa marca que debiera haber terminado con la nieve de anoche. Pero no sé.
A medida que avanzamos el sol nos calienta más; nos ponemos alegre. Galopamos. Le chiflo como un mocoso y ella se excita creando nebulosas de nieve que estallan hasta mis manos en las riendas y como cambiando de tema comienzo a silbar lánguidamente “La loca del Bequeló”.  Estamos llegando a la zona de las primeras chacras. Peones ordeñan y de tanto en tanto dejan mamar un poco a los terneritos; otros aran entre limo y nieve la tierra ajena para la promesa del trigo en tanto bandadas de gaviotas y bandurrias tras ellos se posan y obtenido el gusano remontan alas sin detenerse jamás. Esperanza como si prosiguiera tras algún parejero por  costumbre trota segura porque la huella del lazo no acaba. Aflojo mis cordeles del cuello porque comienzo a sufrir el calor de la castilla, y acaricio el pescuezo transpirado de ella. A medida que adelantamos, más y más chacras nos rodean de ambos lados  con altos matorrales resecos de maíz que todavía no han limpiado.
Hacia el mediodía llegamos al camino vecinal. Está a un metro bajo el nivel de las chacras como un tajo entre alambrados de púas. La yegua debe inclinar demasiado sus patas para entrar al zanjón. Renegando con la nieve después de la tormenta, una vituré [8] enlodada pasa con dos personas que nos saludan sin conocernos. Chilla con su ronca bocina  a los ademanes en un carretón que avanza en dirección opuesta tirado por cuatro caballos mientras grandes tachos de leche que van retirando de las tranqueras con rumbo a las fábricas de queso rezongan el aburrimiento de los peones.
Cuando tiro las riendas para dirigirnos a la derecha, Esperanza se resiste a obedecer forzando la cabeza hacia la izquierda de donde vino el carretón. Insisto pero ella también lo hace en dirección contraria. Debemos cruzar toda la Pedanía rumbo al norte. Nos esperan largos días sumisos hasta la cordillera salteña; centenares de kilómetros lejos de la pampa. La vida de arrieros que nos espera nos llevará a interminables cabeceos de noche por ganado ajeno o vigilias contra el cuatreraje malevo y en esos momentos la unión entre nosotros será vital, especialmente para mi casi infantil experiencia animal.  Por eso a veces la dejo, cuestión de instinto que no manejo tan bien como ella. Puede que busque alimento y agua cuando lo merece, pero hoy está bien llena con la rebusca en la pradera. Quizás agua que ella olfatea y yo no. Le permito dirigirme hacia donde le place y entonces caigo en la cuenta. La luz solar provoca una dilatada sombra oscilante, un indicador que me extraña que la nieve no haya ocultado, el rastro del lazo de cuero colgando de la montura del caballo sin jinete que ahora lo recuerdo. Lo vi en mis sueños. ¿Mis sueños?
Esperanza sigue enfrascada en el rastro ignorándome. Tras media legua un letrero desvencijado advierte: “A doscientos metros lugar histórico”. ¿Qué historia puede contar la pampa que no sea la de los gringos, la de la peonada sin derechos a escupir su tierra y batiéndose por unos meros billetes en las últimas pulperías que van quedando?  Los gringos han hecho esa historia fundando pueblitos con el nombre de sus  mujeres “Las Marías”, “La Betina”, “La Rosenda”, “La Petrina” y derrochando iglesias perdidas en medio del ocaso lleno púas donde nunca viene el cura, y creen que los peones debemos estarles agradecidos. No entiendo cuando dicen de que el resentimiento de nosotros, el indiaje y la criollada está pariendo una nación de amargados. A los gringos que embolsan todo se les está pegando también solo que la bautizan con malinsuñia, nostalgia que le dicen. No sé ¿Qué otra historia debe haber en la pampa?
Cuando estamos por terminar los doscientos metros distingo un gran letrero de madera a mi mano izquierda. Esperanza nos detiene frente a él y oscila su crin castaña hacia arriba y abajo. La parte superior de la madera de sauce señala: “Batalla del…” Estoy sorprendido porque ahora creo entender y no entiendo nada.
El indicador que seguíamos marcado por el lazo ha desaparecido allí justo en la otra tabla podrida que cuelga de un enorme clavo oxidado donde solo se puede leer “Eje…”
Esperanza gira de regreso por el mismo camino que recién hicimos.
Y me dejo llevar.
El viento blanco nos espera.




[1] Molle.
[2] Por “fuera”
[3] Por “lavados” con referencia al mate cuando no se le repone yerba mate.
[4] Caballero
[5] Expresión referente a reuniones sagradas entre indios de la Patagonia.
[6] Forma de referirse a un grupo de sujetos peligrosos
[7] Elemento compuesto de piel blanda o tejido de lana de oveja o cabra para usos variados.
[8] Automóvil descapotable con asiento para dos, en cuyo maletero una vez abierto hay asiento para otro pasajero a la intemperie.