Hay
instantes cuando nada funciona.
Vas al
cajero automático, no hay dinero.
Estás
en lugar céntrico; la tormenta está por derribarse y no hallas lugar seguro
donde refugiarte; en este ajedrez, la
ciudad, eres solo un peón a devorar.
Te
quedan minutos, no demasiados, para el horario de trabajo. Suficientes para el
supermercado; tu compra es simple, dos o tres
fruslerías. Sin embargo al dirigirte hacia la caja exclusiva para “NO MÁS DE 10 ARTÍCULOS” la encuentras
cerrada. Entonces las cajas comunes: filas de carritos colmados hasta el tope y
algo más. No te alcanzará el tiempo. Disimulas (¿tan prolijo eres?) todo en
cualquier estantería por no retrasarte.
En el
quiosco intentas comprar pastillas. Al vaciar tus bolsillos no hallas un
centavo. Olvidaste ya, en el cajero no había dinero disponible.
Entonces
te afincas en un banco de la plaza… como para pensar si ¿todo vale?
La
tormenta gira y gira irresoluta, sin embargo su olor a lluvia meneado en el
viento te refresca y arrastra hacia una pradera lejana y te recuestas sin
pensarlo impregnado en remembranzas.
Un
instante.
Nada
funciona.
Implacables
gotas, grandes y gélidas, te sobresaltan. Lo entiendes, otra vez es tarde.
Corres
a la oficina.
A las 5
p.m. la humanidad se derrumbó en las aceras. Casi nadie. La lluvia no cesa. Intensifica.
El
ascensor, viejo y tartamudo, demora una vida para tan solo ocho pisos.
El acordeón
herrumbrado de la puerta se retrae.
La
señora ingresa pero nunca termina de desarmar el cochecito. Te mira por ayuda,
pero ¿qué sabes tú de esos robots, si ni siquiera te pasearon alguna vez en
ellos? Tu madre llevaría su hijo en los brazos, contra su corazón, para que
sientas seguridad y calidez en las calles, pero sales del ascensor enfurruñado
y la ayudas, en tanto otras personas aprovechan a ingresar en el amasijo para 6
personas. Cuando miras el ascensor, con cochecito y todo, sube sin ti.
Repites
el descenso y ascenso. Retraes la puerta y entras sin importarte que las personas
ancianas debieran tener prioridad. “Deberían”, piensas.
Piso 5°.
Buenas
tardes. Sin respuestas, solo ojos.
Te
observan, retrasado y mojado hasta los huesos.
¡Pobre
infeliz! ¡No! Ni si siquiera eso. Nada dicen. Nada dices.
Retraes
la abertura de tu sector. Las palabrotas te golpean cuando el aire frío
arremete contra todo papel posible.
-“A
gerencia”- alguien grita sin detallar tu nombre..
Levantas,
al transponer la entrada, tu expediente que, piensas, debió ser arrastrado por
el viento.
Él
sentado en su silla giratoria, vuelto hacia la tormenta más allá del ventanal.
No hay
palabras. En su mano derecha tiembla y humea el cigarrillo. La izquierda,
siempre de espaldas a ti, tamborilea su índice sobre una nota.
Sabes
qué es… y para ti.
El
maldito ascensor ahora se toma un siglo hasta el 5° piso.
Ya no
llueve. El resplandor mortecino de las luces te acompaña desde las veredas mojadas.
-“Me
emborracharé-lo prometes-aunque sea por esta y única vez, me emborracharé”. Luego
zarandeado el cuerpo contra los muros interminables hasta casa irás, sí, oscuro
y solitario reclamando verdades que, consciente, nunca intentarías… porque en esa condición el
colectivero no te permitirá ascender.
E irás
gritando que lo comprendes, aunque nadie te comprende… que hay momentos inexplicables
cuando nada funciona ¿”para mi suerte”? Al fin adivinarás que tu soledad en
medio de la nada inhumana y cósmica… dura un instante…
Ese. No
se necesita… hic… uno… hic… uno más.