-Fue
el anteaño pasado en diciembre ¿no?
-¡No!
Fue el año pasado, boludo. En Junio nos cagábamos de frío. Maldito tiempo.
-¡Puta!
Tan buen tipo…
Este
día caminaré sobre el filo ignorándolo, sin divagar por qué debería ser de otro
modo dado que en sí misma la vida es una frívola representación de estar. Soy
un remedo espantoso de la mediocridad humana que me parió-cree haberlo pensado.
Despabilado de la resaca por el despertador, lo golpea y ni ganas tiene de regresar
el brazo bajo las frazadas. Se sienta en el borde de la cama, acaricia la
calvicie prematura, enciende un pucho[1]
ordinario y exhalando el humo de costado, se encamina al baño rascándose el
culo.
Frente
al espejo se burla de su mueca de qué me
importa; cepilla los dientes, las uñas, se ducha indiferente y cuando el
chorro tibio le apaga el cigarrillo, con un pie empuja el agua amarillenta de
tabaco hacia el sumidero. Presiona con el dedo gordo obligando a esa porquería inconsistente
a desaparecer.
Más
despierto retorna al espejo; se observa con mayor franqueza porque el cristal en
virolas opacas le impide ver por qué podría ser de otro modo. ¿Nació mediocre?
No lo sabe pero que lo ha logrado es indudable.
En
pie frente al lecho, la esposa duerme con su pausado respiro de costumbre, la
barriga descubierta, prematuramente obesa para la edad. No, no es aquella
secundaria que invitara al Te Hamilton de la San Martín donde a la cuarta tarde
cogieron fogosamente en el baño para damas. Sus labios fruncidos hacia la
izquierda al contemplarla preguntan: ¿quién
mierda sós?
Escupe
en la alfombra y al guardar el llavero en el bolsillo no se aviva de que sale a
la calle con el cierre de la bragueta abierto.
El
128 asqueroso de todos los días.
Coloca
monedas indiferentes en el depósito de la caja. Sin un ruido le vomitan el
ticket.
No
hay asientos. No importa. Es costumbre viajar amontonados de pie mierda contra
mierda aunque se cuida un poco desde
aquella vez que un puto colgado de espaldas a él, con la mano izquierda le
cosquilleó los huevos.
Es
invierno, las ventanillas impiden ver el otro mundo, el de más allá, no, no el
de la vereda, el de más allá si hubiera otro. Hay una cierta oquedad hacia la
cual hubiera querido emigrar. Hubiera. Pero entre tanta carne pestífera que de pronto saldrá surtida, amortajada, sometida
como por un tubo para hacer chorizos ¿qué otra cosa le queda por hacer? Ni sabe
quién será esa mina que, apretujados a la fuerza, le brinda una sabrosa
calidez. ¿Será una gran persona? ¿científica? ¿directora de cine? ¿madre
heroica e ignorada? Quién lo sabe… ahora las mujeres han invadido ¡tanto! el
espacio de los machos en cualquier dimensión… ese es el problema, quizás estás frente
a la grandeza y no la ves… eso es ser anodino… eso sí, sabe que puta no es. Las
putas a esa hora no viajan en un 128.
De
todos modos… de todos modos.
Nadie
pide permiso, lo pisotean abarrotándose hacia la puerta delantera aunque todos saben leer el cartelito y deberían huir
por la trasera. Sí todos lo saben pero si ¡ni
al chofer le importa un carajo! Cuando
la puerta se abra en un sopapo violento ¡pobres viejitos! descienden los
jubilados, esa comedia de ciruelas pasas con olor a naftalina, y al final de todo se larga él ya solo, por la
escalerilla sabiendo que el chofer arrancará de golpe no bien vea que ni siquiera
ha tocado con el zapato la vereda.
Por
la Dorrego se detiene a comprar un filismorris
y abandona la caja de los ordinarios al
piso cubierto de mugre desleída por la llovizna y gallos[2]
verdes de engripados. Pide fuego. “No
tengo”, responde el otro sin mirarlo. “¿Y
para qué mierda tenés quiosco? “
- “Paragua, paragua hay
paragua pa’l agua por die peso” - grita frente a él un jetón ordinario, cara de
choro[3]
de pasacasetes. Seguramente en el informativo habrían previsto lluvia y estos
tipos se harán un negoción con los pelotudos
que ni vieron el pronóstico en la tele a la medianoche. Al final del almuerzo
habrán ganado tres veces más que él en la puta oficina del distrito bancario.
Cuando
asciende por la escalera hacia el ascensor se sienta en el primer rellano desde
donde puede divisar el ramo marchito que desfila apresurado frente a su cara
igualmente marchita.
Son jornadas invernales. No hay pájaros. La gente acelerada parece querer
achicarse dentro del abrigo porque la
vida giró bruscamente en torno al otoño y se paralizó en los huecos de julio.
Subiendo,
en los rincones puede ver pañales descartables apelotonados por un lado, hojas
muertas, formularios estrujados, restos de choripán y algún forro[4]
usado. Se aprieta la nariz , suena y arroja
los mocos contra el vidrio despreciando la calle.
Ni saluda.
La calefacción en la oficina casi lo adormece entre paredes de cemento más
allá de la ventana.
Solo piensa en la ventana. Ventanas. Cerradas, otras
entregadas a la luz vacilante.
Su oficina y otras en varios pisos forman esa U de tabiques de aluminio y
vidrios opacos que remata finalmente en el
muro de la Cámara de Diputados, donde la mediocridad parece haberse
derrumbado como bola de nieve. Esa maldita Cámara que ningún día del año permitirá el sol sobre su escritorio.
Es un empleado entre una multitud de mudos emporcados
en su hipocondría. Uno más de tantos almacenados en pasillos sobre las galerías
comerciales de la ciudad transgresora.
Entre expedientes manuscritos aburridos, el mal sonido de la radio, harto
del café con sacarina, salta de ventana en ventana con su mirada. Rara vez se ve alguien. De tanto en tanto,
quizás en el verano, una cortina flotaría al aire. Pero hoy en pleno invierno los vidrios son láminas delgadas de mero hielo
desfigurando dentro de ellas la rutina de una vida ficticia que no
vale para nada.
-¡Eh!
Giménez ¿terminaste el análisis del balance de los Belfonte?—lo sabe, es Mariela Bermúdez, jefa; no girará a mirar ese globo, fofo, esos carrillos inflados excedidos
de colorinches, esas mechas reteñidas con maripositas de biyuterí, esa nariz dándose importancia, esos labios cuajados de violeta,
esos dientes deformes, esas migas de medialunas todavía pegadas a la lengua que
no cesan de vociferar “¡Eh Giménez! ¡El
balance! ¡El balance!”
Entonces sí se dará vuelta y de pie le gritará “¡Gorda maldita ya me tenés harto hija de
puta, me tenés harto, reharto hace cinco años, vos tus balances y tus medialunas
que escupís cuando me gritás!” Arrancará el teclado de la computadora, lo
partirá en dos en la rodilla arrojándole trozos de letras desteñidas de tan
viejas a la cara, enlazará con el cable
del maus el cuello de la jefa, hasta
verle azular la cara, los ojos desorbitados como las historietas de La Voz, y
mientras unos compañeros lo aplauden, vitorean, los alcahuetes suplicarán “Soltala Giménez, soltala, la vas a asfixiar”…
pero la mediocridad no se imita y él alejando los dedos del teclado voltea la
silla y
-En una hora
todo estará listo—dice.
-Metele más
rápido, boludo, esos gringos ya vienen…
A la hora siguiente deposita en el escritorio de Mariela
el análisis mientras en el cajón asoman varias medialunas mordisqueadas. Le chorea[5]
la única no mordida.
Se detiene ante el interminable hilo de ventanas del
otro monoblock de oficinas de espaldas al pasillo de las gerencias.
Las figuras, desde las ventanas, permanecen
geométricas, agudas, punzantes pero indefinidas. Hacia una se ha
deslizado con torpeza un rayo de sol tras la llovizna amarga. Un rostro apegado
contra el vidrio. La frente aplanada e
informe, la nariz contrahecha, los labios achatados en el surrealismo de una mueca
que lo estremece. Es un niño al parecer por la altura, que juega consigo mismo.
¿Qué puede sobresaltar más a la conciencia ordinaria
que el rostro desnaturalizado de un
chiquilín?
Cables de radio y telefonía se confunden sobre el
techo de zinc que cubre un local de la planta baja, pero ni siquiera se agita esa
hoja roja, retorcida como un alarido entre puchos y trozos de formularios
arrojados por los del tercero.
No quiere mirar otras ventanas. ¿Mostrarían más
alteraciones?
El día parece comprimirlo dentro del cuartucho.
Cuando supone que la jornada se alargará demasiado hasta
llegar al pub de siempre por primera vez piensa que ya no hay tiempo para él.
Es casi una sombra, tras la pereza mental de banalidad que lo ha dominado esta última década. Y
concluye que esa correntada, el tiempo,
avanza, nunca retrocede y cuanto uno hizo quedó, lo no hecho jamás va a recuperarse, solo continuarán
las consecuencias de la fatuidad. La
vida es como hojas de hierba. ¿Desde cuánto tiempo despareció el tacto sobre la
gramilla? ¿La risa del pie descalzo escarpando las piedras de la siesta en
busca de vizcacheras o iguanas? ¿Cuánto hace que no abraza un árbol? Su vida ha
crecido vertiginosamente, una anémona demasiado temprana en la semi sombra de
agosto y como la hierba que es, ahora se fuga.
La oficina le recuerda ese aspecto; cada vez
que ingresa lo envuelve el olor a tabaco ordinario impregnando
escritorios, piso de parqué, aunque nadie fuma allí. Hace año y medio murió de
cáncer el único fumador de tabaco rancio durante diez años en esa oficina, avalado
por su antigüedad. El tiempo pasó pero olvidó rezagado el olor acre por
descuido. Comprende. Por un instante quisiera no caer, como todo mediocre, en
reprobar lo que sabe se le escapará de sus manos, siempre. Se atreve y comprende,
observando el rostro amorfo del niño contra el vidrio: el tiempo no pasa más
rápido ni más lento, ni para uno sí, no para otros. Es inmutable. Siempre
igual, duración, exactitud indefinidos y solo un hombre que fuera lo que no
puede ser lograría agregar variaciones a tal realidad.
—Sucede que
nosotros pasamos—piensa. Cuando pequeño y atorrante podía distinguir las formas en un lejano horizonte, de otro horizonte y
de otro, siempre uno más. Así es el tiempo. Él, hombre vulgar y gris, igual a
esos pobres viejos miopes del colectivo apenas distingue una forma, como si el
horizonte se hubiera expuesto frente a su frente. De todos modos aun, apenas
pasado la juventud, si pudiera asegurar que dispone de tiempo, de vida para sí...
—¿Para qué?
¿Hasta cuándo?—se pregunta. Si aquel rostro en la ventana fuese de la mujer
que le impulsare a cruzar la nada abismal entre su escritorio y la vida, dejando
el niño informe en la ventana con su invierno… Pero ¿cuánto tiempo ha
transcurrido sin que retorne el rostro
de aquella diciéndole “ve y vuelve” desde el andén deslustrado del ferrocarril
en el pueblecito cuando el viento del sur casi no soplaba ni a un kilómetro por
hora como hoy, que ni siquiera mece los
cables del tercero piso, agobiados de humedad y junios? ¿Para eso querría tal
tiempo ahora no disponible? Si al menos
fuese la alborada cuando el rostro de la muchacha se entiesa de trigo y de las
trenzas negras descendieran alucinantes espigas sobre su melancolía, montaría ya
inequívoco sobre el alazán por
desfiladero milenario de árboles hasta descubrir el llano, en el bosque y con su ropa ajada, el animal
transpirado, ambos él y ella, oscilando para siempre sobre el péndulo luminoso
de cualquier mañana…
—Desde el noveno
piso de la Caja de Jubilación de la
Provincia, se ha arrojado un empleado de esa Repartición. Suicidio, comentó
el comis…
Empuja de un manotazo la radio contra
el vacío de una ventana abierta. Los papeles tiemblan en sus bandejas. Los
músculos del cuello tensos, querrían girar la cabeza para mirarlo y algo parece
impedirlo. El sudor comienza a descender de su frente helada. Insiste en el esfuerzo hasta lograr que su vista se
enfrente a la única realidad, ventana y tiempo: el
chiquilín del rostro torturante, ya no está allí.
Es noche abierta y audaz. ¿Para qué regresar a casa?
Sale del pub donde suelen emborracharse los viernes,
el día de los casados. Todos los cincuentones el viernes se empilchan como pibes, compiten con sus hijos
adolescentes, yins ajustados,
mocasines de cuero con largos flecos o botas tejanas relampagueantes, magnos
camperones inflados hasta la cintura U.C.L.A.
y gorros de béisbol bordados de niuyorkers,
bostonians, texans. Se desenfrenan como idiotas. Juegan a los
bolos, al billar, se creen pendejos embriagándose a medias unos con Martini,
cuba libre, tequila o vodka para después magrear a una loca entre varios en
tanto él, un dedo en la nariz, hace bolillos con su moco. Al día siguiente,
sábado, saldrán con esposa y niños
vestidos bien acorde a cada edad, al restaurant para familias donde sabe todos se saludarán con los gerentes,
ese rasgo que él conoce muy bien entre los suyos, ese saludo mediocre, una
moderada alabanza.
Solo y en pedo[6].
Recorre las calles fuera del pub en el balanceo de un
lado al otro recostándose por momentos en las paredes donde chorrea la lluvia;
no quiere que el Cholo Cifuentes lo acerque en el auto a la casa porque aquella
seguro salió a beber con sus amigas también… como ella no ha querido tener
hijos…
—Oooodio al
Cholo Cifuentes— vocea dejando la vereda.
—Oooodio a la
mujer del Cholo- que lo vive provocando con sus tetas medio al aire cada
vez que va a cenar.
Mientras, oscila ebrio en la calle de pavimento resbaladizo.
Odia su empleo de analista de balances.
Odia esa oficina apestosa de tabaco agrio, e ingresa
por la avenida de circunvalación.
Odia esos ventanales siempre vacíos.
Odia el pasillo de oficinas donde nunca llegará a
gerente y apenas se sostiene erecto.
Odia la escalera y el ascensor con pañales y forros.
Odia el camino diario y las bolsas negras de polietileno
despanzurradas que vomitan desperdicios durante
la huelga de basureros.
Odia el 128 donde lo manosean esos putos culiaos[7]
y circula a tropezones ahora por el centro de la diagonal 77.
Odia los viernes por la noche cuando todos falsean lo
que son.
Odia la puta que los domingos por unos pesos le quiere
hacer creer que es otro y mejor.
Y odia a la Bermúdez con su ampulosa gordura
prepotente y se caga en sus medialunas.
Va por el centro de la 77 empapado en el vendaval de
lluvia que lo desnuda vomo encerrándolo en el sótano de su oficina donde no
logra ver nada.
—¿Doooonde está ese mocoso? —brama en bocanadas de agua dando una
orden. La encerrona del aguacero, el pasillo que le impide ver la ventana, las muecas,
el niño y se desliza tanteando como apoyándose en la lluvia implacable— oooodio a ese peeendejo burlón porque… ¿por qué?...cuarenta años me
mira… y me mira… y me jode… que vuelva…
que vuelvaaa— faros desmesurados ávidos de silencio, manos suplicantes de lluvia
en los ojos, chirriar de hierros, alarido resquebrajado, el alma mojadita de
lluvia, y el impacto del tiempo impostergable, porque para quien intente
fugarse, la mediocridad acecha el descuido… y