miércoles, 22 de mayo de 2013

Un hombre mediocre




-Fue el anteaño pasado en diciembre  ¿no?
-¡No! Fue el año pasado, boludo. En Junio nos cagábamos de frío. Maldito tiempo.
-¡Puta! Tan buen tipo…

Este día caminaré sobre el filo ignorándolo, sin divagar por qué debería ser de otro modo dado que en sí misma la vida es una frívola representación de estar. Soy un remedo espantoso de la mediocridad humana que me parió-cree haberlo pensado. Despabilado de la resaca por el despertador, lo golpea y ni ganas tiene de regresar el brazo bajo las frazadas. Se sienta en el borde de la cama, acaricia la calvicie prematura, enciende un pucho[1] ordinario y exhalando el humo de costado, se encamina al baño rascándose el culo.
Frente al espejo se burla de su mueca de qué me importa; cepilla los dientes, las uñas, se ducha indiferente y cuando el chorro tibio le apaga el cigarrillo, con un pie empuja el agua amarillenta de tabaco hacia el sumidero. Presiona con el dedo gordo obligando a esa porquería inconsistente a desaparecer.
Más despierto retorna al espejo; se observa con mayor franqueza porque el cristal en virolas opacas le impide ver por qué podría ser de otro modo. ¿Nació mediocre? No lo sabe pero que lo ha logrado es indudable.
En pie frente al lecho, la esposa duerme con su pausado respiro de costumbre, la barriga descubierta, prematuramente obesa para la edad. No, no es aquella secundaria que invitara al Te Hamilton de la San Martín donde a la cuarta tarde cogieron fogosamente en el baño para damas. Sus labios fruncidos hacia la izquierda al contemplarla preguntan: ¿quién mierda sós?
Escupe en la alfombra y al guardar el llavero en el bolsillo no se aviva de que sale a la calle con el cierre de la bragueta abierto.
El 128 asqueroso de todos los días.
Coloca monedas indiferentes en el depósito de la caja. Sin un ruido le vomitan el ticket.
No hay asientos. No importa. Es costumbre viajar amontonados de pie mierda contra mierda aunque se cuida un poco  desde aquella vez que un puto colgado de espaldas a él, con la mano izquierda le cosquilleó los huevos.  
Es invierno, las ventanillas impiden ver el otro mundo, el de más allá, no, no el de la vereda, el de más allá si hubiera otro. Hay una cierta oquedad hacia la cual hubiera querido emigrar. Hubiera. Pero entre tanta carne pestífera  que de pronto saldrá surtida, amortajada, sometida como por un tubo para hacer chorizos ¿qué otra cosa le queda por hacer? Ni sabe quién será esa mina que, apretujados a la fuerza, le brinda una sabrosa calidez. ¿Será una gran persona? ¿científica? ¿directora de cine? ¿madre heroica e ignorada? Quién lo sabe… ahora las mujeres han invadido ¡tanto! el espacio de los machos en cualquier dimensión… ese es el problema, quizás estás frente a la grandeza y no la ves… eso es ser anodino… eso sí, sabe que puta no es. Las putas a esa hora no viajan en un 128.  
De todos modos… de todos modos.
Nadie pide permiso, lo pisotean abarrotándose hacia la puerta delantera aunque  todos saben leer el cartelito y deberían huir por la trasera. Sí todos lo saben pero si ¡ni al chofer le importa un  carajo! Cuando la puerta se abra en un sopapo violento ¡pobres viejitos! descienden los jubilados, esa comedia de ciruelas pasas con olor a naftalina,  y al final de todo se larga él ya solo, por la escalerilla sabiendo que el chofer arrancará de golpe no bien vea que ni siquiera ha tocado con el zapato la vereda.
Por la Dorrego se detiene a comprar un filismorris  y abandona la caja de los ordinarios al piso cubierto de mugre desleída por la llovizna y gallos[2] verdes de engripados. Pide fuego. “No tengo”, responde el otro sin mirarlo. “¿Y para qué mierda tenés quiosco? “
- “Paragua, paragua hay paragua pa’l agua por die peso” - grita frente a él un jetón ordinario, cara de choro[3] de pasacasetes. Seguramente en el informativo habrían previsto lluvia y estos tipos se harán un negoción con los pelotudos que ni vieron el pronóstico en la tele a la medianoche. Al final del almuerzo habrán ganado tres veces más que él en la puta oficina del distrito bancario.
Cuando asciende por la escalera hacia el ascensor se sienta en el primer rellano desde donde puede divisar el ramo marchito que desfila apresurado frente a su cara igualmente marchita.
Son jornadas invernales. No hay pájaros.  La gente acelerada parece querer achicarse  dentro del abrigo porque la vida giró bruscamente en torno al otoño y se paralizó en los huecos de julio.
Subiendo, en los rincones puede ver pañales descartables apelotonados por un lado, hojas muertas, formularios estrujados, restos de choripán y algún forro[4] usado.  Se aprieta la nariz , suena y arroja los mocos contra el vidrio despreciando la calle.

Ni saluda.
La calefacción en la oficina  casi lo adormece entre paredes de cemento más allá de la ventana.
Solo piensa en la ventana. Ventanas. Cerradas, otras entregadas a la luz vacilante.
Su oficina y otras en varios pisos  forman esa U de tabiques de aluminio y vidrios opacos que remata finalmente en el  muro de la Cámara de Diputados, donde la mediocridad parece haberse derrumbado como bola de nieve. Esa maldita Cámara que ningún día del  año permitirá el sol sobre su escritorio.
Es un empleado entre una multitud de mudos emporcados en su hipocondría. Uno más de tantos almacenados en pasillos sobre las galerías comerciales de la ciudad transgresora.  Entre expedientes manuscritos aburridos, el mal sonido de la radio, harto del café con sacarina, salta de ventana en ventana con su mirada.  Rara vez se ve alguien. De tanto en tanto, quizás  en el  verano, una cortina flotaría  al aire. Pero hoy  en pleno invierno  los vidrios son  láminas delgadas  de mero hielo  desfigurando  dentro de  ellas la rutina de una vida ficticia que no vale para nada.
-¡Eh! Giménez ¿terminaste el análisis del balance de los Belfonte?—lo sabe, es Mariela Bermúdez, jefa; no girará a mirar  ese globo, fofo, esos carrillos inflados excedidos de colorinches, esas mechas reteñidas con maripositas de biyuterí, esa nariz dándose importancia, esos labios cuajados de violeta, esos dientes deformes, esas migas de medialunas todavía pegadas a la lengua que no cesan de vociferar “¡Eh Giménez! ¡El balance! ¡El balance!”
Entonces sí se dará vuelta y de pie le gritará “¡Gorda maldita ya me tenés harto hija de puta, me tenés harto, reharto hace cinco años, vos tus balances y tus medialunas que escupís cuando me gritás!” Arrancará el teclado de la computadora, lo partirá en dos en la rodilla arrojándole trozos de letras desteñidas de tan viejas a la cara,  enlazará con el cable del maus el cuello de la jefa, hasta verle azular la cara, los ojos desorbitados como las historietas de La Voz, y mientras unos compañeros lo aplauden, vitorean, los alcahuetes suplicarán “Soltala Giménez, soltala, la vas a asfixiar”… pero la mediocridad no se imita y él alejando los dedos del teclado voltea la silla y
-En una hora todo estará listo—dice.
-Metele más rápido, boludo, esos gringos ya vienen
A la hora siguiente deposita en el escritorio de Mariela el análisis mientras en el cajón asoman varias medialunas mordisqueadas. Le chorea[5] la única no mordida.

Se detiene ante el interminable hilo de ventanas del otro monoblock de oficinas de espaldas al pasillo de las gerencias.
Las figuras, desde las ventanas,  permanecen  geométricas, agudas, punzantes pero indefinidas. Hacia una se ha deslizado con torpeza un rayo de sol tras la llovizna amarga. Un rostro apegado contra el  vidrio. La frente aplanada e informe, la nariz contrahecha, los labios achatados en el surrealismo de una mueca que lo estremece. Es un niño al parecer por la altura,  que juega consigo mismo.
¿Qué puede sobresaltar más a la conciencia ordinaria que el rostro desnaturalizado  de un chiquilín?
Cables de radio y telefonía se confunden sobre el techo de zinc que cubre un local de la planta baja, pero ni siquiera se agita esa hoja roja, retorcida como un alarido entre puchos y trozos de formularios arrojados por los del tercero.
No quiere mirar otras ventanas. ¿Mostrarían más alteraciones?
El día parece comprimirlo dentro del cuartucho.
Cuando supone que la jornada se alargará demasiado hasta llegar al pub de siempre por primera vez piensa que ya no hay tiempo para él. Es casi una sombra, tras la pereza mental de banalidad  que lo ha dominado esta última década. Y concluye que esa correntada, el tiempo,  avanza, nunca retrocede y cuanto uno hizo quedó,  lo no hecho jamás va a recuperarse, solo continuarán las consecuencias de la fatuidad.  La vida es como hojas de hierba. ¿Desde cuánto tiempo despareció el tacto sobre la gramilla? ¿La risa del pie descalzo escarpando las piedras de la siesta en busca de vizcacheras o iguanas? ¿Cuánto hace que no abraza un árbol? Su vida ha crecido vertiginosamente, una anémona demasiado temprana en la semi sombra de agosto y como la hierba que es, ahora se fuga.
La oficina le recuerda ese aspecto; cada  vez  que ingresa lo envuelve el olor a tabaco ordinario impregnando escritorios, piso de parqué, aunque nadie fuma allí. Hace año y medio murió de cáncer el único fumador de tabaco rancio durante diez años en esa oficina, avalado por su antigüedad. El tiempo pasó pero olvidó rezagado el olor acre por descuido. Comprende. Por un instante quisiera no caer, como todo mediocre, en reprobar lo que sabe se le escapará de sus manos, siempre. Se atreve y comprende, observando el rostro amorfo del niño contra el vidrio: el tiempo no pasa más rápido ni más lento, ni para uno sí, no para otros. Es inmutable. Siempre igual, duración, exactitud indefinidos y solo un hombre que fuera lo que no puede ser lograría agregar variaciones a tal realidad.
Sucede que nosotros pasamos—piensa. Cuando pequeño y atorrante  podía distinguir las formas  en un lejano horizonte, de otro horizonte y de otro, siempre uno más. Así es el tiempo. Él, hombre vulgar y gris, igual a esos pobres viejos miopes del colectivo apenas distingue una forma, como si el horizonte se hubiera expuesto frente a su frente. De todos modos aun, apenas pasado la juventud, si pudiera asegurar que dispone de tiempo, de vida para sí...
¿Para qué? ¿Hasta cuándo?—se pregunta. Si aquel rostro en la ventana fuese de la mujer que le impulsare a cruzar la nada abismal entre su escritorio y la vida, dejando el niño informe en la ventana con su invierno… Pero ¿cuánto tiempo ha transcurrido  sin que retorne el rostro de aquella diciéndole “ve y vuelve” desde el andén deslustrado del ferrocarril en el pueblecito cuando el viento del sur casi no soplaba ni a un kilómetro por hora como hoy, que ni siquiera  mece los cables del tercero piso, agobiados de humedad y junios? ¿Para eso querría tal tiempo ahora no disponible?  Si al menos fuese la alborada cuando el rostro de la muchacha se entiesa de trigo y de las trenzas negras descendieran alucinantes espigas sobre su melancolía, montaría ya inequívoco  sobre el alazán por desfiladero milenario de árboles hasta descubrir el llano, en el  bosque y con su ropa ajada, el animal transpirado, ambos él y ella, oscilando para siempre sobre el péndulo luminoso de cualquier mañana…
Desde el noveno piso de la Caja de Jubilación de la  Provincia, se ha arrojado un empleado de esa Repartición. Suicidio, comentó el comis…
Empuja de un manotazo la  radio  contra el vacío de una ventana abierta. Los papeles tiemblan en sus bandejas. Los músculos del cuello tensos, querrían girar la cabeza para mirarlo y algo parece impedirlo.  El sudor  comienza a descender de su  frente helada. Insiste  en el esfuerzo hasta lograr que su vista se enfrente a la única realidad, ventana y tiempo: el chiquilín del rostro torturante, ya no está allí.

Es noche abierta y audaz. ¿Para qué regresar a casa?
Sale del pub donde suelen emborracharse los viernes, el día de los casados. Todos los cincuentones el viernes se empilchan  como pibes, compiten con sus hijos adolescentes, yins ajustados, mocasines de cuero con largos flecos o botas tejanas relampagueantes, magnos camperones inflados hasta la cintura U.C.L.A. y gorros de béisbol bordados de niuyorkers, bostonians, texans.  Se desenfrenan como idiotas. Juegan a los bolos, al billar, se creen pendejos embriagándose a medias unos con Martini, cuba libre, tequila o vodka para después magrear a una loca entre varios en tanto él, un dedo en la nariz, hace bolillos con su moco. Al día siguiente, sábado,  saldrán con esposa y niños vestidos bien acorde a cada edad, al restaurant para familias  donde sabe todos se saludarán con los gerentes, ese rasgo que él conoce muy bien entre los suyos, ese saludo mediocre, una moderada alabanza.

Solo y en pedo[6].
Recorre las calles fuera del pub en el balanceo de un lado al otro recostándose por momentos en las paredes donde chorrea la lluvia; no quiere que el Cholo Cifuentes lo acerque en el auto a la casa porque aquella seguro salió a beber con sus amigas también… como ella no ha querido tener hijos…
Oooodio al Cholo Cifuentes— vocea dejando la vereda.
Oooodio a la mujer del Cholo- que lo vive provocando con sus tetas medio al aire cada vez que va a cenar.
Mientras, oscila ebrio en la calle de pavimento resbaladizo.
Odia su empleo de analista de balances.
Odia esa oficina apestosa de tabaco agrio, e ingresa por la avenida de circunvalación.
Odia esos ventanales siempre vacíos.
Odia el pasillo de oficinas donde nunca llegará a gerente y apenas se sostiene erecto.
Odia la escalera y el ascensor con pañales y forros.
Odia el camino diario y las bolsas negras de polietileno despanzurradas  que vomitan desperdicios durante la huelga de basureros.
Odia el 128 donde lo manosean esos putos culiaos[7] y circula a tropezones ahora por el centro de la diagonal 77.
Odia los viernes por la noche cuando todos falsean lo que son.
Odia la puta que los domingos por unos pesos le quiere hacer creer que es otro y mejor.
Y odia a la Bermúdez con su ampulosa gordura prepotente y se caga en sus medialunas.
Va por el centro de la 77 empapado en el vendaval de lluvia que lo desnuda vomo encerrándolo en el sótano de su oficina donde no logra ver nada.
¿Doooonde está ese mocoso? —brama en bocanadas de agua dando una orden. La encerrona del aguacero, el pasillo que le impide ver la ventana, las muecas, el niño y se desliza tanteando como apoyándose  en la lluvia implacable— oooodio a ese peeendejo burlón porque… ¿por qué?...cuarenta años me mira… y me mira… y me jode… que  vuelva… que vuelvaaa— faros desmesurados ávidos de silencio, manos suplicantes de lluvia en los ojos, chirriar de hierros, alarido resquebrajado, el alma mojadita de lluvia, y el impacto del tiempo impostergable, porque para quien intente fugarse, la mediocridad acecha el descuido… y




[1] Modismo para cigarrillo.
[2] Escupitajos.
[3] Ladrón urbano.
[4] Preservativo, condón.
[5] Roba.
[6] Borracho.
[7] Despectivo iniciado en Córdoba con connotación sexual homofóbica, convertido en uso diario para ofender o saludo y trato amistoso utilizado sin diferencia de género.