Nudo de la serpiente
Nudo de la serpiente
Oltramuz Hereo comenzó el descenso desde su caverna en la cima del
monte Jikor. El inicio de la primavera decoraba los parterres naturales de
mandrágoras, caléndulas y prímulas. En
su andar la frescura de la sacha[1] lo admiró; reverdecía en sus intrincados filamentos, diseño tal que
el mejor arquitecto jamás podría perfeccionar.
Era un día especial.
Su vestimenta violeta se enredaba a veces en los churquis y con
delicadeza la desprendía para no dañar las hebras de lana teñida con centenares
de uchuchos[2] recolectados uno a uno…, ¡tanto le había costado crear! Desde
promontorios, las cabras monteses lo observaban en quietud a pesar de los
precipicios; durante al menos trescientos
años que recordaba, miles de rebaños parieron y crecieron junto a la caverna, cercanos
a él. Le brindaban leche, lana y la carne de los animalitos muertos
prematuramente, dádiva final a aquel único sabio que se había refugiado en el
inaccesible monte.
Todo era espléndido, demasiado magnífico.
Descendía con una canción murmurando en su extraño idioma. Por
momentos levaba en agudos que, en ecos solo para él, regresaba la respuesta de los sabios desaparecidos
hacía mucho tiempo y decían extrañarlo.
Iba hacia la roca erguida y puntiaguda, su fundamento en el lago, espejo
donde miraba el pasado y leía el porvenir. Al morder capullos de azaleas, gustaba
su veneno porque ellas lo revigorizaban y en el crisol del agua humedecía su
larguísima barba, lavaba la melena hasta la cintura y sus ojos claros y puros
refulgían en rubíes sobre piel tan morena y rugosa al extremo.
Leyó los arroyos que ingresaban al lago pero al descubrirse corriendo
al pasado, hizo un gesto negativo con la cabeza, se desnudó por completo, se zambulló; el agua todavía muy fría, se fregó el cuerpo con
hierbas para purificar de culpa sus
arrugas. Nuevamente vestido se recostó en champas, renegridas de verdor, adormeciéndose; grajos de costumbre se posaron sobre y junto
a su cuerpo. De tanto en tanto se picoteaban agresivamente sin dañarse hasta
que uno solo permanecía recostado sobre el corazón apagado del viejo. Sabían
que no era carne muerta.
Muy pocos indígenas venían de las aldeas para consultar las sabias parábolas
de Oltramuz Hereo; alguna historia, recibir generalmente un oído y palabras para
calmar dolencias, curar heridas provocadas en las cacerías o por el duro
labrantío de las tierras bajas a veces muy cenagosas. En realidad, Oltramuz
Hereo era el nombre que ellos le había puesto dado que él había estado siempre
antes de todo y nadie recordaba que algún otro se le hubiera anticipado.
Decenas de brujas y curanderos habían acosado su paso en un intento
de despojarlo o al menos apoderarse un poquitito de lo que ellos creían poderes
mágicos, pero solo eran la personalidad misma del sabio. Por las noches, pre sabiendo
el lugar de ingreso, disimulaban ramitas de ruda entrecruzadas con púas de
algarrobo o polvo de huesos y orquídea tóxica, encerradas en pancitas resecas
de nonatos. Sin embargo fenecían uno a uno o emigraban a aldeas vecinas como desocupados
sin lograr apenas curar un matao[3] que él cicatrizaba al simple tacto. Además los habitantes los
odiaban por ser esquilmados constantemente en base a mentiras, supersticiones y
daños inútiles, como producir innecesarios cortes en las manitos de los bebes intoxicados
para quemar la sangre en las brasas. También con dolor arrancaban cabellos del estómago enfermo que
depositaban en un pote de agua hirviente
y a medida que ascendían a la superficie, repetido varios días, estaría curado;
si un niño hubiera tenido insolación colocaban un plato de barro lleno de agua
sobre la cabeza, encendían trozos de hojas secas de banano (solo ellos podían conseguirlo porque no proliferaba
el banano a causa de la nieve y heladas), las ubicaban sobre el agua y cubrían con un
cacharro boca abajo; si el agua no podía absorver las hojas apagando el fuego,
era insolación, pero al tercer día, cuando se acababa inmediatamente el oxígeno
dentro del cacharro, las hojas absorbían el agua apagando en el acto el fuego y si solo salía vapor
débil, la enfermedad había desaparecido. Días y días robándole a los puebleros,
acompañando el ritual en murmullo de palabras incoherentes transcurrían hasta
que la enfermedad desapareciese y luego en
ora vasija con agua tibia depositaban cabellos del interesado y según la
posición que estos tomasen, decían pronosticarle el futuro que muy raramente se
hacía realidad.
Por supuesto, el viejo sabio, les había enseñado la práctica natural
y el ejemplo de los leones para evitar o aplacar enfermedades. Estaba el cosillo[4]
blanco en compresas para enfrentar la neumonía, el decoctado de hojas de matico[5]
por la tos y resfríos. La raíz de amaicha[6]
blanca solucionaba los problemas del hígado tras las comilonas de cerdo con exceso
chicha en las fiestas de la siembra o
cosechas; también el aroma[7]
era protector para el estómago dolorido o si los acosaba el dolor por el
recalentamiento de la cabeza al sol o la piel solo eran necesarios vástagos de amaicha blanca; para mordeduras de
serpientes, acné o granos utilizarían hojas
y flores del Guaranguay[8]
apretujados con un lienzo; el Sauco[9]
para dolores de cabeza, oídos o las
flores y tallos hervidos para la fiebre, afecciones respiratorios y dolores de
parto .Puebleros indígenas centenarios narraban historias a hijos y nietos acerca
de Oltramuz Hereo y otros muchos sabios que habían estado con él pero
desaparecieron bruscamente. Solamente de eso él no quería hablar nunca; aquellas
cavernas ahora eran hogar de leones que
solo escuchaban, sin rugir, al sabio.
Teques[10], humillas[11] alrededor de las hogueras estaban atentos a sus bisabuelos
contarles historias del viejo y los leones. Los teques quinceañeros paschaos[12] sostenían sus cabezas entre las manos pispilando[13] incrédulos lo que oían. Con sus ojillos negros se sorprendían
cuando sus papitos[14] contaban que el viejo sabio
había enseñado a los leones a nunca atacar a teques ni humillas, tampoco
a las cabras, pero debían defenderse de los brabucones que intentaran cazarlos.
-¿Y si querían matarlos, papito?-cuestionaban
los indiecitos.
-El sabio les explicaba: debían defenderse sin hacerles daño a menos
que en malones intentaran matarlos o llevarlos cautivos. Los leones entendían
al viejo. El respeto mutuo, es esencial. ¿De qué podría servirles a los
cazadores un león excepto por la piel que no la necesitaban? ¡Pura fanfarronería
exhibirla en sus chozas o casuchas de adobe! “¡Ah! He atrapado a un león!”
-¿Pero qué comían, papito
los leones?
-Les ofrendábamos sobre las piedras de basalto verdoso cabezas, vísceras
y el corazón de los cerdos o las cabras que se hacían rebeldes, incorregibles; también
a veces mataban a otros animales salvajes que los agredían, pero más se
alimentaban de cantidades grandes de hierbas y frutas silvestres lo que ayudaba
a que vivieran muchos años más-respondían los papitos
sin ninguna seguridad de esto último porque estar alejados de los leones era la
consigna primero para los ancianos
mismos- ustedes, incluso los chiques[15] son los únicos que pueden acercarse sin miedo a los leones por que
ellos jamás bajan al poblao.
-Papito ¿cómo es que
tenemos pieles de leones en las chozas?- preguntó la humilla mayor.
-De los leones que morían jóvenes o viejos; Oltramuz Hereo los
despellejaba suavemente con las uñas; eran su obsequio por nuestro respeto a los
leones; con el tiempo nos enseñó a curtirlas con el salitre de tierras lejanas y el aliso[16]
líquido, como hacemos hasta hoy- al final teques
y humillas se dormían cerca de grandes
conchanas[17] impidiendo al fuego del cebil
[18]colorado
desbordarse hacia ellos y los papitos
los cubrían con la piel de los leones.
Un sonido semejante a cerda
de caballo rozando un cristal, despabiló de su adormecimiento a Oltramuz Hereo.
Una voz con nostalgia melodiosa de deslizó sobre aguas vacilantes al sol y
llegaron a él. Había escuchado los llamados a las piedras que, al son de una
caja, producidos por los lugareños, endulzaban el atardecer en las montañas más
bajas pero, esa voz, jamás. Además no era lenguaje de aldeanos. Aunque, ajenos,
comprendió los sentimientos en el canto: similares a esas cajas del crepúsculo,
las bagualas…, un llamado…, una invocación… mas no conocía el significado de
las palabras en el dialecto que le
llegaban. ¡Y él que creía saberlo ya todo! Se fue arrastrando entre la maleza
con disimulo.
Asentada sobre una roca, pájaro exótico, yacía esa muchacha nunca vista, con un
instrumento más extraño todavía en las manos generando el sonido que no le era
tan desconocido. La voz no era lamento pero tampoco alegría; había en el son
como si fuera una lánguida ausencia…, una siniestra búsqueda… algo a punto de
perderse. Eso sí lo reconocía, pero la muchacha, el instrumento, la letra…, eso
no…, y él… ¡que creía saberlo todo! Prisionero del asombro se puso en pie sin
pensarlo. Ella no se volvió aunque supo de su presencia…, todo fue un silencio
fugaz…, la muchacha echó a correr…, a lo lejos giró su rostro hacia aquel
personaje fantasmagórico… y lo último que el viejo sabio distinguió fue aquella
vestimenta roja satinada al sol ascendiendo entre racimos amarillentos de acacias.
-¡Eh!, vuelve, niña, vuelve… vuelve- y por primera vez desde la
desaparición de los otros sabios supo qué era sentir la soledad al llorar agitando
los brazos hacia sí como abanicos.
Retornó a la roca de las contemplaciones.
-¿Quién es? ¿Quién es?-preguntó al lago. La inmovilidad ahora del
agua irisada lamiendo la roca contestó con palabras incomprendidas.
Permaneció largo tiempo erguido sobre el peñasco como una gran esfinge
envuelta en tosca vestimenta, resplandeciente e inmaculada como nunca lo había
visto…, envuelto en su extrema barba agitada por la brisa…, envuelto en la
extensión de su cabellera purísimamente blanca…, pero por primera vez
desconocía la respuesta.
Distinto a siglos anteriores esa noche tras larga y sabiduría de
sentencias, no logró dormir un minuto sobre su lecho de paja recubierto con la
manta que él mismo había hilado y tejido con la paciencia del tiempo que para
él no transcurría jamás. Oyó el consabido deslizarse de los leones saltando
sobre las rocas, el chistido de pispires,
y chiricas[19] cuando giraban sus cabezas atrapando murciélagos que intentaban
penetrar en la cueva del amo.
Esa mañana el acostumbrado sendero desde la caverna hacia el lago le
resultó angustioso: las mandrágoras, prímulas y caléndulas agobiadas. Se
desgarró su vestimenta en los churquis y la sacha
retorcida, resquebrajada, reseca había perdido el esbozo fresco y la vitalidad
del día anterior. No había en sus labios la canción esperada. Caminaba
taciturno con toda su mente puesta en la extraña canción que había escuchado de
la jovencita. Ascendió al pináculo de las contemplaciones y a sus pies, el lago
estaba gris y demasiado impaciente. Se concentró en la canción, en los antiguos
sabios desaparecidos. Intentaba saber si estarían queriendo transmitirle algo.
No obstante desde el agua tenebrosa ninguna explicación inteligible procedía.
Estaba destrozado.
-¿Desde cuando eres?-sintió una mano tibia sobre su hombro en el
peor instante, la voz a sus espaldas.
Giró bruscamente. No creyó ver lo que estaba viendo: la muchacha del
vestido rojo y flores que desbordaban de sus manos. El viejo se puso en pie con
torpeza y al mirarla a los ojos vio que él mismo se traslucía, el agua a sus
espaldas comenzaba a circular sosegada y lejos las alhucemas levantaban al
cielo sus espigas azules decaídas y el azahar de naranjos y limoneros junto con
la menta a orillas de los arroyos inundaron la mañana.
-¿Quién eres? ¿Desde dónde vienes?-preguntó atolondrado el sabio.
-¿Desde cuándo eres?
-No lo sé…, o no lo recuerdo… o desde nunca.
-Sentémonos- le indicó la muchacha.
El viejo sabio lo hizo primero. Ella refulgía en su extraña
vestimenta ante la mirada agobiada del viejo.
-¿Quieres beber agua de las hierbas?
-No, no-respondió él- ¿quién eres?
-Bien lo sabes- y la ella se sentó muy junto a él con ese inverosímil
vestido rojo completamente desabrochado. La forma de los pechos se dibujaba sin
verse detrás del raro instrumento de una sola cuerda sostenido en sus manos. Se
perfilaban las rodillas juntas recostadas bajo el púrpura que las cubría-tu
hija, soy tu hija.
-¿Mi hija? ¡Nunca he tenido hijos!
-Soy tu primera, la sabiduría. Hay muchos, muchos más. ¿Los has
olvidado?
-No, no…, bueno… no sé…, es tanto tiempo ya, tanto… que…-notó que la
cuenca de los ojos de la muchacha eran pequeños, oblicuos y desde la nariz se
alargaban hacia arriba. Algo parecido a los teques,
pero mucho más largos y estrechos, y delgadas pestañas que se extendían rosando
las cejas por arriba y los pómulos
salientes. ¿Cómo podía ser su hija? ¿Y los otros los hijos que mencionaba… como
no podía recordarlo?- ¿De dónde vienes?
-Desde el mañana.
-¿De dónde?
-Desde el mañana.
-¿Y cómo? ¿Para qué?
-Bien lo sabes. Para traértelo.
-Traerme ¿qué?
-El mañana, ya es hora.
-Siempre es nada más que hoy…, ahora…, nada más, y aquí-el viejo se
puso la mano sobre el corazón-¿por qué huiste?
-Eso fue ayer. Hoy es mañana pero ayer, como dices tú, no te
reconocí y mira ¡cómo estás! aunque es quien busco desde el inicio.
-¿Desde qué?
-Desde el inicio.
-Desde el inicio… y eso es ¿cuándo?
-Contigo es siempre.
-¿Eso es lo que cantabas ayer o… hoy?
-Desde siempre, desde el inicio cuando me pariste.
-¿Qué? ¿Qué quieres decirme?
-Te he buscado en las estrellas millones de años, he recorrido los
anillos de Saturno y vi esto que reluce como una espléndida perla verde desde un
tiempo que sólo tú sabes medir y me deposité aquí porque era de tu mano, lo
sabía, pero no que te habías refugiado tan lejos del origen.
-¿Del origen de qué?
-De mi origen. Cuando dijiste “Hazte” y tus manos con cariño me
originaron desde ti. Soy tu hija, la sabiduría. ¿Quieres beber agua de las hierbas?
- Bien-la muchacha extendió su mano sin moverse hasta llegar a las
hierbas y extrajo frente al viejo una bebida irreconocible. Bebió de su mano
hasta la última gota.
-¿Eso cantabas… o cantas, del origen?
-Sí.
-¿Puedes repetirlo para mí pero en lenguaje que yo entienda?
-Cantaré y entenderás porque yo soy tu lenguaje. Es una viejísima
canción que compuse llamándote y nunca estabas.
-¿Cómo la llamas?
-Boribat.
-¿Qué significa?
-Lo entenderás- la muchacha extendió su elegancia sobre la roca.
Ubicó la base delgada del instrumento de una sola cuerda sobre la rodilla y en
la otra mano apareció misteriosamente un arco delgadísimo. Con la mano
izquierda fue presionando gradualmente el diapasón y en la derecha el arco emitió
innumerables chispas al recorrer la cuerda durante unos segundos, encumbró la
voz hacia el monte Jikor: el sonido de una lánguida ausencia…, una siniestra
búsqueda…, algo a punto de perderse.
Si camino
el sendero
que cruza
un campo de cebada
el llamado de una voz
me detiene.
Aquello que parecía una frágil jovenzuela emitió un agudísimo
cántico trémulo y el monte
Jikor se
estremeció. Los árboles del llano se paralizaron. La voz descendió apaciguándose
de manera plácida.
Viejas memorias
hacia cierta nostalgia
me conducen.
Entonces silbo.
Remontó alas la palabra hasta volverse mansamente insoportable la estridencia.
Canciones amorosas
a mis oídos
saludan en respuesta
mas cuando me vuelvo
El viejo sintió su pecho trastornado con las últimas frases. Lo
comprendía todo. O al menos eso creyó. No
necesitaba intérprete.
nadie está allí
sólo el atardecer arde sin
fuego
y cielos vacíos ahogan mi
mirada.
El arco vertió
las últimas chispas sobre la cuerda única estremeciéndolo todo en un silencio
que la materia desconocía al desaparecer de las manos de ella el arco.
Por la barba corrían lágrimas de viejo sabio. Sus ojos relampaguearon
callados cuando la mano de la muchacha se posó sobre su mejilla que ardía. Reclinó
en esa mano toda su existencia y pensó
haber comprendido qué era el mañana que lo esperaba.
-Desnúdate-dijo la muchacha-te bañaré- el sabio apretó la túnica más
al cuerpo, negándose.
-Me he bañado ayer a la mañana.
-Déjame que te desnude-el viejo no tuvo poder para impedírselo y
poco a poco ella le fue quitando su enigmático ropaje y lo condujo al agua. El
viejo sintió que era más cálida junto a donde ella estaba. De pronto regresó el
perfume de las alhucemas enroscando su cuerpo humedecido mientras ella lo bañaba
como a un chique sin que sus manos rozasen
el cuerpo siquiera. El sabio se dejó llevar por esas caricias imperceptibles. Los
dedos sigilosos fueron rodeando su cabellera: el agua arrastraba hacia orillas
lejanas mechones ennegrecidos y ahora solo había cabellos hasta el principio
del cuello; luego la muchacha acarició la desconocida barba y el viejo sintió
el ardor del sol en su piel porque
también por la corriente del río grande descendió su viejo retrato… entonces perfumó
todo el cuerpo del sabio con las flores revividas del bosque.
-Ven padre, asciende- el hombre contempló que la muchacha no estaba
en el agua junto a él como había creído, sino en la cima de la roca de las
contemplaciones. Totalmente desnudo subió sin avergonzarse más- acuéstate mirando
al sol- el viejo lo hizo y ella, comenzando desde los dedos de los pies, uno
por uno, hasta los músculos faciales, recorrió el frontal del cuerpo con
levedad de pluma y la firmeza del poder. Fue un largo y lento recorrido cuando el
hombre estimó que sus dedos detuvieron la vista y penetró en una profunda y
total oscuridad que ya había olvidado por tanto tiempo y poco a poco todo ante
sus pupilas alcanzó una dimensión y luminosidad inverosímil. Fue cuando ella
retiró, al parecer, sus dedos cuando él regresó, tras un viaje inverosímil, su
vista al sol que podía mirarlo sin pestañear-vuelve tu espalda hacia el espacio- el hombre volvió
su cuerpo desnudo hacia la roca, pero no distinguía si se había depositado
sobre las filosas puntas donde se sentaba antes en sus contemplaciones. El sol
calentaba su espalda, sus glúteos, sus muslos, toda su carne. Por un momento no
sintió a la muchacha junto a él, pero vio cuando la túnica de púrpura cayó frente
a sus ojos. La muchacha comenzó a efectuar la misma tarea sobre su dorso punto
por punto-cuéntame qué pasó- le dijo.
El hombre no quería hablar del pasado. Había quedado un resto muy
doloroso de ello, pero sabía que estaba en sus manos. Mientras ella friccionaba
aquí y allá él dijo:
-Solo recuerdo que éramos setenta sabios. Nos llamábamos los Hijos
de la Sabiduría.
-¿Qué más?
-Vivíamos en comunidad. Cada uno tenía su propia caverna y su lugar
personal de contemplación aquí junto al gran lago. En el llano vivían los
humanos. Solíamos recorrer sus hermosas calles empedradas y nos agradaba estar
con ellos. Ninguno de nosotros tenía hijos así que sus teques, sus humillas eran
como nuestros. Los educábamos, los curábamos hacíamos todo lo bueno para ellos
por varias generaciones, con el único juramento de respetar nuestro mundo,
nuestros animales, nuestros ríos, lagos, bañados, plantas y nuestros bosques
por sobre todo.
-Y luego ¿qué sucedió?-dijo la muchacha acostándose totalmente
desnuda sobre él. Había un extraño sedal separándolos, como una gravedad que
imantada impedía el contacto de los cuerpos sin embargo el hombre sentía un
poder olvidado inyectándose en su piel.
-Luego aparecieron ellos.
-¿Quiénes?-
-Ellos-dijo pero la voz de la muchacha le resultó lejana en la
pregunta no obstante creía sentirla sobre su cuerpo-ellos. Vinieron del norte,
cruzando montes más soberbios que el Jikor a orilla de los mares. Un ejército
innumerable comandados por una mujer, su reina.
-¿Cuál era su nombre?- preguntó la voz más lejana.
-Airenes.
-¿Airenes?
-Comenzaron la gran devastación. Dominaron a los aldeanos pacíficos.
La sangre no llegaba a coagularse en los ríos. Los sobrevivientes fueron
esclavizados para desmantelar los bosques de maderas preciosas. Los pequeños teques eran usados para fabricar
ladrillos, recoger la saitilla[20]
con sus propias manos y extraer en galones betún que almacenaban junto a la
madera preciosa de la selva. Las humillas
eran mancilladas por la reina y su corte de mujeres y los muchachos amancebados
por los guerreros hasta morir. Desde el comienzo los setenta hijos de la Sabiduría comenzamos
a protestar, acusar, enfrentarnos a la reina Airenes. Desafiábamos su poder con
nuestra sabiduría pero la maldad de ellos era superior a nuestra modestia. Nos
buscaron constantemente en intento de quitarnos el poder que ejercíamos sobre
los mansos esclavos. Logramos que muchos escaparan de sus garras, pero volvían
a cazarlos como jabalíes e iban muriendo de hambre o las enfermedades desconocidas
que les contagiaban esa chusma.
-¿Y en qué terminó todo eso?- la voz era un susurro.
-Nos buscaron por todos lados hasta que descubrieron nuestras
cavernas. Uno a uno fuimos arrastrados.
-¿Y tú?- más lejana.
-Desconozco que poderosa fuerza me liberó una noche desarmando los
grilletes y logré escapar. Pero al día siguiente desde mi caverna, la más elevada e inaccesible, que no
habían logrado hallar escuché los gritos de los sesenta y nueve hijos de la
Sabiduría cuando fueron degollados por la misma mano de Airenes. Cuando ya no hubo
más bosque que desmontar ni betún para extraer el ejército eliminó a los
últimos sobrevivientes y marcharon de regreso tras la montaña con su cargamento
de riquezas sobre extensas explanadas construidas sobre la rueda inventada
alguna vez por mí. Pero antes de retirarse todo el contingente Airenes gritó
hacia el Jikor. “Ya te encontraremos, muy pronto y entonces te pasaremos a
degüello” y quedé solo…, solo…, totalmente solo quizás por siglos hasta que
comenzaron a llegar nuevos puebleros humildes… siglos… siglos…
-Has estado tres mil doscientos treinta y tres años solo, padre…,
pero hoy es el mañana-fueron las últimas palabras de la muchacha al oído
profundo del hombre.
Despertó al atardecer. Sentado sobre el peñasco su cuerpo vestido
con extraña elegancia. Se pasó la mano por las mejillas…, no había barba…,
movió la cabeza…, no había largos cabellos…, se miró los dedos, los brazos,
eran bellos y formidables…, bajó al agua…, su rostro perfecto y los ojos
claros, poderosos.
Aquella noche tampoco pudo dormir. Grandes propósitos se adueñaron
de su mente.
A la mañana siguiente se fue al bosque, arrastró detrás de sí un
árbol poderoso. Con las piedras filosas del peñasco comenzó a tajar la madera
en partes hasta construirse pesada maza con un mango robusto. Regresó al bosque.
Incrustó un filoso trozo de piedra con todas sus fuerzas, luego con la maza lo
hacía penetrar a fondo debilitando a la planta. Enlazaba la copa por la parte
superior con grueso bejucos y conseguía derribar uno por uno decenas lo que
había sido un gran bosque de nogal pardo. Durante horas, días, semanas produjo
centenares de bloques barro, paja, saitilla
mesclados con arcilla roja. Fue elevándolos uno a uno uniéndolos con betún
hasta terminar su castillo enlazando las paredes con troncos de Cebil moro[21] derribados, pero no había techumbre.
Solamente la noche y el sol pasaban a través.
Durante un año nadie vio al viejo sabio bajar por el caminito indio.
Ha muerto, decían algunos, se ha enloquecido respondían otros pero los teques en sus escapes furtivos habían
visto por primera vez a los leones merodeando la cercanía. Cuando intentaron
acercárseles el gruñido amenazante los había clavado al suelo; entonces las
bestias se retiraban un poco, pero no se iban definitivamente.
La primera mañana que vieron a aquel hermoso hombre descender entre
sus maizales tempraneros, los papitos
y las mamitas[22] quedaron azorados. Provenía desde la zona del Jikor, pero ¿quién
era? Los labriegos se miraron unos a otros, secaban su sudor avergonzados, entonces,
hacia el extraño con sus manos entrelazados en el pecho inclinaron las cabezas
en saludo. Respondió elevando su brazo derecho con la palma de la mano hacia
abajo, saludo no comprendido por ellos, no obstante captaron cierta altivez en
el gesto. Continuaron con la faena de su sembradío y fue tema de la noche
frente a la hoguera comunitaria.
El extraño comenzó bajar más seguido hasta transformarse en una
visión diaria, muda hasta amenazante se les ocurría a los papitos. Hallaron en él algo conocido pero era muy indefinido. No hablaba
con nadie. Sólo rondaba los sembradíos y los espesos bosquecillos de las
colinas cercanas que rodeaban el caserío y se retiraba.
Al pasar un tiempo las cabras monteses acostumbradas a los riscos
elevados no se apartaban de la cercanía. Cuando cruzaban el pasadizo por donde
solo una por una podía trasponer, los teques
pastoriles, acostumbrados al conteo con guijarros que depositaban en el gran
hueco forjado por siglos de goteo constante de una vertiente en la roca,
alarmados le llevaron la noticia a los papitos.
-Se despeñarían cuesta abajo los chiques.
-Papito, ni los chiques ni sus mamás van más lejos del Huayco Chico a abrevar.
-Serán los viejos… porque sus patas ya no están tan firmes para las cornisas.
-No papito ellos ni suben
las sierras bajas detrás del Huayco Grande, son los más fuertes los que hace varias semanas no regresan al aprisco.
-Bueno, bueno, ya regresarán o los buscaremos- respondían papitos y mamitas, disimulando su propia angustia a los teques.
A la semana siguiente encontraron huyendo a alguien cargando un gran
morral que ni el hombre más vigoroso del poblado pudiera llevar a sus espaldas
unos metros. Del morral sobresalía parte del maíz más tierno. Por el andar
firme y enhiesto dedujeron que sería un desconocido. La alarma se extendió
rápidamente, y de inmediato los hombres más jóvenes construyeron pircas elevadas
alrededor. Se sentían amenazados, indefensos ante algo que no entendían porque
jamás había sucedido.
Una mañana del verano, cuando la amaicha[23]
blanca desborda los faldeos del bosque, la vila
vila o el suncho ennoblecen con
su color potreros y corrales, el hombre extraño avanzaba con un brazo cargado
de estas flores. A medida que encontraba las hermosas de tez morena a su paso
les arrojaba pequeños ramillos que ellas atrapaban sorprendidas y gentiles,
frente a ese mirar claro, que parecía consumirlas en un agüero. Las mujeres mamás
o jóvenes enamoradizas se llevaban las amaichas
a los labios, las trenzaban en el pelo desbordante o se las prendían junto
al corazón en tanto el hombre les gritaba enérgicamente, un mandato:
-¡Takichunku! ¡Tusuchun![24]-
y en tanto proseguía su andar las mujeres envueltas en un desenfreno inusitado
vocearon y danzaron al son de una exótica música que sólo ellas escuchaban.
Ante tal despliegue de locura los hombres se aproximaron sorprendidos al
principio y luego se sintieron arrastrados a unírseles. Todo se aquietó
solamente al anochecer cuando frente a papitos
y teques ante la hoguera, los
danzantes enajenados cayeron abatidos en la oscuridad.
Al día siguiente embrutecidos de silencio, todos despertaron y
huyeron a sus barracas para regresar al anochecer cuando papitos y teques
despertaron frente a las conchamas donde el fuego se había extinguido. Los
hombres lo reavivaron al laschir[25] las cenizas que conservaban brasas
diminutas. Las llamas crecieron quedamente
y los teques contemplaron por primera
vez en aquellos ojos la vergüenza y el remordimiento.
Las mujeres esperaron cada día con ansiedad el retorno del hombre de
las amaichas y lo manifestaban
abiertamente tanto que los papás y machu
wainas[26]
comenzaron a celar. Hubo enfrentamientos verbales al principio, luego las cosas
empeoraron día a día. Arrumbados en un rincón oscuro, con lágrimas en los ojos teques y humillas presenciaron discusiones
y entredichos que poco a poco fueron agravándose entre gritos y palabras
feroces hasta ver al papá azotar a la mamá, algo jamás visto.
El hombre regresaría un año después. Un silencio gravoso dominaba
las callejuelas donde ya no se veía a nadie. En la penumbra de las casuchas,
ojos oscuros lo observaban pasar sin atinar a mostrarse. Vivían enlutados como
en sus propias cavernas ancestrales. Solo el blanco de los ojos le eran
perceptibles al extraño que desfilaba con un desconocido aparejo cruzado en su espalda,
semejante a un instrumento y de su nuevo cinturón regio sobresalía deslumbrante
el asta de un machete.
Se demoró a la distancia. Extendió su poderosa mirada que en círculo
invisible se apoderó del poblado y los campos desnudos.
Al desaparecer en el perfil tenebroso del horizonte arriba, primero
los teques, detrás las humillas, entonces los padres y
finalmente los papitos se aventuraron
a la calle, lívidos…, ojeroso…, enjutos… y harapientos.
Al mes siguiente comenzaron comentarios acerca del extraño. Algunos
papás decían haberse aventurado hacia el Jikor y contemplado una ruca
majestuosa sin lechos ni fogones, completamente vacía…, que su techo era la
bóveda del cielo…, que al llover…, que al nevar…, que al golpear el furioso
viento procedente del norte árido, polvoriento, reseco… al rozar los vigorosos troncos de cebil moro que unían las paredes, todo
se desleía en un instante por más que los elementos rabiasen alrededor de la morada
colosal. Otros aseguraban haber visto
una inmensa cancha detrás de ella de donde, aseguraban, provendrían esos gritos
clamorosos que en noches especiales llegaban hasta la aldea, competidores
batiéndose en plena oscuridad y el extraño elevado en un gran sitial dominándolo
todo, en su brazo extendido aquel instrumento iridiscente señalaba a los
vencidos que morirían degollados.
La quinta estación indefinida que siguió al desquiciado danzar avanzaron
personajes insólitos, desconocidos, desde otra aldea informando haber hallado
en los caminos multitud de cabras desgarradas de las que solo quedaban junto al
cuero la cabeza, las tripas y el corazón. Los papitos se miraban entre sí comprendiéndose sin un gesto.
-Los leones- comentaron los visitantes.
-¿Los leones…?- respondían los papitos.
-Sí. Los leones-insistían ellos y los papitos no agregaron una sola palabra. Así el terror circular
ejerció su dominio sobre los puebleros. Inició el abandono definitivo de sus
tierras preparadas para la próxima siembra, que se fue plagando de malezas y
espinos. Luego se atrevieron hacia los escasos bosquecillos de las colinas bien
cercanas en busca de largas varas trozadas pero no para cestería, sino para un
fin del que solo conocían de oídas por la voz de los papitos de sus papitos:
lanzas y flechas. Los teques observaron
a sus padres inmersos en el diseño de esas punzantes herramientas, destrozaron
las ineficaces regresando a los montes por centenares más. Luego los descubrieron
entrenándose en el lanzamiento contra los troncos de los frutales lánguidos y
desechos y entonces presenciaron las competencias entre unos y otros para
demostrar quién era el más diestro en no uspir[27],
competencias que por lo general terminaban en grescas violentas y desconocidas.
Así los teques aprendieron cómo
agredirse entre ellos.
Los papitos desaprobaban
todo eso día tras día, pero ¿qué eficacia tendrían sobre los niñitos competir
con lo que penetraba a través de ojos y oídos? Aunque censuraban a sus hijos
por las nuevas estrategias muy lejos de los teques,
los papás comenzaron a regañar a los papitos
aunque no podían mirarlos de frente, cara a cara. Al pasar del tiempo los
hombres no satisfechos con sus armas iniciaron el reunirse en zonas rocosas
especiales en la búsqueda de piedras
especiales. Habían diseñado otra herramienta de material superior y con
ella las perfilaban hasta transformarlas en púas muy agudas que encastraban en
un extremo de las varas. En aquellas zonas escondidas, rivalizaban en fuerza y
destreza ¿quién lograba producir las más profundas heridas en las rocas? Después…
fueron por los leones.
Cierta mañana el hijo menor del gran papito
dijo a su hermano mayor el amante de los rebaños:
-Vamos al campo.
-¿A qué?
-A ver los rebaños diezmados.
-No es necesario.
-Vamos-insistió el menor y lo empujó. Por no iniciar una disputa
entre ellos el mayor lo siguió. Salieron, el menor con su lanza y un gran
machete en imitación del extraño. Ascendieron por las escarpas discutiendo
sobre lo innecesario y riesgoso del intento.
-Eres un cobarde- gritó el menor-tienes miedo de enfrentarte al gran
viejo y le obedeces ciegamente.
-Eres estúpido. Es nuestro padre. Y a pesar de los acontecimientos
que lo están consumiendo no ha disminuido su sabiduría.
-Tú, estúpido. ¿No ves que ya carece de poder sobre todo, hasta
sobre los teques?
-Los teques y humillas están acobardados por sus
padres enzarzados constantemente en disputas. Pero nosotros sabemos que el
derecho del padre es intocable.
-¿Intocable? Ja.
-¿Qué insinúas?
-Debemos reemplazarlo.
-Estás loco, jamás aprobaré esa idea.
-Me secundas o incitaré a la mayoría.
-No te secundaré. Además por acuerdos milenarios el hijo mayor del
gran papito tiene el derecho de
dirigir a la obra.
-Obra ¿de qué?
-De ejercer la sabiduría y el juicio en la comunidad.
-¿Tu sabiduría? ¿Tu juicio? ¡Toma tu juicio!- lo derribó de un
golpe. El mayor utilizó su fuerza para defenderse, rodeó al hermano con sus
piernas y este lo aprisionó por el cuello. Las piernas del mayor hicieron
volver de espaldas al otro contra el suelo y lo presionó con su pie. El menor
se aferró al tobillo con una mano y con el otro brazo golpeó violentamente un
fémur del mayor que se dobló y cayó. Cuando el menor le arrojó una gran piedra
para destrozarle la cabeza, el mayor la esquivó, se irguió en un salto con una quijada
de asno reseca y filosa y cuando el menor elevó el machete para degollarlo, la
quijada traspuso el aire y el menor se inclinó a tierra tomándose la garganta la
garganta destrozada.
El atardecer sombrío los vio regresar. El mayor traía en brazos a su
hermano, la cabeza colgando desde donde la sangre seguía fluyendo en sus
últimas gotitas coagulándose en las piedras.
-¡Los leones!- gritaron todos al verlos. El padre se adelantó,
rengueando y tembloroso tomó el cadáver en sus brazos.
-¿Qué ha sucedido?
-¡Los leones!-insistió la gritería ávida de sangre. El heredero por
derecho caviló unos minutos. Bastaría haber inclinado la cabeza asintiendo.
-Lo he asesinado- respondió.
-¿Por qué? Tu hermano. ¿Cómo has hecho eso?-clamaron a una los
padres.
-Intentó destrozarme la cabeza con una roca y degollarme con su machete.
-Pero ¿por qué? tu hermano menor…
-Inició una discusión inaceptable.
-¿De qué discutieron?
-Eso es otro tema, padre- y el viejo tomó de su cinturón el gran
cuerno y convocó a los ancianos a una asamblea.
Dialogaron, fumaron, bebieron, concordaron, disintieron toda la
noche. Habría un gran carnaval para la sepultura. No obstante el gran papito sabía que la vieja tradición
obligaba a quitar la vida en público al asesino durante el entierro, pero
ninguno había presenciado jamás eso.
-Es digno de muerte-definió el padre no permitiendo que aflorara en
su rostro un solo sentimiento que lo estaba carcomiendo. Los demás se opusieron
porque el hijo mayor, el heredero de la sabiduría era el único hombre joven
pacífico que se había opuesto a la confección de las armas que proliferaban en
cada agujero del poblado y jamás había siquiera asistido como espectador en
alguna competencia. En cambio el menor había sido el promotor de todo ese
cambio sanguinario en la comarca.
Desde su lugar privilegiado en el Jikor el extraño había presenciado
toda la noche las discusiones en la asamblea y algo le impedía interferir con
la sabiduría de los viejos y escupía rabia.
Cuando a primeras horas del alba convinieron todos, menos el gran papito, en que sería desterrado porque no
merecía la muerte, el heredero de la sabiduría ante los demás ancianos se inclinó
ante su padre y le besó el ruedo de la túnica desteñida y polvorienta. Entonces
partió descendiendo por el gran río hacia donde le habían dicho por años,
estaría el mar.
Sobre su gran castillo el gran extraño lo vio perderse bajo
lejanísimos bosques intocados aún y y volvió su rostro destilando furia, malicia
y venganza hacia la alturas, extendió su brazo con la palma hacia abajo y
tronó-¡Debió morir! ¡Ya te encontraremos, muy pronto y entonces te pasaremos a
degüello-en ese instante las columnas que sustentan desde el centro de la
tierra al monte Jikor temblaron, temblaron, retemblaron. Se estremeció como en
un incontenible latigazo ondulando los bosques talados, los campos secos y
desnudos y un gigantesco hongo desbordó eructado desde la cima rajada en columna de humo por centenares de
kilómetros hacia las alturas. Cuando el sol emergía por el este se hizo noche
total y un finísimo polvo de cenizas comenzó a anegarlo todo centímetro a
centímetro por días y días. Solamente había una luz emergiendo de la gran
mansión del hombre extraño que continuaba vociferando, hasta que una nueva luz
comenzó a surgir de una llaga del monte hacia el sur. La luz deslumbrante y
única avanzó laderas abajo, enrojeciéndose en brasas…, al evaporar el agua…, disolver las rocas…, haciendo
antorchas de cada árbol…, y de los cauces del río fluyó en sulfuro
incontenible. A medida que se abría paso se ensanchó perfilando el poblado en
busca del primogénito de la Sabiduría.
Varios meses continuó descendiendo la ceniza negra haciendo
imbebible las cisternas. Uno por uno murieron los únicos animales sobrevivientes.
Las estibas de grano se agotaron y la tierra sepultada era totalmente estéril.
Entonces entró el hambre.
Aquella tarde en que los niños desaparecieron nadie supo por qué. Ellos
salieron en busca de algún resto de hierba para comer flores o tallos de suico [28] o
desenterrar semillas de nogal[29],
pero nada encontraron, todo estaba seco y marchito o no había semillas.
Patearon las cenizas o se la arrojaban unos a otros como si fuera
agua de verano. Jugaron, todavía eran niños. La aplastaron en bollos y se la arrojaron
entre sí como bolas de nieve. La risa en sus rostros empequeñecía aún más sus
ojitos aureolados de un violeta que hacía más patente la lividez de los pómulos
angulosos por la inanición. Cercano a ellos un resto de buitres hacía su festín
con un león muerto. Los teques
mayores desenterraron piedras en el cauce inerte de un arroyo e iniciaron una
lucha contra las aves y los teques
más pequeño se les unieron vociferando imitando a los papás en las pasadas
competencias. Cuando las aves huyeron al ver la numerosa bandada que se abatía
sobre ellas, los teques comenzaron a
arrancar trozos de la carne casi podrida y a devorarla. Se atropellaban unos a
otros. Se disputaban entre sí, enroscaban sus cuerpos compitiendo,
golpeádose con los puños o piedras y los
más pequeños fueron los últimos en comer algo. Entonces con la poca sangre que
quedaba en las venas, se pintaron el rostro en largas estrías desde los pómulos
hacia la boca.
-Una lanza-gritó el más avezado- una lanza- y elevó una rama del
árbol caído-un sacrificio, un sacrificio- insistió ordenando a los demás que lo
rodearon sabiendo de qué se trataba. Amontonaron grandes rocas contra la rama que apuntaba hacia el
cielo oscuro.
- Quitémosle el corazón- ordenó el de la lanza y disputaron hasta
que el más fuerte se impuso y lo arrancó del animal. Todos lo siguieron
vitoreando como en las competencias mientras él ensartaba en el extremo de la
vara el corazón que la fue manchando hasta las piedras-un fuego, encendamos un
fuego- y todos corrieron hacia los árboles derribados, había demasiado leña
cubierta bajo las cenizas y las recogieron, mientras el más fuerte chasqueaba
varias rocas, intentando la chispa.
Finalmente aparecieron una tras otra y el fuego comenzó a arder bajo
el corazón muerto.
-La danza, la danza- y los teques
comenzaron el ritual desenfrenado que recordaban de sus padres, hasta agotarse.
Entonces, llegaron ellos.
Sus caras, feroces…, sus
vestimentas, largas y negras…, amplio cinturón donde sobresalían las asas de
los machetes… y sobre el pecho la gran cruz que mediante un redondel pendía de
un collar de diamantes. Se apoderaron de los niños. La tarde se fundió en intensos
alaridos de dolor.
A la mañana siguiente el único que había sobrevivido llegó vacilante
y sangrando cayó a los pies del gran papito.
Urgía llamar a los demás ancianos.
-¡Calienten agua, calienten agua!-gritó con su voz ronca y ahogada. Y
desnudó al pequeño teque
sumergiéndolo en agua tibia llena de tallos de salvia y hojas de sauco[30]. Hirvieron ramas jóvenes del mololo, aunque ya estaban secas y se la
fregaron por el cuerpecito; para aliviar el dolor, le aplicaron savia de chapi[31]
que habían salvado de las cenizas en viejos potes de barro… no hicieron
excepción de hierbas; había que salvar al último teque de cualquier forma.
Tras una larga y angustiosa hora, el niño movió sus párpados. Los
rostros de los viejos sabios estaban sobre él y sonrieron… apenas un poco porque las partes privadas que
les habían enseñado impedir a cualquier siquiera tocárselas, estaban amoratadas, inflamadas, sangrantes.
Reconfortaron al niñito, le aplicaron grasas, ungüentos y le perfumaron el cuerpo con aceites aromáticos
y mololo[32]
por toda la piel. Lo vistieron con la mejor ropa que encontraron y lo devolvieron
a sus padres para que velaran por él hasta el amanecer.
Transcurrió toda la noche en el lugar privado de la asamblea
convocada para los ancianos solamente. Se habían entregado a plegarias que
ascendieron constantemente junto con el aroma conducente a descanso de los
leños sagrados del guaranguay [33] que
encendían uno a uno impidiendo que el humo se entrecortara un solo instante.
Con los opacos tintes de la alborada regresaron los papitos. Se extrañaron de no ver ningún
movimiento entre los puebleros sobrevivientes.
Todo estaba por demás quieto.
No quedaba árbol alguno que susurrase un murmullo.
El gran papito hizo sonar
su cuerno centenario.
Nadie.
Se dirigieron al lugar de los padres para ver el estado del pequeño teque.
Nadie.
Solamente una gran olla vacía.
En el fondo de ella huesos de un pequeño cuerpo.
Los únicos papitos, los
únicos sabios estaban solos, abandonados y casi moribundos. Sus rostros vetustos…,
las frentes arrugadas …, las manos temblequeando…, las piernas flaqueaban bajo destrozadas
vestimentas … cuando doblegados por una irrevocable tristeza vieron en una
explosión de cenizas, aproximarse por el
sendero al magnífico extraño seguido de un ejército irreconocible de rostros
fieros.
Se presentó frente a los ancianos y cuando extendió a lo alto su
brazo con la palma hacia abajo, todo el ejército hizo el mismo gesto en un
alarido que tronó hasta el mar tan lejano.
Los papitos ensordecidos y
abrumados por el hedor de esa muchedumbre, solo atinaron a preguntar:
-Pero tú, señor ¿qué quieres? ¿quién eres?.
Un estallido expulsó a los papitos hacia el vacío cuando el magnífico
desconocido respondió en su altivez:
[1] Usnea angulata-Parmeliaceae
[2] Vassobia breviflora-Solanaceae.
[3] Llaga en animales
[4] Senecio Bomanii. Asteraceae.
[5] Piper Aducum. .Piperaceae.
[6] Achyrocline spp. Asteraceae.
[7] Amaranthus spp. Amaranthaceae.
[8] Tecoma Stas. Bibnoseae.
[9] Fogara coco. Fugaceae.
[10] Varoncitos
[11] Niñas y jovencitas.
[12] Recostado boca abajo.
[13] Pestañeando
[15] Pequeñitos.
[16] Alnus acuminata. Betulaceae.
[17] Piedras que bordean una hoguera
[18] Anadenanthera colubrina. Fabaceae.
[19] Búhos y lechuzas
[20] Bidens pilosa minor. Asteraceae.
[21] Parapiptadenia excelsa. Fabaceae.
[22] Abuelitas o bisabuelitas.
[23] Archirocline spp.-Asteraceae
[24] Para que canten, para que bailen.
[25] Remover.
[26] Novio a punto de casarse.
[27] Errar al blanco.
[28] Tagetes termiflora- Asteraceacea
[29] Juglans australis. Juglandaceae.
[30] Fagara coco. Rutaceae.
[31] Galium spp. Rubiaceae.
[32] Sambucus nigra peruviana. Caprifoliaceae. Se utilizaba para bañar a
los bebés.
[33] Tecoma stans. Bignoniaceae
[34] Hebreo: plural mayestático y de excelencia, como “dios de dioses”
[35] Hebreo: lugar de destrucción.