miércoles, 6 de noviembre de 2013

Nudo de la serpiente

Nudo de la serpiente



Nudo de la serpiente

Oltramuz Hereo comenzó el descenso desde su caverna en la cima del monte Jikor. El inicio de la primavera decoraba los parterres naturales de mandrágoras, caléndulas y  prímulas. En su andar la frescura de la sacha[1] lo admiró; reverdecía en sus intrincados filamentos, diseño tal que el mejor arquitecto jamás podría perfeccionar.
Era un día especial.
Su vestimenta violeta se enredaba a veces en los churquis y con delicadeza la desprendía para no dañar las hebras de lana teñida con centenares de uchuchos[2] recolectados uno a uno…, ¡tanto le había costado crear! Desde promontorios, las cabras monteses lo observaban en quietud a pesar de los precipicios; durante al menos  trescientos años que recordaba, miles de rebaños parieron y crecieron junto a la caverna, cercanos a él. Le brindaban leche, lana y la carne de los animalitos muertos prematuramente, dádiva final a aquel único sabio que se había refugiado en el inaccesible monte.
Todo era espléndido, demasiado magnífico.
Descendía con una canción murmurando en su extraño idioma. Por momentos levaba en agudos que, en ecos solo para él,  regresaba la respuesta de los sabios desaparecidos hacía mucho tiempo  y decían extrañarlo.
Iba hacia la roca erguida y puntiaguda, su fundamento en el lago, espejo donde miraba el pasado y leía el porvenir. Al morder capullos de azaleas, gustaba su veneno porque ellas lo revigorizaban y en el crisol del agua humedecía su larguísima barba, lavaba la melena hasta la cintura y sus ojos claros y puros refulgían en rubíes sobre piel tan morena y rugosa al extremo.
Leyó los arroyos que ingresaban al lago pero al descubrirse corriendo al pasado, hizo un gesto negativo con la cabeza, se desnudó  por completo, se zambulló;  el agua todavía muy fría, se fregó el cuerpo con hierbas  para purificar de culpa sus arrugas. Nuevamente vestido se recostó en champas, renegridas de verdor,  adormeciéndose;  grajos de costumbre se posaron sobre y junto a su cuerpo. De tanto en tanto se picoteaban agresivamente sin dañarse hasta que uno solo permanecía recostado sobre el corazón apagado del viejo. Sabían que no era carne muerta.
Muy pocos indígenas venían de las aldeas para consultar las sabias parábolas de Oltramuz Hereo; alguna historia, recibir generalmente un oído y palabras para calmar dolencias, curar heridas provocadas en las cacerías o por el duro labrantío de las tierras bajas a veces muy cenagosas. En realidad, Oltramuz Hereo era el nombre que ellos le había puesto dado que él había estado siempre antes de todo y nadie recordaba que algún otro se le hubiera anticipado.
Decenas de brujas y curanderos habían acosado su paso en un intento de despojarlo o al menos apoderarse un poquitito de lo que ellos creían poderes mágicos, pero solo eran la personalidad misma del sabio. Por las noches, pre sabiendo el lugar de ingreso, disimulaban ramitas de ruda entrecruzadas con púas de algarrobo o polvo de huesos y orquídea tóxica, encerradas en pancitas resecas de nonatos. Sin embargo fenecían uno a uno o emigraban a aldeas vecinas como desocupados sin lograr apenas curar un matao[3] que él cicatrizaba al simple tacto. Además los habitantes los odiaban por ser esquilmados constantemente en base a mentiras, supersticiones y daños inútiles, como producir innecesarios cortes en las manitos de los bebes intoxicados para quemar la sangre en las brasas. También con dolor  arrancaban cabellos del estómago enfermo que depositaban en un pote de agua  hirviente y a medida que ascendían a la superficie, repetido varios días, estaría curado; si un niño hubiera tenido insolación colocaban un plato de barro lleno de agua sobre la cabeza, encendían trozos de hojas secas de banano (solo  ellos podían conseguirlo porque no proliferaba el banano a causa de la nieve y heladas),  las ubicaban sobre el agua y cubrían con un cacharro boca abajo; si el agua no podía absorver las hojas apagando el fuego, era insolación, pero al tercer día, cuando se acababa inmediatamente el oxígeno dentro del cacharro, las hojas absorbían el agua apagando  en el acto el fuego y si solo salía vapor débil, la enfermedad había desaparecido. Días y días robándole a los puebleros, acompañando el ritual en murmullo de palabras incoherentes transcurrían hasta que la enfermedad  desapareciese y luego en ora vasija con agua tibia depositaban cabellos del interesado y según la posición que estos tomasen, decían pronosticarle el futuro que muy raramente se hacía realidad.
Por supuesto, el viejo sabio, les había enseñado la práctica natural y el ejemplo de los leones para evitar o aplacar enfermedades. Estaba el cosillo[4] blanco en compresas para enfrentar la neumonía, el decoctado de hojas de matico[5] por la tos y resfríos. La raíz de amaicha[6] blanca solucionaba los problemas del hígado tras las comilonas de cerdo con exceso chicha  en las fiestas de la siembra o cosechas; también  el aroma[7] era protector para el estómago dolorido o si los acosaba el dolor por el recalentamiento de la cabeza al sol o la piel solo eran necesarios vástagos de amaicha blanca; para mordeduras de serpientes, acné  o granos utilizarían hojas y flores del Guaranguay[8] apretujados con un lienzo; el Sauco[9] para  dolores de cabeza, oídos o las flores y tallos hervidos para la fiebre, afecciones respiratorios y dolores de parto .Puebleros indígenas centenarios narraban historias a hijos y nietos acerca de Oltramuz Hereo y otros muchos sabios que habían estado con él pero desaparecieron bruscamente. Solamente de eso él no quería hablar nunca; aquellas cavernas ahora eran  hogar de leones que solo escuchaban, sin rugir, al sabio.
Teques[10], humillas[11] alrededor de las hogueras estaban atentos a sus bisabuelos contarles historias del viejo y los leones. Los teques quinceañeros paschaos[12] sostenían sus cabezas entre las manos pispilando[13] incrédulos lo que oían. Con sus ojillos negros se sorprendían cuando sus papitos[14]  contaban que el viejo sabio había enseñado a los leones a nunca atacar a teques ni humillas, tampoco a las cabras, pero debían defenderse de los brabucones que intentaran cazarlos.
-¿Y si querían matarlos, papito?-cuestionaban los indiecitos.
-El sabio les explicaba: debían defenderse sin hacerles daño a menos que en malones intentaran matarlos o llevarlos cautivos. Los leones entendían al viejo. El respeto mutuo, es esencial. ¿De qué podría servirles a los cazadores un león excepto por la piel que no la necesitaban? ¡Pura fanfarronería exhibirla en sus chozas o casuchas de adobe! “¡Ah! He atrapado a un león!”
-¿Pero qué comían, papito los leones?
-Les ofrendábamos sobre las piedras de basalto verdoso cabezas, vísceras y el corazón de los cerdos o las cabras que se hacían rebeldes, incorregibles; también a veces mataban a otros animales salvajes que los agredían, pero más se alimentaban de cantidades grandes de hierbas y frutas silvestres lo que ayudaba a que vivieran muchos años más-respondían  los papitos sin ninguna seguridad de esto último porque estar alejados de los leones era la consigna  primero para los ancianos mismos- ustedes, incluso los chiques[15] son los únicos que pueden acercarse sin miedo a los leones por que ellos jamás bajan al poblao.
-Papito ¿cómo es que tenemos pieles de leones en las chozas?- preguntó la humilla mayor.
-De los leones que morían jóvenes o viejos; Oltramuz Hereo los despellejaba suavemente con las uñas; eran su obsequio por nuestro respeto a los leones; con el tiempo nos enseñó a curtirlas con el salitre  de tierras lejanas y el aliso[16] líquido, como hacemos hasta hoy- al final teques y  humillas se dormían cerca de grandes conchanas[17] impidiendo al fuego del cebil [18]colorado desbordarse hacia ellos y los papitos los cubrían con la piel de los leones.

Un sonido semejante  a cerda de caballo rozando un cristal, despabiló de su adormecimiento a Oltramuz Hereo. Una voz con nostalgia melodiosa de deslizó sobre aguas vacilantes al sol y llegaron a él. Había escuchado los llamados a las piedras que, al son de una caja, producidos por los lugareños, endulzaban el atardecer en las montañas más bajas pero, esa voz, jamás. Además no era lenguaje de aldeanos. Aunque, ajenos, comprendió los sentimientos en el canto: similares a esas cajas del crepúsculo, las bagualas…, un llamado…, una invocación… mas no conocía el significado de las palabras en el dialecto que  le llegaban. ¡Y él que creía saberlo ya todo! Se fue arrastrando entre la maleza con disimulo.
Asentada sobre una roca, pájaro exótico,  yacía esa muchacha nunca vista, con un instrumento más extraño todavía en las manos generando el sonido que no le era tan desconocido. La voz no era lamento pero tampoco alegría; había en el son como si fuera una lánguida ausencia…, una siniestra búsqueda… algo a punto de perderse. Eso sí lo reconocía, pero la muchacha, el instrumento, la letra…, eso no…, y él… ¡que creía saberlo todo! Prisionero del asombro se puso en pie sin pensarlo. Ella no se volvió aunque supo de su presencia…, todo fue un silencio fugaz…, la muchacha echó a correr…, a lo lejos giró su rostro hacia aquel personaje fantasmagórico… y lo último que el viejo sabio distinguió fue aquella vestimenta roja satinada al sol ascendiendo entre  racimos amarillentos de acacias.
-¡Eh!, vuelve, niña, vuelve… vuelve- y por primera vez desde la desaparición de los otros sabios supo qué era sentir la soledad al llorar agitando los brazos hacia sí como abanicos.
Retornó a la roca de las contemplaciones.
-¿Quién es? ¿Quién es?-preguntó al lago. La inmovilidad ahora del agua irisada lamiendo la roca contestó  con palabras incomprendidas.
Permaneció largo tiempo erguido sobre el peñasco como una gran esfinge envuelta en tosca vestimenta, resplandeciente e inmaculada como nunca lo había visto…, envuelto en su extrema barba agitada por la brisa…, envuelto en la extensión de su cabellera purísimamente blanca…, pero por primera vez desconocía la respuesta.
Distinto a siglos anteriores esa noche tras larga y sabiduría de sentencias, no logró dormir un minuto sobre su lecho de paja recubierto con la manta que él mismo había hilado y tejido con la paciencia del tiempo que para él no transcurría jamás. Oyó el consabido deslizarse de los leones saltando sobre las rocas, el chistido de pispires, y chiricas[19] cuando giraban sus cabezas atrapando murciélagos que intentaban penetrar en la cueva del amo.
Esa mañana el acostumbrado sendero desde la caverna hacia el lago le resultó angustioso: las mandrágoras, prímulas y caléndulas agobiadas. Se desgarró su vestimenta en los churquis y la sacha retorcida, resquebrajada, reseca había perdido el esbozo fresco y la vitalidad del día anterior. No había en sus labios la canción esperada. Caminaba taciturno con toda su mente puesta en la extraña canción que había escuchado de la jovencita. Ascendió al pináculo de las contemplaciones y a sus pies, el lago estaba gris y demasiado impaciente. Se concentró en la canción, en los antiguos sabios desaparecidos. Intentaba saber si estarían queriendo transmitirle algo. No obstante desde el agua tenebrosa ninguna explicación inteligible procedía. Estaba destrozado.
-¿Desde cuando eres?-sintió una mano tibia sobre su hombro en el peor instante, la voz a sus espaldas.
Giró bruscamente. No creyó ver lo que estaba viendo: la muchacha del vestido rojo y flores que desbordaban de sus manos. El viejo se puso en pie con torpeza y al mirarla a los ojos vio que él mismo se traslucía, el agua a sus espaldas comenzaba a circular sosegada y lejos las alhucemas levantaban al cielo sus espigas azules decaídas y el azahar de naranjos y limoneros junto con la menta a orillas de los arroyos inundaron la mañana.
-¿Quién eres? ¿Desde dónde vienes?-preguntó atolondrado el sabio.
-¿Desde cuándo eres?
-No lo sé…, o no lo recuerdo… o desde nunca.
-Sentémonos- le indicó la muchacha.
El viejo sabio lo hizo primero. Ella refulgía en su extraña vestimenta ante la mirada agobiada del viejo.
-¿Quieres beber agua de las hierbas?
-No, no-respondió él- ¿quién eres?
-Bien lo sabes- y la ella se sentó muy junto a él con ese inverosímil vestido rojo completamente desabrochado. La forma de los pechos se dibujaba sin verse detrás del raro instrumento de una sola cuerda sostenido en sus manos. Se perfilaban las rodillas juntas recostadas bajo el púrpura que las cubría-tu hija, soy tu hija.
-¿Mi hija? ¡Nunca he tenido hijos!
-Soy tu primera, la sabiduría. Hay muchos, muchos más. ¿Los has olvidado?
-No, no…, bueno… no sé…, es tanto tiempo ya, tanto… que…-notó que la cuenca de los ojos de la muchacha eran pequeños, oblicuos y desde la nariz se alargaban hacia arriba. Algo parecido a los teques, pero mucho más largos y estrechos, y delgadas pestañas que se extendían rosando las cejas por arriba  y los pómulos salientes. ¿Cómo podía ser su hija? ¿Y los otros los hijos que mencionaba… como no podía recordarlo?- ¿De dónde vienes?
-Desde el mañana.
-¿De dónde?
-Desde el mañana.
-¿Y cómo?  ¿Para qué?
-Bien lo sabes. Para traértelo.
-Traerme ¿qué?
-El mañana, ya es hora.
-Siempre es nada más que hoy…, ahora…, nada más, y aquí-el viejo se puso la mano sobre el corazón-¿por qué huiste?
-Eso fue ayer. Hoy es mañana pero ayer, como dices tú, no te reconocí y mira ¡cómo estás! aunque es quien busco desde el inicio.
-¿Desde qué?
-Desde el inicio.
-Desde el inicio… y eso es ¿cuándo?
-Contigo es siempre.
-¿Eso es lo que cantabas ayer o… hoy?
-Desde siempre, desde el inicio cuando me pariste.
-¿Qué? ¿Qué quieres decirme?
-Te he buscado en las estrellas millones de años, he recorrido los anillos de Saturno y vi esto que reluce como una espléndida perla verde desde un tiempo que sólo tú sabes medir y me deposité aquí porque era de tu mano, lo sabía, pero no que te habías refugiado tan lejos del origen.
-¿Del origen de qué?
-De mi origen. Cuando dijiste “Hazte” y tus manos con cariño me originaron desde ti. Soy tu hija, la sabiduría. ¿Quieres beber agua de las hierbas?
- Bien-la muchacha extendió su mano sin moverse hasta llegar a las hierbas y extrajo frente al viejo una bebida irreconocible. Bebió de su mano hasta la última gota.
-¿Eso cantabas… o cantas, del origen?
-Sí.
-¿Puedes repetirlo para mí pero en lenguaje que yo entienda?
-Cantaré y entenderás porque yo soy tu lenguaje. Es una viejísima canción que compuse llamándote y nunca estabas.
-¿Cómo la llamas?
-Boribat.
-¿Qué significa?
-Lo entenderás- la muchacha extendió su elegancia sobre la roca. Ubicó la base delgada del instrumento de una sola cuerda sobre la rodilla y en la otra mano apareció misteriosamente un arco delgadísimo. Con la mano izquierda fue presionando gradualmente el diapasón y en la derecha el arco emitió innumerables chispas al recorrer la cuerda durante unos segundos, encumbró la voz hacia el monte Jikor: el sonido de una lánguida ausencia…, una siniestra búsqueda…, algo a punto de perderse.
Si camino
el sendero
que cruza
un campo de cebada
el llamado de una voz
me detiene.
Aquello que parecía una frágil jovenzuela emitió un agudísimo cántico trémulo y el monte
Jikor se estremeció. Los árboles del llano se paralizaron. La voz descendió apaciguándose de manera plácida.
Viejas memorias
hacia cierta nostalgia
me conducen.
Entonces silbo.
Remontó alas la palabra hasta volverse mansamente insoportable la estridencia.
Canciones amorosas
a mis oídos
saludan en respuesta
mas cuando me vuelvo
El viejo sintió su pecho trastornado con las últimas frases. Lo comprendía todo.  O al menos eso creyó. No necesitaba intérprete.
nadie está allí
sólo el atardecer arde sin fuego
y cielos vacíos ahogan mi mirada.
El arco vertió las últimas chispas sobre la cuerda única estremeciéndolo todo en un silencio que la materia desconocía al desaparecer de las manos de ella el arco.
Por la barba corrían lágrimas de viejo sabio. Sus ojos relampaguearon callados cuando la mano de la muchacha se posó sobre su mejilla que ardía. Reclinó en esa mano toda su existencia  y pensó haber comprendido qué era el mañana que lo esperaba.
-Desnúdate-dijo la muchacha-te bañaré- el sabio apretó la túnica más al cuerpo, negándose.
-Me he bañado ayer a la mañana.
-Déjame que te desnude-el viejo no tuvo poder para impedírselo y poco a poco ella le fue quitando su enigmático ropaje y lo condujo al agua. El viejo sintió que era más cálida junto a donde ella estaba. De pronto regresó el perfume de las alhucemas enroscando su cuerpo humedecido mientras ella lo bañaba como a un chique sin que sus manos rozasen el cuerpo siquiera. El sabio se dejó llevar por esas caricias imperceptibles. Los dedos sigilosos fueron rodeando su cabellera: el agua arrastraba hacia orillas lejanas mechones ennegrecidos y ahora solo había cabellos hasta el principio del cuello; luego la muchacha acarició la desconocida barba y el viejo sintió el ardor del sol  en su piel porque también por la corriente del río grande descendió su viejo retrato… entonces perfumó todo el cuerpo del sabio con las flores revividas del bosque.
-Ven padre, asciende- el hombre contempló que la muchacha no estaba en el agua junto a él como había creído, sino en la cima de la roca de las contemplaciones. Totalmente desnudo subió sin avergonzarse más- acuéstate mirando al sol- el viejo lo hizo y ella, comenzando desde los dedos de los pies, uno por uno, hasta los músculos faciales, recorrió el frontal del cuerpo con levedad de pluma y la firmeza del poder. Fue un largo y lento recorrido cuando el hombre estimó que sus dedos detuvieron la vista y penetró en una profunda y total oscuridad que ya había olvidado por tanto tiempo y poco a poco todo ante sus pupilas alcanzó una dimensión y luminosidad inverosímil. Fue cuando ella retiró, al parecer, sus dedos cuando él regresó, tras un viaje inverosímil, su vista al sol que podía mirarlo sin pestañear-vuelve  tu espalda hacia el espacio- el hombre volvió su cuerpo desnudo hacia la roca, pero no distinguía si se había depositado sobre las filosas puntas donde se sentaba antes en sus contemplaciones. El sol calentaba su espalda, sus glúteos, sus muslos, toda su carne. Por un momento no sintió a la muchacha junto a él, pero vio cuando la túnica de púrpura cayó frente a sus ojos. La muchacha comenzó a efectuar la misma tarea sobre su dorso punto por punto-cuéntame qué pasó- le dijo.
El hombre no quería hablar del pasado. Había quedado un resto muy doloroso de ello, pero sabía que estaba en sus manos. Mientras ella friccionaba aquí y allá él dijo:
-Solo recuerdo que éramos setenta sabios. Nos llamábamos  los Hijos de la Sabiduría.
-¿Qué más?
-Vivíamos en comunidad. Cada uno tenía su propia caverna y su lugar personal de contemplación aquí junto al gran lago. En el llano vivían los humanos. Solíamos recorrer sus hermosas calles empedradas y nos agradaba estar con ellos. Ninguno de nosotros tenía hijos así que sus teques, sus humillas eran como nuestros. Los educábamos, los curábamos hacíamos todo lo bueno para ellos por varias generaciones, con el único juramento de respetar nuestro mundo, nuestros animales, nuestros ríos, lagos, bañados, plantas y nuestros bosques por sobre todo.
-Y luego ¿qué sucedió?-dijo la muchacha acostándose totalmente desnuda sobre él. Había un extraño sedal separándolos, como una gravedad que imantada impedía el contacto de los cuerpos sin embargo el hombre sentía un poder olvidado inyectándose en su piel.
-Luego aparecieron ellos.
-¿Quiénes?-
-Ellos-dijo pero la voz de la muchacha le resultó lejana en la pregunta no obstante creía sentirla sobre su cuerpo-ellos. Vinieron del norte, cruzando montes más soberbios que el Jikor a orilla de los mares. Un ejército innumerable comandados por una mujer, su reina.
-¿Cuál era su nombre?- preguntó la voz más lejana.
-Airenes.
-¿Airenes?
-Comenzaron la gran devastación. Dominaron a los aldeanos pacíficos. La sangre no llegaba a coagularse en los ríos. Los sobrevivientes fueron esclavizados para desmantelar los bosques de maderas preciosas. Los pequeños teques eran usados para fabricar ladrillos, recoger la saitilla[20] con sus propias manos y extraer en galones betún que almacenaban junto a la madera preciosa de la selva. Las humillas eran mancilladas por la reina y su corte de mujeres y los muchachos amancebados por los guerreros hasta morir. Desde el comienzo  los setenta hijos de la Sabiduría comenzamos a protestar, acusar, enfrentarnos a la reina Airenes. Desafiábamos su poder con nuestra sabiduría pero la maldad de ellos era superior a nuestra modestia. Nos buscaron constantemente en intento de quitarnos el poder que ejercíamos sobre los mansos esclavos. Logramos que muchos escaparan de sus garras, pero volvían a cazarlos como jabalíes e iban muriendo de hambre o las enfermedades desconocidas que les contagiaban esa chusma.
-¿Y en qué terminó todo eso?- la voz era un susurro.
-Nos buscaron por todos lados hasta que descubrieron nuestras cavernas. Uno a uno fuimos arrastrados.
-¿Y tú?- más lejana.
-Desconozco que poderosa fuerza me liberó una noche desarmando los grilletes y logré escapar. Pero al día siguiente desde mi  caverna, la más elevada e inaccesible, que no habían logrado hallar escuché los gritos de los sesenta y nueve hijos de la Sabiduría cuando fueron degollados por la misma mano de Airenes. Cuando ya no hubo más bosque que desmontar ni betún para extraer el ejército eliminó a los últimos sobrevivientes y marcharon de regreso tras la montaña con su cargamento de riquezas sobre extensas explanadas construidas sobre la rueda inventada alguna vez por mí. Pero antes de retirarse todo el contingente Airenes gritó hacia el Jikor. “Ya te encontraremos, muy pronto y entonces te pasaremos a degüello” y quedé solo…, solo…, totalmente solo quizás por siglos hasta que comenzaron a llegar nuevos puebleros humildes… siglos… siglos…
-Has estado tres mil doscientos treinta y tres años solo, padre…, pero hoy es el mañana-fueron las últimas palabras de la muchacha al oído profundo del hombre.

Despertó al atardecer. Sentado sobre el peñasco su cuerpo vestido con extraña elegancia. Se pasó la mano por las mejillas…, no había barba…, movió la cabeza…, no había largos cabellos…, se miró los dedos, los brazos, eran bellos y formidables…, bajó al agua…, su rostro perfecto y los ojos claros, poderosos.                                                                                                                                                                                                                                                                                                          
Aquella noche tampoco pudo dormir. Grandes propósitos se adueñaron de su mente.
A la mañana siguiente se fue al bosque, arrastró detrás de sí un árbol poderoso. Con las piedras filosas del peñasco comenzó a tajar la madera en partes hasta construirse pesada maza con un mango robusto. Regresó al bosque. Incrustó un filoso trozo de piedra con todas sus fuerzas, luego con la maza lo hacía penetrar a fondo debilitando a la planta. Enlazaba la copa por la parte superior con grueso bejucos y conseguía derribar uno por uno decenas lo que había sido un gran bosque de nogal pardo. Durante horas, días, semanas produjo centenares de bloques barro, paja, saitilla mesclados con arcilla roja. Fue elevándolos uno a uno uniéndolos con betún hasta terminar su castillo enlazando las paredes con troncos de Cebil moro[21] derribados, pero no había techumbre. Solamente la noche y el sol pasaban a través.

Durante un año nadie vio al viejo sabio bajar por el caminito indio. Ha muerto, decían algunos, se ha enloquecido respondían otros pero los teques en sus escapes furtivos habían visto por primera vez a los leones merodeando la cercanía. Cuando intentaron acercárseles el gruñido amenazante los había clavado al suelo; entonces las bestias se retiraban un poco, pero no se iban definitivamente.
La primera mañana que vieron a aquel hermoso hombre descender entre sus maizales tempraneros, los papitos y las mamitas[22] quedaron azorados. Provenía desde la zona del Jikor, pero ¿quién era? Los labriegos se miraron unos a otros, secaban su sudor avergonzados, entonces, hacia el extraño con sus manos entrelazados en el pecho inclinaron las cabezas en saludo. Respondió elevando su brazo derecho con la palma de la mano hacia abajo, saludo no comprendido por ellos, no obstante captaron cierta altivez en el gesto. Continuaron con la faena de su sembradío y fue tema de la noche frente a la hoguera comunitaria.
El extraño comenzó bajar más seguido hasta transformarse en una visión diaria, muda hasta amenazante se les ocurría a los papitos. Hallaron en él algo conocido pero era muy indefinido. No hablaba con nadie. Sólo rondaba los sembradíos y los espesos bosquecillos de las colinas cercanas que rodeaban el caserío y se retiraba.
Al pasar un tiempo las cabras monteses acostumbradas a los riscos elevados no se apartaban de la cercanía. Cuando cruzaban el pasadizo por donde solo una por una podía trasponer, los teques pastoriles, acostumbrados al conteo con guijarros que depositaban en el gran hueco forjado por siglos de goteo constante de una vertiente en la roca, alarmados le llevaron la noticia a los papitos.
-Se despeñarían cuesta abajo los chiques.  
-Papito, ni los chiques ni sus mamás van más lejos del Huayco Chico a abrevar.
-Serán los viejos… porque sus patas ya no están tan firmes para las cornisas.
-No papito ellos ni suben las sierras bajas detrás  del Huayco Grande, son los más fuertes los que hace varias semanas no regresan al aprisco.
-Bueno, bueno, ya regresarán o los buscaremos- respondían papitos y mamitas, disimulando su propia angustia a los teques.
A la semana siguiente encontraron huyendo a alguien cargando un gran morral que ni el hombre más vigoroso del poblado pudiera llevar a sus espaldas unos metros. Del morral sobresalía parte del maíz más tierno. Por el andar firme y enhiesto dedujeron que sería un desconocido. La alarma se extendió rápidamente, y de inmediato los hombres más jóvenes construyeron pircas elevadas alrededor. Se sentían amenazados, indefensos ante algo que no entendían porque jamás había sucedido.

Una mañana del verano, cuando la amaicha[23] blanca desborda los faldeos del bosque, la vila vila o el suncho ennoblecen con su color potreros y corrales, el hombre extraño avanzaba con un brazo cargado de estas flores. A medida que encontraba las hermosas de tez morena a su paso les arrojaba pequeños ramillos que ellas atrapaban sorprendidas y gentiles, frente a ese mirar claro, que parecía consumirlas en un agüero. Las mujeres mamás o jóvenes enamoradizas se llevaban las amaichas a los labios, las trenzaban en el pelo desbordante o se las prendían junto al corazón en tanto el hombre les gritaba enérgicamente, un mandato:
Takichunku! ¡Tusuchun![24]- y en tanto proseguía su andar las mujeres envueltas en un desenfreno inusitado vocearon y danzaron al son de una exótica música que sólo ellas escuchaban. Ante tal despliegue de locura los hombres se aproximaron sorprendidos al principio y luego se sintieron arrastrados a unírseles. Todo se aquietó solamente al anochecer cuando frente a papitos y teques ante la hoguera, los danzantes enajenados cayeron abatidos en la oscuridad.
Al día siguiente embrutecidos de silencio, todos despertaron y huyeron a sus barracas para regresar al anochecer cuando papitos y teques despertaron frente a las conchamas  donde el fuego se había extinguido. Los hombres lo reavivaron al laschir[25] las cenizas que conservaban brasas diminutas.  Las llamas crecieron quedamente y los teques contemplaron por primera vez en aquellos ojos la vergüenza y el remordimiento.

Las mujeres esperaron cada día con ansiedad el retorno del hombre de las amaichas y lo manifestaban abiertamente tanto que los papás y machu wainas[26] comenzaron a celar. Hubo enfrentamientos verbales al principio, luego las cosas empeoraron día a día. Arrumbados en un rincón oscuro, con lágrimas en los ojos teques y humillas  presenciaron discusiones y entredichos que poco a poco fueron agravándose entre gritos y palabras feroces hasta ver al papá azotar a la mamá, algo jamás visto.
El hombre regresaría un año después. Un silencio gravoso dominaba las callejuelas donde ya no se veía a nadie. En la penumbra de las casuchas, ojos oscuros lo observaban pasar sin atinar a mostrarse. Vivían enlutados como en sus propias cavernas ancestrales. Solo el blanco de los ojos le eran perceptibles al extraño que desfilaba con un desconocido aparejo cruzado en su espalda, semejante a un instrumento y de su nuevo cinturón regio sobresalía deslumbrante el asta de un machete.
Se demoró a la distancia. Extendió su poderosa mirada que en círculo invisible se apoderó del poblado y los campos desnudos.
Al desaparecer en el perfil tenebroso del horizonte arriba, primero los teques, detrás las humillas, entonces los padres y finalmente los papitos se aventuraron a la calle, lívidos…, ojeroso…, enjutos… y harapientos.
Al mes siguiente comenzaron comentarios acerca del extraño. Algunos papás decían haberse aventurado hacia el Jikor y contemplado una ruca majestuosa sin lechos ni fogones, completamente vacía…, que su techo era la bóveda del cielo…, que al llover…, que al nevar…, que al golpear el furioso viento procedente del norte árido, polvoriento, reseco…  al rozar los vigorosos troncos de cebil moro que unían las paredes, todo se desleía en un instante por más que los elementos rabiasen alrededor de la morada colosal.  Otros aseguraban haber visto una inmensa cancha detrás de ella de donde, aseguraban, provendrían esos gritos clamorosos que en noches especiales llegaban hasta la aldea, competidores batiéndose en plena oscuridad y el extraño elevado en un gran sitial dominándolo todo, en su brazo extendido aquel instrumento iridiscente señalaba a los vencidos que morirían degollados.
La quinta estación indefinida que siguió al desquiciado danzar avanzaron personajes insólitos, desconocidos, desde otra aldea informando haber hallado en los caminos multitud de cabras desgarradas de las que solo quedaban junto al cuero la cabeza, las tripas y el corazón. Los papitos se miraban entre sí comprendiéndose sin un gesto.
-Los leones- comentaron los visitantes.
-¿Los leones…?- respondían los papitos.
-Sí. Los leones-insistían ellos y los papitos no agregaron una sola palabra. Así el terror circular ejerció su dominio sobre los puebleros. Inició el abandono definitivo de sus tierras preparadas para la próxima siembra, que se fue plagando de malezas y espinos. Luego se atrevieron hacia los escasos bosquecillos de las colinas bien cercanas en busca de largas varas trozadas pero no para cestería, sino para un fin del que solo conocían de oídas por la voz de los papitos de sus papitos: lanzas y flechas. Los teques observaron a sus padres inmersos en el diseño de esas punzantes herramientas, destrozaron las ineficaces regresando a los montes por centenares más. Luego los descubrieron entrenándose en el lanzamiento contra los troncos de los frutales lánguidos y desechos y entonces presenciaron las competencias entre unos y otros para demostrar quién era el más diestro en no uspir[27], competencias que por lo general terminaban en grescas violentas y desconocidas. Así los teques aprendieron cómo agredirse  entre ellos.
Los papitos desaprobaban todo eso día tras día, pero ¿qué eficacia tendrían sobre los niñitos competir con lo que penetraba a través de ojos y oídos? Aunque censuraban a sus hijos por las nuevas estrategias muy lejos de los teques, los papás comenzaron a regañar a los papitos aunque no podían mirarlos de frente, cara a cara. Al pasar del tiempo los hombres no satisfechos con sus armas iniciaron el reunirse en zonas rocosas especiales en la búsqueda de piedras  especiales. Habían diseñado otra herramienta de material superior y con ella las perfilaban hasta transformarlas en púas muy agudas que encastraban en un extremo de las varas. En aquellas zonas escondidas, rivalizaban en fuerza y destreza ¿quién lograba producir las más profundas heridas en las rocas? Después… fueron por los leones.

Cierta mañana el hijo menor del  gran papito dijo a su hermano mayor el amante de los rebaños:
-Vamos al campo.
-¿A qué?
-A ver los rebaños diezmados.
-No es necesario.
-Vamos-insistió el menor y lo empujó. Por no iniciar una disputa entre ellos el mayor lo siguió. Salieron, el menor con su lanza y un gran machete en imitación del extraño. Ascendieron por las escarpas discutiendo sobre lo innecesario y riesgoso del intento.
-Eres un cobarde- gritó el menor-tienes miedo de enfrentarte al gran viejo y le obedeces ciegamente.
-Eres estúpido. Es nuestro padre. Y a pesar de los acontecimientos que lo están consumiendo no ha disminuido su sabiduría.
-Tú, estúpido. ¿No ves que ya carece de poder sobre todo, hasta sobre los teques?
-Los teques y humillas están acobardados por sus padres enzarzados constantemente en disputas. Pero nosotros sabemos que el derecho del padre es intocable.
-¿Intocable? Ja.
-¿Qué insinúas?
-Debemos reemplazarlo.
-Estás loco, jamás aprobaré esa idea.
-Me secundas o incitaré a la mayoría.
-No te secundaré. Además por acuerdos milenarios el hijo mayor del gran papito tiene el derecho de dirigir a la obra.
-Obra ¿de qué?
-De ejercer la sabiduría y el juicio en la comunidad.
-¿Tu sabiduría? ¿Tu juicio? ¡Toma tu juicio!- lo derribó de un golpe. El mayor utilizó su fuerza para defenderse, rodeó al hermano con sus piernas y este lo aprisionó por el cuello. Las piernas del mayor hicieron volver de espaldas al otro contra el suelo y lo presionó con su pie. El menor se aferró al tobillo con una mano y con el otro brazo golpeó violentamente un fémur del mayor que se dobló y cayó. Cuando el menor le arrojó una gran piedra para destrozarle la cabeza, el mayor la esquivó, se irguió en un salto con una quijada de asno reseca y filosa y cuando el menor elevó el machete para degollarlo, la quijada traspuso el aire y el menor se inclinó a tierra tomándose la garganta la garganta destrozada.
El atardecer sombrío los vio regresar. El mayor traía en brazos a su hermano, la cabeza colgando desde donde la sangre seguía fluyendo en sus últimas gotitas coagulándose en las piedras.
-¡Los leones!- gritaron todos al verlos. El padre se adelantó, rengueando y tembloroso tomó el cadáver en sus brazos.
-¿Qué ha sucedido?
-¡Los leones!-insistió la gritería ávida de sangre. El heredero por derecho caviló unos minutos. Bastaría haber inclinado la cabeza asintiendo.
-Lo he asesinado- respondió.
-¿Por qué? Tu hermano. ¿Cómo has hecho eso?-clamaron a una los padres.
-Intentó destrozarme la cabeza con una roca y degollarme con su machete.
-Pero ¿por qué? tu hermano menor…
-Inició una discusión inaceptable.
-¿De qué discutieron?
-Eso es otro tema, padre- y el viejo tomó de su cinturón el gran cuerno y convocó a los ancianos a una asamblea.
Dialogaron, fumaron, bebieron, concordaron, disintieron toda la noche. Habría un gran carnaval para la sepultura. No obstante el gran papito sabía que la vieja tradición obligaba a quitar la vida en público al asesino durante el entierro, pero ninguno había presenciado jamás eso.
-Es digno de muerte-definió el padre no permitiendo que aflorara en su rostro un solo sentimiento que lo estaba carcomiendo. Los demás se opusieron porque el hijo mayor, el heredero de la sabiduría era el único hombre joven pacífico que se había opuesto a la confección de las armas que proliferaban en cada agujero del poblado y jamás había siquiera asistido como espectador en alguna competencia. En cambio el menor había sido el promotor de todo ese cambio sanguinario en la comarca.
Desde su lugar privilegiado en el Jikor el extraño había presenciado toda la noche las discusiones en la asamblea y algo le impedía interferir con la sabiduría de los viejos y escupía rabia.
Cuando a primeras horas del alba convinieron todos, menos el gran papito, en que sería desterrado porque no merecía la muerte, el heredero de la sabiduría ante los demás ancianos se inclinó ante su padre y le besó el ruedo de la túnica desteñida y polvorienta. Entonces partió descendiendo por el gran río hacia donde le habían dicho por años, estaría el mar.
Sobre su gran castillo el gran extraño lo vio perderse bajo lejanísimos bosques intocados aún y y volvió su rostro destilando furia, malicia y venganza hacia la alturas, extendió su brazo con la palma hacia abajo y tronó-¡Debió morir! ¡Ya te encontraremos, muy pronto y entonces te pasaremos a degüello-en ese instante las columnas que sustentan desde el centro de la tierra al monte Jikor temblaron, temblaron, retemblaron. Se estremeció como en un incontenible latigazo ondulando los bosques talados, los campos secos y desnudos y un gigantesco hongo desbordó eructado desde la cima rajada  en columna de humo por centenares de kilómetros hacia las alturas. Cuando el sol emergía por el este se hizo noche total y un finísimo polvo de cenizas comenzó a anegarlo todo centímetro a centímetro por días y días. Solamente había una luz emergiendo de la gran mansión del hombre extraño que continuaba vociferando, hasta que una nueva luz comenzó a surgir de una llaga del monte hacia el sur. La luz deslumbrante y única avanzó laderas abajo, enrojeciéndose en brasas…,  al evaporar el agua…, disolver las rocas…, haciendo antorchas de cada árbol…, y de los cauces del río fluyó en sulfuro incontenible. A medida que se abría paso se ensanchó perfilando el poblado en busca del primogénito de la Sabiduría.

Varios meses continuó descendiendo la ceniza negra haciendo imbebible las cisternas. Uno por uno murieron los únicos animales sobrevivientes. Las estibas de grano se agotaron y la tierra sepultada era totalmente estéril. Entonces entró el hambre.
Aquella tarde en que los niños desaparecieron nadie supo por qué. Ellos salieron en busca de algún resto de hierba para comer flores o tallos de suico [28] o desenterrar semillas de nogal[29], pero nada encontraron, todo estaba seco y marchito o no había semillas.
Patearon las cenizas o se la arrojaban unos a otros como si fuera agua de verano. Jugaron, todavía eran niños. La aplastaron en bollos y se la arrojaron entre sí como bolas de nieve. La risa en sus rostros empequeñecía aún más sus ojitos aureolados de un violeta que hacía más patente la lividez de los pómulos angulosos por la inanición. Cercano a ellos un resto de buitres hacía su festín con un león muerto. Los teques mayores desenterraron piedras en el cauce inerte de un arroyo e iniciaron una lucha contra las aves y los teques más pequeño se les unieron vociferando imitando a los papás en las pasadas competencias. Cuando las aves huyeron al ver la numerosa bandada que se abatía sobre ellas, los teques comenzaron a arrancar trozos de la carne casi podrida y a devorarla. Se atropellaban unos a otros. Se disputaban entre sí, enroscaban sus cuerpos compitiendo, golpeádose  con los puños o piedras y los más pequeños fueron los últimos en comer algo. Entonces con la poca sangre que quedaba en las venas, se pintaron el rostro en largas estrías desde los pómulos hacia la boca.
-Una lanza-gritó el más avezado- una lanza- y elevó una rama del árbol caído-un sacrificio, un sacrificio- insistió ordenando a los demás que lo rodearon sabiendo de qué se trataba. Amontonaron grandes  rocas contra la rama que apuntaba hacia el cielo oscuro.
- Quitémosle el corazón- ordenó el de la lanza y disputaron hasta que el más fuerte se impuso y lo arrancó del animal. Todos lo siguieron vitoreando como en las competencias mientras él ensartaba en el extremo de la vara el corazón que la fue manchando hasta las piedras-un fuego, encendamos un fuego- y todos corrieron hacia los árboles derribados, había demasiado leña cubierta bajo las cenizas y las recogieron, mientras el más fuerte chasqueaba varias rocas, intentando la chispa.
Finalmente aparecieron una tras otra y el fuego comenzó a arder bajo el corazón muerto.
-La danza, la danza- y los teques comenzaron el ritual desenfrenado que recordaban de sus padres, hasta agotarse.
Entonces, llegaron ellos.
Sus caras, feroces…,  sus vestimentas, largas y negras…, amplio cinturón donde sobresalían las asas de los machetes… y sobre el pecho la gran cruz que mediante un redondel pendía de un collar de diamantes. Se apoderaron de los niños. La tarde se fundió en intensos alaridos de dolor.
A la mañana siguiente el único que había sobrevivido llegó vacilante y sangrando cayó a los pies del gran papito. Urgía llamar a los demás ancianos.
-¡Calienten agua, calienten agua!-gritó con su voz ronca y ahogada. Y desnudó al pequeño teque sumergiéndolo en agua tibia llena de tallos de salvia y hojas de sauco[30].  Hirvieron ramas jóvenes del mololo, aunque ya estaban secas y se la fregaron por el cuerpecito; para aliviar el dolor, le aplicaron savia de chapi[31] que habían salvado de las cenizas en viejos potes de barro… no hicieron excepción de hierbas; había que salvar al último teque de cualquier forma.
Tras una larga y angustiosa hora, el niño movió sus párpados. Los rostros de los viejos sabios estaban sobre él y sonrieron…  apenas un poco porque las partes privadas que les habían enseñado impedir a cualquier siquiera tocárselas, estaban  amoratadas, inflamadas, sangrantes. Reconfortaron al niñito, le aplicaron grasas, ungüentos y  le perfumaron el cuerpo con aceites aromáticos y mololo[32] por toda la piel. Lo vistieron con la mejor ropa que encontraron y lo devolvieron a sus padres para que velaran por él hasta el amanecer.
Transcurrió toda la noche en el lugar privado de la asamblea convocada para los ancianos solamente. Se habían entregado a plegarias que ascendieron constantemente junto con el aroma conducente a descanso de los leños sagrados del guaranguay [33] que encendían uno a uno impidiendo que el humo se entrecortara un solo instante.
Con los opacos tintes de la alborada regresaron los papitos. Se extrañaron de no ver ningún movimiento entre los puebleros sobrevivientes.
Todo estaba por demás quieto.
No quedaba árbol alguno que susurrase un murmullo.
El gran papito hizo sonar su cuerno centenario.
Nadie.
Se dirigieron al lugar de los padres para ver el estado del pequeño teque.
Nadie.
Solamente una gran olla vacía.
En el fondo de ella huesos de un pequeño cuerpo.

Los únicos papitos, los únicos sabios estaban solos, abandonados y casi moribundos. Sus rostros vetustos…, las frentes arrugadas …, las manos temblequeando…,  las piernas flaqueaban bajo destrozadas vestimentas … cuando doblegados por una irrevocable tristeza vieron en una explosión de cenizas, aproximarse  por el sendero al magnífico extraño seguido de un ejército irreconocible de rostros fieros.
Se presentó frente a los ancianos y cuando extendió a lo alto su brazo con la palma hacia abajo, todo el ejército hizo el mismo gesto en un alarido que tronó hasta el mar tan lejano.
Los papitos ensordecidos y abrumados por el hedor de esa muchedumbre, solo atinaron a preguntar:
-Pero tú, señor ¿qué quieres? ¿quién eres?.
Un estallido expulsó a los papitos  hacia el vacío cuando el magnífico desconocido respondió en su altivez:
-’E-lim[34]  del ’avad·dóhn[35]- ese es mi nombre.






[1] Usnea angulata-Parmeliaceae
[2] Vassobia breviflora-Solanaceae.
[3] Llaga en animales
[4] Senecio Bomanii.  Asteraceae.
[5] Piper Aducum. .Piperaceae.
[6] Achyrocline spp. Asteraceae.
[7] Amaranthus spp. Amaranthaceae.
[8] Tecoma Stas. Bibnoseae.
[9] Fogara coco. Fugaceae.
[10] Varoncitos
[11] Niñas y jovencitas.
[12] Recostado boca abajo.
[13] Pestañeando
[14] Abuelitos o bisabuelitos.
[15] Pequeñitos.
[16] Alnus acuminata. Betulaceae.
[17] Piedras que bordean una hoguera
[18] Anadenanthera colubrina. Fabaceae.
[19]  Búhos y lechuzas
[20] Bidens pilosa minor. Asteraceae.
[21] Parapiptadenia excelsa. Fabaceae.
[22] Abuelitas o bisabuelitas.
[23] Archirocline spp.-Asteraceae
[24] Para que canten, para que bailen.
[25] Remover.
[26] Novio a punto de casarse.
[27] Errar al blanco.
[28] Tagetes termiflora- Asteraceacea
[29] Juglans australis. Juglandaceae.
[30] Fagara coco. Rutaceae.
[31] Galium spp. Rubiaceae.
[32] Sambucus nigra peruviana. Caprifoliaceae. Se utilizaba para bañar a los bebés.
[33] Tecoma stans. Bignoniaceae
[34] Hebreo: plural mayestático y de excelencia, como “dios de dioses”
[35] Hebreo: lugar de destrucción.