Cuando
la primera nieve de otoño se amodorra sobre la pampa sureña y la luna extiende
un mantel, las parvas de alfalfa de la cosecha reciente son como altares para
un sacrificio regular más. De establos y corrales, asciende el vapor palpitante
acusando la presencia de ángeles que ni duermen ni temen.
Mis
pisadas marcan el camino; la yegua, Esperanza, sigue sin protestar entre álamos
sangrantes. Monto. Con su soledad la noche no intenta sino acompañarnos.
En
la lejanía rezonga un acordeón envejecido; la voz, lúgubre, gangosa es melodía de
lobo invocando la ilusión.
En
algún rancho bambolea un farol a querosén, esquivando la inercia que intenta
metérsenos muy adentro cuando la luz y voz ronca se desmenuzan en filamentos del
mantón negro tras la nieve que recomienza.
Arropado
en mi poncho de castilla, cubriéndome hasta las botas con el cuello desplegado
hacia la altura del sombrero, avanzamos impertinentes.
En las vigilias cuando las sombras dejan de ser sombras para transformarse en
lerdos caparazones incrustados en el viento ¿a que asemejaré este bulto opaco
formado por Esperanza y yo, únicos en la pampa del sur? ¿Quién puede desmembrar
esta unidad de hidalgo nocturno entregado a la inteligencia instintiva y
práctica de su caballo que, él lo sabe, lo llevará a donde debe, por más que cabecee
sin resbalar de la montura? Me han enseñado que el lenguaje, la cultura añejada
marcan la diferencia entre el gaucho y su bagual; sin embargo realmente no
puedo creer que Esperanza sea incapaz de experimentar emociones protectoras semejantes
al cariño y la lealtad, esa comunión que existe entre nosotros. Realmente ¿puede
prescindir ella del discernimiento del ser secreto, de la elocuencia del mundo
que se dilata en misterios debajo de la piel salvaje de la planicie o el
universo que se desmorona cada noche escribiéndose a sí mismo sobre nuestras
cabezas? Un cura yugoeslavo me dijo un día “Pues tu errres diferrrente , errres una imagen de cómo es el Dios fivo. Te feo a ti y es ferlo a él
pues errres su hijo” ¿Cómo? ¿Acaso
tiene huesos, fibras, carne y es castigado como yo? Cuando se lo
pregunto a Esperanza, porque sabe en lo que estoy cavilando, me observa con sus
ojos fijos, sin pestañear continúa mordisqueando el pasto, y no responde,
porque es demasiado obvio.
-
¡Ah! Sí el poncho lo compré a un chileno allá
por el Badén del Moie[1].
¡Bah! En un remate. Ricuerdo bien ese
mediodía de agosto del treinticinco.
Le liquidaron todo al pobre viejo, hasta el rancho di adobe que má’era
tapera, pero como lote en la pampa húmeda valdría mucho con seguridá. ¡Cómo pinchaban por quitale sus escasas pertenencias los pujadores!
Las do cabras que ordeñaba a diario,
seis gainas ponedoras viejas, dos
cluecas con quince poitos, el buey arrugau, tuerto, con un cuerno mocho, el
arau e’madera, el flete marrón enjaezau
con monta chilena, ná li dejaron. Pal final el almacenero ‘el Badén si apropió con casi tuito
lo que los demás no querían, el catre con tre
patas, un colchón harapiento— “al menos si cardamo
la lana, podemo vendelo a un gil como si
juera [2]
nuevo”— pensó el de Ramos Generales. Allá lejos bajo el ombú, olvidau por toos, el viejo con el mate forrau
con la pancita seca diun corderito
nonato, apuraba el trago amargo con unos labau[3].
Pero, mire usté, apenas salvó las bota
‘e carpincho porque si avivó di ajustársela antes ‘el
remate y le dejaron un jumento flaco, como para que se juera diuna una vez por toas. Ademá de los siete que pagué por el poncho ‘e castiya, le di tre pesos al Antenor, sí, así se yamaba el iquiqueño. Acarició con sus
verrugas el poncho,
-
Te llevas lo mejor, gallito- me dijo- ¿no te
atreves al flete? Lo van a meter al arado o al frigorífico para mortadela y no
es para eso; es un casi, casi puro solo que está flaco como tripa ‘e pollo.
-
Pa’un mozo ‘e veinte, pión como io, no alcanzan
las chirolas, compadre-le contesté.
-
Es cierto cabaero[4],
y como aquí han puesto de jefe al zorro en el gallinero hay que esperar muchas plumas, pero ni una gallina—y movió en
un gesto la cabeza señalando al comisario del Badén.
Y allí me quedé como pa’animarlo al veterano en medio de su despojo. Me tendió la
derecha, y el resplandor inesperado en los ojos, casi moribundos hasta unos
minutos antes, dio juventú al viejo. Estaba
clarito. Fíjese compadre mi gesto senciyo,
inesperau en medio ‘e tanta miseria, lo había yenau di’amistá, gratitú. Esa sensación lo perturbó porque era una novedá pal chileno demostrá sentimiento.
De lejos se dio vuelta pa’ saludame. Montau en su esquelético bicho se jue perdiendo como cascarudo chiquitito seguido
por cinco caranchos y unos benteveos contr’el semicírculo gigante ‘el sol poniente que, de sur a oeste
doraba la tierra recién arada, y comprendí qui’Antenor,
abandonau y solo se jue silbando una cueca, seguro de otra
promesa que vía sembrada en la
esperanza.
-¡Ooop!-la
yegua se arrima al último árbol que creo queda en la llanura. Busco junto al
tronco restos de leña sin nieve; con el desteñido encendedor a bencina que me
regalara don Chuncho, el abuelo, inicio un fuego perezoso, balbuceante ante la
lobreguez muda que lo circunda. ¿Cómo se sienten las cosas ante dimensión tan
impenetrable, la noche en el llano surero? Contemplo a mi yegua. Para ella la
intemperie no es igual que para mí. Ambos somos de idéntica fibra terrenal,
carne, huesos, sangre, de la misma raíz, el agua. Sin embargo rodeados de idéntica
soledad, ella dormirá con los ojos abiertos a la vida, distinto a mí.
Liberada
de su carga se sacude de la crin a la cola y retoza enloquecida un tiempo
desenterrando la gramilla bajo la nieve, mordisquea aquí, allá. Entonces se
reclina sobre sus patas, sabe que debe hacerlo. Con mi facón abro la lata de corned beef y como la mitad. Con mis
dientes firmes saboreo una tira de charqui. En mi jarro de acero la dulce
chicha de maíz mezclada con varias medidas de grapa que conseguí en la última
pulpería, corona este helado día de invierno.
La
nieve arrecia más y más. Encerrado en la oscuridad como en un laberinto entre
cuchillas elevadas que no existen sé que no estoy solo; no, nunca tuve temor a
nada; solamente que debe haber alguien más allí, ese árbol alguna vez no estuvo
inmóvil y la bebida me acompaña sumisa
pero implacable. Deben ser las dos de la madrugada. Recostada la cabeza en la
montura contra el vientre del animal, mi cuerpo fatigado sobre pieles de
becerro que he desplegado, el vaivén del fuego insignificante contra la inmortalidad
me vence sin remedio.
De
pronto el galope lejano, furioso, disminuyó su distancia hacia nosotros.
Se
detuvo frente al fuego moribundo. La yegua se irguió hacia el otro animal.
Nadie cabalgaba su montura cubierta con cuero desgastado de oveja. Piafó y
piafó repetidas veces. El girón de un lazo gris colgando de la cabellera
terminaba en un manchón de sangre y los estribos vacíos doblados hacia atrás se
columpiaron al embestir contra Esperanza. Esta lo encaró espléndida con sus patas
delanteras al aire y cuando el potro intentó morderla, lo pateó en su lomo. Un
relincho agudo estremeció la llanura en tanto otro le replicó en un arpegio que
se extinguió en el acto, absorbido en la sordina de la nieve más abundante. Las
patas volvieron a estremecer el suelo. El caballo estaba cansado, sudoroso, la
cincha demasiada floja contra a la barriga. La yegua libre de su recado y más
robusta atacó el flanco deslustrado del rival que irguió sus patas traseras
casi en vertical, clavando las delanteras frente a su cabeza. Esperanza saltó
formando círculos con las manos amenazantes en el aire indiferente de la noche,
sin acercarse para no herir al animal desgraciado. Después de varias
arremetidas mutuas el potro arrojó al aire un reniego formidable y recomenzó su
galope furioso alejándose sin dueño. Bajo la luna, que apareció en ese momento
un instante, lo último que se vio fueron los estribos de madera vueltos hacia
atrás bamboleándose contra la madrugada y el lazo arrastrado por el suelo.
Esperanza, el pecho agitado, bañada en sudor caliente retomó su lugar detrás de
mí, completamente dormido todo ese tiempo.
Algún
momento después, la nieve terminó su interpretación y el fuego diminuto, casi
rescoldo, se arrebató en una hoguera hacia lo alto. Sombras brutas,
incomprensibles, comenzaron a moverse de una manera torpe, casi vacilantes
alrededor de la luz. No se definía al principio quienes o qué podrían ser.
¿Animales, árboles, personas? No se derivaban rostros ni cuerpos. Cada una,
masas informes meciéndose en círculos
excéntricos al eje de las llamas. Se sentaron organizadamente pero en un
modo taciturno, quieto como invocando la llama, sin proferir sonidos. ¿Una
convocación, un encuentro de seres extraños invitados por el fuego? De repente el
ser sombrío, en pie, extendió sus brazos. Anillos engarzados en los dedos, algo
semejante a brazaletes de plumas relucían en sus muñecas. Dos o tres sombríos más
se pusieron en pie, el resto en cuclillas o arrodillados, inaudiblemente, parecían entonar una canción
con rostros encubiertos. Aunque no existió sonido, algo sublime vibró hasta
cubrir totalmente al árbol, a nuestros cuerpos y proyectándose sobre lo que
parecía ser una pirca o frontera imaginaria y más allá. Las sombras en pie
comenzaron algo semejante a una oralidad, en tanto el resto, incluyendo los más
pequeños, que supuse serían niños, asintieron. No había voz, murmullo. Todo se sumergió en una ceremonia
mística, siniestra ¿Era un camaruco[5]?
¿La adoración del fuego? ¿Una convocación a fuerzas mayores? Yo solo sabía eso por leyenda y cuentos
cuando bajo un farol mortecino los viejos con sus cortas pipas narraban en las
estancias después de la cena, y como no pude entender de qué se trataba se me
heló la sangre. ¿De qué estaba siendo testigo? ¿En qué terminaría esa
experiencia de la que se me había hecho parte sin invitación?
Como
relámpago cruzó mi sueño al paredón municipal del Oncativo. Era un huérfano de
diez años. En sus carromatos de banderolas ondulantes y multicolores los
gitanos aparecieron con máquinas incomprensibles bailaron, danzaron para todos
los que se empecinaban en acercárseles y cuando fue oscuridad absoluta, la peonada
y los gringos de las chacras que les pagaban para después descontarles el doble
en la paga, vimos nuestra primera cinta muda.
Enfrente
contra el paredón, los gitanos extendieron lienzos percudidos unidos con
puntadas groseras. Una máquina extraña de pronto fue destapada y comenzó un
murmullo arrastrado. Atados al suelo los niños, mientras los grandes en
sillitas, troncos o el banquitos para el ordeñe, observábamos como de un manojo
quisquilloso de luz fueron apareciendo personas de color gris y negro dos veces
más altas que nosotros que caminaban como dando saltitos o fuesen idiotas. Todos
fuimos atrapados por lo que veíamos mientras las gitanas revisaban los
bolsillos de los patrones embobados porque sabían que en los de los peones no
encontrarían nada. Un muchachón al lado de los lienzos estaba como dirigiendo
la música chillona que surgía arrancada a la fuerza por una uña gastada sobre
grandes platos chatos, negros. En los trapos colgados en la pared de la
Municipalidad la gente parecía hablar, discutir, gritar con gestos bruscos,
entrecortados, se golpeaban, caían, se levantaban y tornaban a caer pero no se
escuchó palabra alguna cuando aparecieron como unos cartelitos que pasaron
demasiado rápido para que nadie pudiera leerlos completamente, los gringos
porque decían no saber leer el idioma pero en realidad no sabían ni leer en su
idioma y nosotros, la peonada… bueno ¡que podía saber la peonada de leer algo! La
Petrina de dieciséis, que todos espiábamos de noche, hija del gringo Spadelli,
el de las tres mil hectáreas y quinientas vacas sí era docta y gritaba lo que
decían los cartelitos… pero tampoco entendíamos nada.
Mientras
mi mente dormida volaba, la tierra comenzó a temblequear al principio de modo sutil, y fue incrementando
en estruendo hasta ser un tropel inconfundible de animales, jinetes, llantos
quejumbrosos que trotaban, corrían como escapando de entre las puntadas
groseras del cobertor desteñido frente al municipio del Oncativo. Las sombras informes
se desprendieron veloces de su macabro envoltorio y sin torpeza, a la orden de
los más viejos se colocaron al frente hombres flacos, fibrosos, detrás mujeres
con sus niños. Los hombres parcialmente desnudos y pintarrajeados, con algunas
plumas en el cabello o en las revoltosas melenas y en las lanzas, evidenciaron una
batalla. El viejo que los presidía emitió la orden y todo desapareció ante mi
cuerpo dormido.
Cuando
la tropa uniformada llegó, miserables llamas ateridas esperaban. Desde la noche
tenebrosa que helaba varios grados bajo cero surgieron hacinados, la veintena de
indios adolescentes uncidos por una misma soga roja al pie derecho y muchas hembras
harapientas enclaustradas en el círculo trazado por una caballería agotada y maloliente.
Algunas llevaban bebés en brazos, aunque evidentemente en varios se les había
congelado el instinto del hambre sin esperar más.
Acamparon
frente a nosotros sin mirarnos.
El
jefe, un colorado de chaqueta raída con varios ojales vacíos elevaba altivos mostachos
curvos hacia arriba desde abundantes patillas y el gesto en sus ojos hielo con
venillas rojizas ordenó a unos avivar el fuego y a otros –“Búsquelos” – dijo en
un ademán, y con otro ordenó a los amarrados echarse con sus pechos desnudos
contra la nieve. El bigotudo los contó arrastrando sus carcomidas botas sobre
las espaldas. Los mozos no lanzaron un suspiro. Los hombres no se quejan, se
les había enseñado. Nunca dicen ya no puedo más, piensan–solo un momento debo
aguantar– Con rostros enjutos, las indias imploraron alimento para sus hijos, pero
el comandante, les cruzó el cuerpo a rebencazos. Forcejearon a muerte, pero por
demás débiles, enfermas, carecían de fuerzas, cuando el comandante les arrancó
los pequeños, quizás muertos, para arrojarlos sin un berrido a la intemperie
que aguardaba impasible y negra su bocado. Las madres, se le aferraron a las
botas, al cinturón, a la canana pero cuando una, de pelo desgreñado, cubierta
de hilachas y cuajarones como si recién hubiera parido lo arañó a dos manos, le
arrancó la peluca sudada, el colorado
calvo hundió el puñal en el vientre cuatro veces—“aijuna india puta”.
Ordenó
atarlas igual que a los muchachos, ciñéndolas a un caballo en cada extremo.
Se
sentó junto al fuego— “café”— pareció ordenar y cuando un mulato le sirvió el
jarro oxidado, al probarlo, con una maldición se lo arrojó a la cara. El negro cimarrón
se escapó lejos de él hacia las sombras, porque en sus recuerdos hervía el odio.
El
comandante giró bruscamente la cabeza como por un alarido. En esa parte la
oscuridad con toda certeza también reclamaba su tributo, uno de los soldados
habría sido atrapado o atravesado. Luego otro y otro. Silencio—son de los míos— se dijo.
Unos
cincuenta soldados algo lejos del fuego, aletargados pero codiciosos, miraban a
cinco o seis chinitas atrapadas despojándolas de todo, ansiosos por el momento
cuando los dedos del jefe les indicara—vayan, vayan— pero el fuego en los ojos agotaba
su chisporroteo y se fue extinguiendo con
sus ansias cuando pisadas descalzas se reprodujeron en la nieve que caía a
regañadientes. Las imágenes pintarrajeadas reaparecieron en parte por la
oscuridad del fondo hacia los caballos y los hermanos ceñidos a la soga.
El
fuego reverdeció en un estallido azul cuando por la otra parte pies desnudos se
abalanzaron contra el regimiento en modorra. Las bocas escribieron un alarido callado
que empequeñecía los ojos. El comandante sin peluca y los soldados ensayaron apenas
su instinto para enfrentar la avalancha.
Las carabinas consiguieron detenerla algo, bayonetas calaron contra algunos pero los indios
aventurados por un presagio no escrito eran estrategas iletrados sin miedo a la
mera nada. En cuanto el primer grupo por atrás liberó de los caballos ensogados
y armó a los adolescentes liberados, una multitud de venganza acumulada corrió misericordiosa
hacia las indias maniatadas y sus hijitos en la manta prieta a las espaldas.
El
rencor patrocina en breve espacio el comienzo y el fin de todo. La muerte
estalló en copos de hielo enrojecidos antes de llegar al suelo, se retorcía en
cáscaras de nieve sobre la piel de los cuerpos desnudos, en tanto desde
gargantas trinchadas duraba un poco más su tibieza en la chaqueta de la
soldadesca. El calvo se batía contra varios escuálidos fibrosos manteniéndolos
a distancia con su sable y un puñal en la otra mano. Cuando uno se aventuró algo
más la daga se detuvo por un instante en un tajo del cuerpo que se arqueó sobre
el espinazo. En el negro devenir de la madrugada se olían gritos de revancha o defensa enquistados entre sí
cuando una lanza cimbreó en el aire sin mentir hacia los omóplatos del comandante.
Los puñales se aventuraron contra él pero
el grito del viejo de anillos y brazaletes con plumas los detuvo. El calvo se
arqueó sobre las rodillas, señalando—Basta— a los pocos soldados que sobrevivían
y se desmoronó—“Ya es. No tengás
miedo, cagón. Dejala que viene… dejala” — sus ojos frígidos perfilaron
la luz postrera de las chispas y la boca despilfarró su púrpura sobre el suelo
lívido de pisadas.
Todos
vocearon vencedores, cercaron a los soldados en el mismo círculo de caballos en
el que habían llegado las indias con sus guaguas a la espalda.
En
cierto momento todas las miradas aun ansiosas de desquite convergieron hacia la
fosca llanura. Alguien procedía desde el abismo. La luz nuevamente excitada en
la hoguera señaló un uniforme de soldado, el rostro fundido en la dimensión
sombría que se adelantaba hacia el bravaje[6]
suspendiendo un bulto sobre sus brazos en alto. Los hombres arremetieron hacia
él agitando los sables del despojo y en el preciso instante de destrozarlo otro
grito del viejo de los anillos y las plumas de chimangos, ahora cubierto con
una piel de puma, los detuvo.
Era
el negro, el cimarrón, cocinero del regimiento. Solo había vida en el blanco de
sus cuencas y algún que otro botón sucio de la chaqueta reflejado por la
lumbre. En pie frente al viejo hizo una reverencia la cabeza inclinada largo
tiempo, y le extendió el bulto arropado en resto de arpillera deshilachada.
El
viejo lo tomó. Un berrido de grito por teta y hielo pero su madre, hija del
viejo mapuche, ya no estaba, apuñalada por el gringo cuatro veces. El cacique
hizo su gesto a los que querían degollar al cimarrón—Caballo, agua, pal’ huinca negro. Se va—.
El
campamento indio en una sordina sobrenatural se levantó en camino hacia su
tierra sin límites. El cimarrón un poco a la distancia, a caballo emprendió el
mismo sendero de los indios siguiéndolos. No se fue.
El
sol repentino sobre la albura de la pampa, despierta aún al más borracho y lo
enceguece. Me restriego los ojos un tanto asustado por algo cuya realidad no
puedo precisar. Chiflo a Esperanza, que ramonea bajo otros árboles que yo no
sabía quedaran en el llano. Los gringos han serruchado todo lo posible. Alegre por la luz la yegua no se hace esperar.
Una inquietud me detiene. Busco donde encendí el fuego anoche. Míseras cenizas.
Nada más. Recorro todo el perímetro, sin saber qué busco. Tan solo nieve que en
los yuyos donde da el sol comienza a crear pequeños efluvios que no se atreven
a deslizarse por conservar su transitoria gloria de rubíes. Las matas de paja
brava surgen aquí y allá desafiando con sus espuelas la simetría del llano. No
hay huella, rastros de caballos, botas, balas, alguien. Nada.
La
noble pureza de la pampa no detiene su mirada que escarba en mi pecho
atolondrado y me lleva más allá donde todo es posible. Esperanza es un extenso interrogante
en esta partitura escrita la noche anterior. Me observa, eleva su cabeza y la
gira de arriba abajo, de derecha a izquierda en un gesto que no alcanzo a
comprender. Hay momentos cuando la diferencia entre nosotros es patente. Entonces
no logro discernir su recomendación, porque
su lenguaje me supera. Solo distingo una advertencia—no más allá— y me resigno.
De algo estoy seguro del animal, quizás no pueda amar, pero su lealtad es
incondicional.
Recupero
todas las cosas y bebo lo que queda, reforzando el calor que se me ha escapado
por cierto temor que ahora sí tengo, a plena luz sin poder explicármelo. Paso a
paso coloco la montura en el animal. El pelero[7]
fino sobre el lomo, para no lastimarla. La amplia carona de cuero labrado con
detalles incaicos que termina en cuatro extremos agudos, sobre ella el apero
del que cuelgan los estribos redondos de quebracho con guardabarros de diseño
similar a la carona para protegerte las piernas de la lluvia, la nieve, los
espinos y entonces el pellón y el sobrepellón
de cuero de oveja. Nunca he ensillado tan lento y pensativo. Ajusto la cincha y
la lonja intentando recordar pero no logro mucho.
Debemos
llegar pronto al camino vecinal de la Pedanía de San Antonio del Sauce. Así montado
sobre la yegua me alejo del viejo ombú sin mirar atrás, sufriendo este
alejamiento de mi madre pampa porque sé, el río no regresa jamás porque no
puede. Esta despedida me quita el dominio sobre la yegua. Cuando la encamino en
línea directa hacia el vecinal de la Pedanía, Esperanza se empeña en seguir
otra senda. Unos metros e intento convencerla, pero insiste. La dejo aunque me
hará perder tiempo. Cuando pensativo, miro el suelo, una fina huella está trazada
como por el cuero de un lazo que estuviera yendo colgado al descuido. Tengo un
vago recuerdo de algo así, pero la yegua prosigue al trote siempre mirando esa
marca que debiera haber terminado con la nieve de anoche. Pero no sé.
A
medida que avanzamos el sol nos calienta más; nos ponemos alegre. Galopamos. Le
chiflo como un mocoso y ella se excita creando nebulosas de nieve que estallan
hasta mis manos en las riendas y como cambiando de tema comienzo a silbar lánguidamente
“La loca del Bequeló”. Estamos llegando
a la zona de las primeras chacras. Peones ordeñan y de tanto en tanto dejan
mamar un poco a los terneritos; otros aran entre limo y nieve la tierra ajena para
la promesa del trigo en tanto bandadas de gaviotas y bandurrias tras ellos se
posan y obtenido el gusano remontan alas sin detenerse jamás. Esperanza como si
prosiguiera tras algún parejero por costumbre
trota segura porque la huella del lazo no acaba. Aflojo mis cordeles del cuello
porque comienzo a sufrir el calor de la castilla, y acaricio el pescuezo
transpirado de ella. A medida que adelantamos, más y más chacras nos rodean de
ambos lados con altos matorrales resecos
de maíz que todavía no han limpiado.
Hacia
el mediodía llegamos al camino vecinal. Está a un metro bajo el nivel de las
chacras como un tajo entre alambrados de púas. La yegua debe inclinar demasiado
sus patas para entrar al zanjón. Renegando con la nieve después de la tormenta,
una vituré [8]
enlodada pasa con dos personas que nos saludan sin conocernos. Chilla con su ronca
bocina a los ademanes en un carretón que
avanza en dirección opuesta tirado por cuatro caballos mientras grandes tachos
de leche que van retirando de las tranqueras con rumbo a las fábricas de queso
rezongan el aburrimiento de los peones.
Cuando
tiro las riendas para dirigirnos a la derecha, Esperanza se resiste a obedecer
forzando la cabeza hacia la izquierda de donde vino el carretón. Insisto pero
ella también lo hace en dirección contraria. Debemos cruzar toda la Pedanía
rumbo al norte. Nos esperan largos días sumisos hasta la cordillera salteña; centenares
de kilómetros lejos de la pampa. La vida de arrieros que nos espera nos llevará
a interminables cabeceos de noche por ganado ajeno o vigilias contra el cuatreraje malevo y en esos momentos la
unión entre nosotros será vital, especialmente para mi casi infantil
experiencia animal. Por eso a veces la
dejo, cuestión de instinto que no manejo tan bien como ella. Puede que busque
alimento y agua cuando lo merece, pero hoy está bien llena con la rebusca en la
pradera. Quizás agua que ella olfatea y yo no. Le permito dirigirme hacia donde
le place y entonces caigo en la cuenta. La luz solar provoca una dilatada
sombra oscilante, un indicador que me extraña que la nieve no haya ocultado, el
rastro del lazo de cuero colgando de la montura del caballo sin jinete que ahora
lo recuerdo. Lo vi en mis sueños. ¿Mis sueños?
Esperanza
sigue enfrascada en el rastro ignorándome. Tras media legua un letrero
desvencijado advierte: “A doscientos metros lugar histórico”. ¿Qué historia
puede contar la pampa que no sea la de los gringos, la de la peonada sin
derechos a escupir su tierra y batiéndose por unos meros billetes en las últimas
pulperías que van quedando? Los gringos
han hecho esa historia fundando pueblitos con el nombre de sus mujeres “Las Marías”, “La Betina”, “La
Rosenda”, “La Petrina” y derrochando iglesias perdidas en medio del ocaso lleno
púas donde nunca viene el cura, y creen que los peones debemos estarles
agradecidos. No entiendo cuando dicen de que el resentimiento de nosotros, el indiaje y la criollada está pariendo una nación de amargados. A los gringos que
embolsan todo se les está pegando también solo que la bautizan con malinsuñia, nostalgia que le dicen. No
sé ¿Qué otra historia debe haber en la pampa?
Cuando
estamos por terminar los doscientos metros distingo un gran letrero de madera a
mi mano izquierda. Esperanza nos detiene frente a él y oscila su crin castaña
hacia arriba y abajo. La parte superior de la madera de sauce señala: “Batalla
del…” Estoy sorprendido porque ahora creo entender y no entiendo nada.
El
indicador que seguíamos marcado por el lazo ha desaparecido allí justo en la otra
tabla podrida que cuelga de un enorme clavo oxidado donde solo se puede leer “Eje…”
Esperanza
gira de regreso por el mismo camino que recién hicimos.
Y
me dejo llevar.
El
viento blanco nos espera.
[1] Molle.
[2] Por “fuera”
[3] Por “lavados” con referencia al mate cuando no se le repone yerba
mate.
[4] Caballero
[5] Expresión referente a reuniones sagradas entre indios de la
Patagonia.
[6] Forma de referirse a un grupo de sujetos peligrosos
[7] Elemento compuesto de piel blanda o tejido de lana de oveja o cabra
para usos variados.
[8] Automóvil descapotable con asiento para dos, en cuyo maletero una
vez abierto hay asiento para otro pasajero a la intemperie.