sábado, 28 de mayo de 2016

LA POESÍA TIENE CARA DE MUJER


LA POESÍA TIENE CARA DE MUJER 

Fue una feminista antes de tiempo. Por eso la sociedad burguesa la acuso de  inmoral. Vivió con la misma intensidad que ponía en sus versos. Intelectuales como José Ingenieros le brindaron su amistad.  Otros, como Horacio Quiroga, se enamoraron de ella.
Al final, acosada por la enfermedad decidió refugiarse en la inmensidad del mar.


Por Josefina Delgado[i]

M
ayo de 1924. Una mujercita pequeña, de pelo rubio ceniza, toma el micrófono en el escenario del teatro Marconi y manifiesta su adhesión al Congreso Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad, al que irá como delegada argentina la doctora Alicia Moreau de Justo. La mujercita es Alfonsina Storni, una poetisa con tres libros publicados y muy apreciada por un amplio público.
   Había nacido en Suiza, en 1892. Su familia se encontraba allí debido a la enfermedad nerviosa de su padre. Luego vivieron en San Juan y Rosario. San Juan fue la libertad y la compañía de sus primos. Un día robó un libro porque sus padres no se lo compraban y ella lo necesitaba para la escuela. Al ser descubierta, se disculpó llorando. Sobre sus primeros años escribió: "Crezco como un animalito, sin vigilancia, bañándome en los canales sanjuaninos, trepándome a los membrillares, durmiendo con la cabeza entre pámpanos".
   Rosario fue otra cosa: Alfonsina sufría la pobreza de su familia —que instaló un café suizo cerca de la estación del ferrocarril— y empezó a mentir. Invitó a sus maestras a una quinta que no existía. Otra vez desapareció durante un día entero y luego volvió acompañada por la niñera de una amiguita.
Los cuatro hermanos —Alfonsina era la tercera— debían atender a los clientes y lavar platos. Ella no pudo terminar la escuela primaria.
El padre era una carga para todos. Cuando murió dejaron el café. Las mujeres cosían "para afuera". La madre abrió una escuela de alumnos particulares. De esta luchadora incansable Alfonsina heredó su temperamento y su gusto por el teatro y la música.
En 1907 llegó a Rosario una compañía teatral, y a la madre le ofrecieron actuar en La pasión de Jesucristo. Justo antes del estreno, se enfermó la actriz que debía interpretar a San Juan Bautista. Alfonsina, que había observado fascinada los ensayos, sabía de memoria todos los personajes y suplicó que la dejasen actuar. El empresario aceptó y cuando ella pisó el escenario, supo que había llegado el día más importante de su vida.
   A los quince años salió de gira con la compañía de don José Tallaví por el interior del país. Al recordar el episodio diría: "Era casi una niña y pareciendo ya una mujer, la vida se me hizo insoportable. Aquel ambiente me ahogaba". Y se volvió a Bustinza, en Santa Fe, donde su madre vivía casada con Juan Perelli, tenedor de libros de un comercio. Allí resolvió estudiar en la Escuela Normal Mixta de Maestros Rurales de Coronda.
Una vez, durante un acto escolar, entonó la "Cavatina" de El barbero de Sevilla. Fue muy aplaudida y alguna envidiosa comentó que esa chica de dieciocho años los fines de semana cantaba en un peringundín de Rosario. Todos se escandalizaron. Alfonsina volvió a Coronda, escribió una nota y desapareció: "Después de lo ocurrido no tengo ánimos para seguir viviendo".
A la hora de comer hallaron el mensaje y salieron a buscarla. La descubrieron en las barrancas. Alfonsina, ya repuesta, simuló que todo había sido una broma, pero este juego con la vida y la muerte marcaría su destino.
El asunto se olvidó, ella recibió su diploma de maestra y fue a trabajar a Rosario. Allí conoció al padre de su hijo Alejandro, un hombre de familia conocida, casado, que nunca reconocería su paternidad. Entonces Alfonsina decidió probar suerte en Buenos Aires.
A los veinte años y madre soltera, no le fue fácil sobrevivir. Vivía en pensiones y desempeñaba trabajos menores. Primero fue cajera en una farmacia, luego atendió la máquina registradora de una tienda famosa de la época. Después consiguió un puesto como encargada de relaciones públicas de una empresa que le permitió mudarse y escribir su primer libro, La inquietud del rosal.
   Llevó a Rosario algunos ejemplares y le confesó a su madre que se habían vendido muy pocos. "Las mujeres lo rechazan —se quejó—. Dicen que soy una inmoral. ¡Qué hemos de hacerle! No sé escribir de otro modo."
   Le mandó el libro a Leopoldo Lugones, pero él no le contestó. Cuando en 1938, con pocos meses de diferencia, los dos se suicidaron, se pensó que habían hecho un pacto para matarse juntos.
   Con José Ingenieros mantuvo una amistad que duraría hasta la muerte de éste. Ya en Rosario, la poetisa había participado de mítines socialistas, y se inició en la lectura de los pensadores partidarios. En 1928 recibió una medalla en reconocimiento a su participación en el Comité de Defensa de Bélgica, ante la invasión a este país. Algunos adjudicaron la paternidad de su hijo a Horacio Quiroga, aunque esto es imposible, porque Alfonsina lo conoció en 1924. Él arrastraba una trágica historia, su esposa se había suicidado poco antes. Era hosco y reconcentrado, pero encantador. Ya había publicado sus libros más importantes: Cuentos de la selva, Anaconda, El desierto. Los dos participaban de reuniones donde se hablaba de literatura, cine y música. También se divertían.
Cuenta la escritora Norah Lange (esposa de Oliverio Girando) que una vez jugaron a las prendas. Una consistió en que Alfonsina y Horacio besaran al mismo tiempo las caras opuestas de un reloj de cadena, sostenido por Quiroga. Este, justo en el momento en que ella acercaba sus labios al reloj, se lo escamoteó y todo terminó en un beso.
Así nació el amor, que se prolongó en las tardes pasadas en la casa del uruguayo, entre pieles de víbora, armadillos y pumas cazados y disecados por él. Darío y Eglé, los hijos de Horacio, fueron para Alejandro Storni como hermanos. Todos iban al cine, a un palco del Gran Splendid.
Al año siguiente Quiroga decidió volver a Misiones y pidió a Alfonsina que lo acompañara. Ella consultó con Quinquela Martín, su gran amigo, y éste le dijo: "¿Con ese loco? ¡No!".

Alfonsina se quedó en Buenos Aires: ésa fue su época de brillo literario. Acababa de publicar Ocre, su libro más ambicioso, y había sido elegida como maestra de poetas en la encuesta de la revista Nosotros.
Buscó con ahínco el hombre que la entendiera, pero no lo encontró. Nada se sabe de sus otros amores. Ni siquiera de ese hipotético destinatario de sus últimos versos donde dice a la nodriza: "Si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido..."
Luchó por una moral única para hombres y mujeres, a través de poemas como Tú me quieres blanca. Hay anécdotas que la muestran llena de audacia y sentido del humor, como cuando conoció al poeta López Merino, un jovencito muy bello, en el hall de un hotel. Cuando él le dijo "Hermosa tarde", ella contestó: "Sí, pero para pasarla entre sábanas con su amor". O la que registró Manuel Mujica Lainez en su Diario íntimo. "Solía visitarla en su departamento de Córdoba y Esmeralda. Era muchísimo mayor que yo, desgreñada y vehemente. Una admirable poetisa, sin duda, pero los matices se me escapaban. Me escabullí de su casa, espantado, el día que quiso besarme."
Además de seguir publicando, enseñó en el Teatro Infantil Lavardén y en la Escuela Normal de Lenguas Vivas. Colaboraba en diarios, revistas y hacía lecturas de poesía, mientras veía crecer a su hijo. En una playa uruguaya, adonde viajó con él, descubrió otra vez el cáncer que la llevaría al suicidio. Ya se había operado en mayo de 1935, y su carácter no volvió a ser el mismo de antes. Un año después se suicidó Horacio Quiroga, enfermo del mismo mal, y Alfonsina lo despidió en un poema estremecedor: "Morir como tú, Horacio, en tus cabales,/ y así como en tus cuentos, no está mal; / un rayo a tiempo y se acabó la feria.../ Allá dirán.../"
Alfonsina no quiso una segunda operación cuya nueva mutilación la llevaría, a los cuarenta y seis años, a sentir su cuerpo como una carga. Sus amigos la veían avejentada, presa de una melancolía ya insalvable. La indiferencia con que fue recibido su libro Mascarilla y trébol aumentó su depresión.
En octubre de 1938 viajó a Mar del Plata y se alojó en un hotelito al que iba siempre, en la playa La Perla. Desde allí escribió a Alejandro que se sentía un poco mejor. Envuelta en un poncho catamarqueño, en la galería cuajada de flores, escribió en un cuaderno textos que nunca se dieron a conocer.
A la mañana siguiente, cuando le llevaron el desayuno a su cuarto, nadie contestó. Unos obreros que trabajaban en el espigón encontraron su cuerpo en la playa. Dejó una nota a Manuel Galvez pidiéndole protección para su hijo y otra, dicen, con letra temblorosa y tinta roja: "Me arrojo al mar".
Su ataúd fue recibido en la estación Constitución por los literatos más importantes de la época como Arturo Capdevila, Enrique Banchs, Manuel Gálvez, Baldomero Fernández Moreno, Oliverio Girando, Eduardo Mallea y Leopoldo Marechal. Cuando pasó el cortejo rumbo a la Recoleta por la Avenida Quintana la gente tiraba flores desde los balcones.
En la sesión del 21 de noviembre de 1938, el Senado le rindió un homenaje en las palabras del senador socialista Alfredo Palacios. "Algo anda mal en la vida de una nación cuando, en vez de cantarla, los poetas parten voluntariamente, con un gesto de amargura y de desdén, en medio de la glacial indiferencia del estado."
©Temas y Fotos 1993

 


[i] Josefina Delgado es autora de Alfonsina Storni. Una biografía, Editorial Planeta, 1992.

sábado, 21 de mayo de 2016

REGLA DE TRES

REGLA DE TRES
CHAMICO  [i]
(De: Cuentos de Cabecera)

Como todo padre consciente, acostumbro a vigilar los estudios de mis hijos. Lo hago desde cierta distancia y encerrado en lo que los grandes novelistas llaman un impenetrable mutismo. Esta actitud mía no responde a exigencias de mi temperamento, que muy otras son ellas, sino a que mis hijos me lo pidieron con los ojos llenos de lágrimas y la libreta de clasificaciones llena de insuficientes; mi esposa con amenazas de divorcio en México y el juez de menores con un exhorto u otro documento por el estilo.
Confieso que esta situación no me contraría mucho, pues como no salgo de noche desde que aumentaron los precios de las consumiciones en los cafés, ayudar a mis hijitos a hacer sus deberes era para mí no sólo ocasión de grato esparcimiento, sino también un saludable ejercicio mental. Pero no quiero culpar a nadie: mis hijos están influenciados por los malos sistemas pedagógicos en vigencia, mi esposa por el cinematógrafo, donde se demuestra que los matrimonios no empiezan a llevarse bien hasta después del divorcio, y el juez debía estar influenciado por los códigos y latines del ramo.
Las cosas ocurrieron así.
En los tiempos en que gozaba de libertad y podía ofrecer a los ángeles, que sin duda nos contemplaban enternecidos, el cuadro de una cabeza surcada ya por venerables hebras de plata junto a dos cabecitas castañas y rizadas, que a la luz de la lámpara y de la inteligencia buscaban la solución del mismo problema, se presentó éste: si un albañil trabajando seis horas levanta un metro de pared, ¿cuántos metros levantarán tres albañiles en el mismo tiempo?
— ¡Tres metros! —gritó uno de mis hijos.
El otro se quedó chupando el lápiz, a ver qué decía yo. Yo dije: —Eso es una perogrullada, Poncianito.
— ¿Cómo? —inquirió mi mujer, que siempre está ojo avizor y oído alerta.
—Naturalmente, querida. Es absurdo suponer que el Estado gasta tantos millones en la instrucción pública, que el magisterio es considerado como un sacerdocio, que Domingo Faustino Sarmiento iba a la escuela en los días de lluvia, que yo mismo trabajo horas extras para comprar libros y guardapolvos, que tú te desvelas planchándolos y que estos ángeles, en lugar de correr y brincar por la plaza, pasen toda la mañana amarrados al duro banco escolar para que se les pregunte semejante pavada que todo el mundo sabe. ¡No vamos a caer en la tontería de responder de qué color era el caballo blanco de Napoleón!... Quizá la respuesta de Poncianito estuviera bien en los tiempos del rey que rabió, pero hoy en día es necesario ahondar más, sutilizar más... ¡No olvides que vivimos en los tiempos de Freud y de Einstein, qué diablos!
—A ver cómo lo resolverías tú —dijo mi mujer, poniéndose de codos en la mesa y fijando en mí la mirada de las cuentas de fin de mes.
—Razonemos. Un albañil que trabaja solo, en un lugar desagradable como es una casa en construcción, pronto es invadido por la tristeza; el desaliento de pensar que tiene tanto trabajo para él solo por delante lo vence. Su mano cae floja y sin vigor; se enturbian sus ojos por los recuerdos del pasado que asaltan al hombre que está solo. Es presumible que interrumpa su trabajo con frecuencia para secarse una lágrima con el dorso de la mano y suspirar. Quizá el crup le arrebató un hijo; quizá un golpe de mar a su tierna esposa, allá, en la bella Italia... ¡Pero no lloren, que es un suponer!... Bien, en esas condiciones el trabajo es malo. Pero imaginemos a tres albañiles jóvenes, robustos, llenos de optimismo  y de fundadas esperanzas de hacer la América. Se alientan con alegres canciones en que exaltan las dichas del trabajo honesto; se estimulan mutuamente con gritos de ¡forza!, si son italianos; ¡duro y a la cabeza! si son españoles; ¡hurra!  si pertenecen a la rubia Albión.
 En este último caso lo más seguro es que cambien apuestas a quién hace más pared. Además se pueden prestar ayuda alcanzándose el balde, prestándose argamasa, dándose la mano gentilmente para subir al andamio. Tontos serían si no aprovecharan condiciones tan favorables para hacerse, por lo menos, dos metros de pared cada uno y aun les sobraría tiempo para jugar un partido de bochas.
Aquella noche vencieron la elocuencia y el buen sentido y mi hijo escribió: Si un albañil hace un metro de pared por día llorando, tres albañiles harán seis metros cantando y jugando a las bochas.
Por poco tiempo pude ayudar a mis hijos de esa manera, pues intervino la incomprensión de la directora, que arrastró a todos en su caída hacia la vulgaridad de un mundo que cree más en la potencia de los números que en la del alma.






[i] Seudónimo de Conrado Nalé Roxlo Argentino (1898 -1971). Obras: El grillo; Claro desvelo; De otro cielo (en verso); Cuentos de cabecera; Antología apócrifa; Mi pueblo; Una viuda difícil (en prosa)

UN CERDO FALDERO

No se parecía en nada a otras mascotas ni al resto de sus congéneres

Un cerdo faldero  

Por Jo Coudert

EL TELÉFONO sonó en casa de Bette y Don Atty, en Johnstown, Nueva York. Un amigo llamaba para preguntar si les gustaba tener a un cerdo como mascota.
Se llama Lord Bacon. Tiene cuatro meses de edad y es más listo que un perro—aseguró el amigo a Don—. Además, adora a la gente y, puesto que Bette trabaja en casa, pensé que le gustaría su compañía.
Desde hacía un año, Don presenciaba, sin poder hacer nada, el sufrimiento de su esposa, aquejada de agorafobia, un padecimiento que consiste en el temor a las multitudes  y los espacios abiertos y que, al parecer, se había desencadenado  por el estrés derivado de su trabajo. Incluso después de renunciar a su empleo, el simple hecho de acudir al centro comercial local podía provocarle un acceso de angustia. No podía salir de casa, a menos que Don la acompañara.
Bette, que en ese momento se hallaba muy cerca del aparato, alcanzó a 0ír la conversación y denegó con  la cabeza.
—Piénsalo —la instó Don—. Te haría bien tener una mascota.
Bette recordó haber leído en uno de tantos libros de psicología que había consultado para informarse acerca de su enfermedad, que el yo se fortalece cuidando de otro ser. Pero, ¿cómo puede un cerdo ayudarme a calmar mis nervios?, se preguntó.
—Está bien —aceptó a regañadientes—. Supongo que algún granjero lo recibirá si decidimos deshacernos de él.

Dos horas después, el propietario de Lord Bacon l entregó en una jaula de alambre. Pertenecía a una variedad de pequeñísimas dimensiones; medía 35 centímetros de alzada y 60 de longitud, y pesaba unos 20 kilos. Parecía un barril sobre pilotes. Don rió al verlo, y dijo:
— ¡Tiene el hocico cm si se hubiera estrellado contra una pared a 150 k.p.h.!
— ¡Las cerdas de mi viejo cepillo para el cabello son más bonitas que las suyas! —añadió Bette.
En cuanto abrieron la jaula, Lord Bacon salió trotando y meneando la recta cola, miró a su alrededor y se dirigió hacia Bette, quien se arrodilló para saludarlo. Lord Bacon se alzó sobre sus patas traseras, apoyó la cabeza en el hombro de ella y le besó la mejilla con su apergaminado morro. Bette miró al cerdo y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, sonrió.
Cm de la familia. El resto del día, Bette y Don se dedicaron a observar al cerdo, que anduvo explorando toda la casa. Se sentaba en sus cuartos traseros para pedir golosinas. Cada vez que Don l sostenía sobre sus piernas, le mordisqueaba amistosamente las barbas. Y cuando le silbaban, acudía diligente.
Aquella primera noche, el cerdo intentó seguirles hasta la recámara pero su barriga le impidió subió la escalera, Bette le preparó una cama en la cocina y luego se sentó en el piso para acariciarlo.
—No te preocupes.  Aquí estaremos en la mañana le aseguró.
A la mañana siguiente, Bette no sintió miedo de afrontar el nuevo día; antes bien estaba ansiosa por ver a su mascota. Lord Bacon se precipitó a saludarla y se restregó contra sus piernas. Era cm si le dieran un masaje con estropajo. A partir de entonces, Bette llevaría en las piernas las marcas rojas de ese afecto.
Después del desayuno, el cerdo siguió a Bette hasta la pequeña habitación que le servía de oficina y en la cual preparaba declaraciones de impuestos. Lord Bacon se instaló junto al escritorio. Pronto, Bette descubrió que, cada vez que se sentía nerviosa, le bastaba estirar la mano y acariciarla,  decirle algunas palabras cariñosas, para tranquilizarse.
Una noche en que Bette y Don se acomodaron en sus respectivas sillones para ver televisión, el cerdo empujó una silla con el hocico y se sentó enfrente del aparato, como si dijera: "sigan, también yo quiero participar". Al ver las imágenes en la pantalla, movía la cabeza de un lado a otro.
Lord Bacon detestaba los ruidos fuertes. El teléfono de la oficina de Bette colgaba de un poste junto a su escritorio, y el cerdo entendió que dejaba de sonar siempre  que Bette alzaba la bocina.            Bette entre divertida y molesta, se decía: “Qué pensarán mis clientes?”

El cerdomóvil. Un día, un cliente llegó a consultarla acerca de un asunto de declaración de impuestos, y quedó tan encantad con la mascota, que volvió más tarde acompañado de sus hijos. Pronto, otros vecinos comenzaron a acudir a visitar a Lord Bacon. Los niños, considerando que ese nombre era demasiad solemne para un cerdito tan amistoso, decidieron apodarlo "Pigger", y así se llamó a partir de entonces.
—Ahora me siento feliz cuando vuelva del trabajo —le confió Don a Bette—. Lo primero que me dices es: Adivina qué hizo hoy Pigger. Le quitó las frazadas a la cama,  cualquier otra cosa, y nos reímos como cuando estábamos recién casados.
—Te ríes —replicó Bette—, per n fue tan gracias cuando me dejó afuera, en la mañana.
Pigger había seguid a Bette dentro y fuera de la casa y había visto cómo cerraba la puerta después de entrar y salir. Aquella mañana, Pigger, después de entrar, tomó la iniciativa, con el pequeño inconveniente de que la puerta quedó cerrada con llave y de que su ama aún se encontraba afuera. Por fortuna, ella llevaba consigo otra llave.
Con el tiempo, Bette se percató de que Pigger era un mimo formidable y que imitaba todo lo que ella y Don hacían. Si ella sacudía la, cabeza, el cerdito repetía el movimiento. Si daba vueltas, él hacía l propio. Pronto comenzó a enseñarle trucos que pocos perros serían capaces de dominar. Lo premiaba con galletas pata perro.
En compañía de Pigger, Bette se iba recuperando poco a poco. Su mejoría era tal, que su padre intentó convencerla de llevar a Pigger a una reunión de ancianos. Bette objetó:
—Pigger puede correr como el viento y hacer fintas como un jugador de fútbol, pero no soporta las correas. Si le ponen una, se para en seco y se niega a caminar. ¿No crees que una señora como yo se vería ridícula arrastrando a un cerdo?
La noche siguiente, Don llevó a la casa un carrito para bebé.
— ¿Qué es eso? —le preguntó Bette, intrigada.
—Es un cerdomóvil, para que lleves a Pigger a la reunión de ancianos.
A Pigger le fascinó el carrito. Se acodó en él muy erguid, con una visera verde en la cabeza y envuelto con una frazada, mientras Don lo paseaba.
Bette finalmente aceptó llevar a Pigger a la reunión. Su nerviosismo iba en aumento conforme conducía el automóvil. Al llegar, apagó el motor y permaneció sentada, temblando, en el vehículo. Entonces acarició a Pigger, que iba sujeto a su lado con el cinturón de seguridad, y se sintió más tranquila. Debo vencer mis temores, se dijo. No puedo seguir teniendo miedo el resto de mi vida. Haciendo acopio de todas sus energías, salió del auto, acodó a Pigger en el cerdomóvil y entró con él en el edificio.
Los ancianos estaban intrigados.
— ¿Qué es eso? —preguntaron.
Bette posó a Pigger en el suelo. El cerdo detectó inmediatamente a la señora más anciana y fue trotando a acariciarle la mejilla con el morro.
Los demás prorrumpieron en carcajadas y se acercaron a acariciarlo.
Bette, inadvertidamente, se encontró respondiendo a sus preguntas; primero, vacilante y, después, con entusiasmo. Explicó que los cerdos son más listos que los perros, y dos veces más limpios.
—Pigger se alegra cuando, una vez a la semana, le doy una buena restregada en la bañera —señaló.
Para demostrar lo listo que era, llamó a Pigger y le dijo que era un hermoso cerdo. El animal se pavoneó muy ufano. Luego lo reprendió por ser "cochino". Pigger agachó la cabeza, avergonzada y, por añadidura, sacó la lengua. El público aplaudió a rabiar.
Caminito de la escuela. La noticia voló, y pronto Bette y Pigger debieron hacer otras visitas. En un asilo cercano, ella llevó a Pigger a los cuartos para visitar a los pacientes. En una habitación, una anciana se encontraba sentada mirándose fijamente las manos, apoyadas en su regazo. De repente, la mujer alzó la cabeza y en su rostro se esbozó una sonrisa. Estiró los brazos y luego los cruzó sobre el pecho.
— ¿Qué sucede? —Le preguntó Bette—. ¿Quiere abrazarlo? Una ayudante le explicó en voz baja que la señora no había sonreído, ni hablado, ni dado muestras de interés por nada desde el fallecimiento de su esposo, ocurrido hacía años.
Bette alzó a Pigger y dejó que la anciana lo acariciara.  El animal permaneció lo más quieto que pudo, con las orejas levantadas y con una mueca que parecía sonrisa.
En visitas posteriores, cada vez que Pigger franqueaba la puerta principal en su cerdomóvil, se corría la voz: "¡Llegó Pigger!" Se producía entonces una movilización general por todos los pasillos. Con rechinidos de sillas de ruedas, repiqueteo de andaderas y el susurro de zapatillas que se arrastran por el suelo, los residentes se apresuraban a recibir a su visitante.
A medida que Bette visitaba a gente enferma y desvalida, fue olvidándose de sus propios trastornos.
—Por un tiempo me odié a mí misma —le confió a Don—; pero ahora, le doy gracias a Dios todos los días por ser como soy. Pigger ha sido mi terapia.
En cierta ocasión, Bette pensó que el cerdito podría llevar un mensaje a los niños en edad escolar. Poco tiempo después, se presentó ante un auditorio de pequeños y los invitó a que le preguntaran a Pigger si él probaría las drogas. Pigger sacudió enérgicamente la cabeza, y gruñó y resopló ruidosamente en señal de disgusto. Cuando se le preguntó si le agradaría quedarse en la escuela y estudiar mucho, Pigger hizo una especie de reverencia y asintió con la cabeza.
Los niños deseaban saber cuáles eran los alimentos predilectos de Pigger.
—Galletas para perro, frijoles, maíz, zanahorias, manzanas y rosquillas de cereales. Pero lo que más le gusta son las rosetas de maíz y el helado. En la fuente de sodas pido que le sirvan helado, el cual saborea lamiendo con toda delicadeza una cuchara—explicó Bette.
Los comentarios de los niños acerca del cerdo fueron variados: "Es como acariciar un cepillo", "Tiene lindas orejas"; "Se parece a mi tío".
A veces, cuando Bette y Don iban de compras al supermercado, se oía desde el pasillo contiguo una voz infantil: " ¡Ahí van el papá y la mamá del cerdo!"
Cada vez que un desconocido se detenía y les preguntaba quién era Pigger, Don explicaba: "Para nosotros, es un cerdo; pero él se cree una persona". En algunas ocasiones citaba también a Winston Churchill: "Los perros nos consideran superiores a ellos. Los gatos nos menosprecian. Los cerdos nos tratan como a sus iguales". Y Pigger asentía con un gruñido.
En un año, Bette y su cerdito hicieron 95 presentaciones públicas, la mayoría de ellas ante ancianos y niños. Bette se desenvendó, en cada ocasión, con aplomo y talento.
En julio de 1990 invitaron a Pigger al Día de Campo Anual de los Ancianos del Condado de Fulton, en el estado de Nueva York. La víspera, Bette abrió la puerta trasera de su casa y sugirió a Pigger:
— ¿Por qué no sales a refrescarte en tu estanque?
Pigger salió trotando al patio trasero y Bette volvió a su trabajo. Media hora después, ella sintió el impulso de ir a verlo. Pigger se encontraba acostado en el sitio donde solía dormir la siesta, a la sombra de un arbusto de moras. Había dejado de respirar.
La primera reacción de Bette fue de pánico, y empezó a llorar ruidosamente. Pero recapacitó: No, no debo llorar así. Pigger siempre detestó los ruidos fuertes. Llamó a la policía para que viniera a recoger el cadáver. Luego pidió a dos amigas que le hicieran compañía mientras Don volvía a casa. Entonces supo que superaría su trastorno.
Pigger había fallecido a consecuencia de un aneurisma pulmonar. Sin embargo, Bette tiene su propia teoría acerca de la causa del deceso: "Pienso que Pigger tenía un corazón tan grande, que estalló de tanto amor. Me ayudó a reencontrarme a mí misma e iluminó muchas otras vidas. Nunca habrá otro Pigger".



UMBERTO ECO – Entre Borges y Batman

Umberto ECO – Entre Borges y Batman

(Por: Felipe Fernádez)



Desde el vestíbulo se percibe el olor a libros. Miles de ellos. "Pero aquí no están los veinte mil - dice Umberto Eco -La mayoría está en mi casa de descanso y el resto en un depósito, en la Universidad de Bolonia. En alguno de esos lugares está el libro que necesito, sobre todo cuando no estoy allí".
En su casa de Milán, junto a los libros conviven llamativos y ordinarios objetos pop de acrílico y unas caricaturas en las que Eco se transforma, paso a paso, en el Ratón Mickey, Tribilín (alias Dippy) y el Pato Donald. "El artista es un estudiante explica el profesor. Al parecer no le interesaban demasiado mis clases de semiótica."
En un rincón alejado hay un armario repleto de libros. "Son obras mías o trabajos sobre mí confiesa. Naturalmente, la mayoría son traducciones de El nombre de la rosa” ‘Muestra una traducción rusa de aquella novela y un librito cuya escritura pertenece al Lejano Oriente. Sólo puede descifrarse el nombre de Humberto Eco, estampado en letras latinas. '' Creo que es coreano dice, pero no tengo la menor idea de qué se trata."
Este señor panzón de 58 años, con barba y anteojos de intelectual, reconoce que es vanidoso. "Si nueve críticos alaban una de mis novelas y el décimo no, yo sufro. Renunciaría con gusto a las nueve críticas positivas a cambio de que el décimo me elogie."
Pero no hay que tomar en serio sus opiniones. Le encanta desorientar al público. Ante un millar de libreros norteamericanos reunidos para un congreso en el hotel Hilton, en Washington, declaró con absoluta seriedad: "Escribí mi primera novela para mil lectores. He decidido que a la segunda la leerán quinientos".
No es que desprecie el éxito, más bien se ríe de él, pero sabe cómo aprovecharlo. Por ejemplo, al reunir en un teatro a seiscientas personas dispuestas a pagar treinta dólares cada una para escucharlo leer El péndulo de Foucault. Lo que no quita que les advierta de entrada: "Espero que nadie haya abierto mi novela. Hay que leer los libros mucho después de su aparición. Es lo que hacemos con los de Homero. Así uno estará seguro de su valor y, además, se salvará de leer a varios escritores mediocres".
            Hasta ahora Umberto Eco tuvo a la mayoría de su lado. Sus estudiantes, en la Universidad de Bolonia, aprecian su ingenio y simpatía. Los lectores del semanario político L'Espresso festejan su columna satírica. Los colegas lingüistas y filósofos admiran su capacidad para escribir obras científicas.
Gusta a los izquierdistas porque, de algún modo, es uno de ellos, claro que sin catecismo partidario. Y también, pero mesuradamente, lo quiere la derecha, porque siempre se puede hablar razonablemente con él.
Hasta 1981 el apellido de este piamontés con veinte años de docente era conocido solamente en los círculos intelectuales. El nombre de la rosa representó la demolición de la torre de marfil de la sabiduría y su incursión en el campo de los bestsellers. Fue traducida a todos los idiomas y hasta ahora lleva vendidos ocho millones de ejemplares. En sus páginas se mezclan un émulo de Sherlock Holmes, el Apocalipsis de San Juan, la Poética de Aristóteles, la ceguera de Jorge Luis Borges, las Brigadas Rojas y la homosexualidad en los claustros medievales, todo de manera entretenida y erudita.
Desde ese éxito sorprendente, los editores de libros esperaron con ansias la próxima novela de Eco. "Escribirla fue un sufrimiento recuerda él. Debía demostrar que mi primera y única obra no había sido un accidente. Me divertí mucho elaborando El nombre de la rosa, no me sentía responsable de nada. Con El péndulo... en cambio, arriesgaba mi reputación."
El parto tardó siete años. Por fin, en octubre de 1988 apareció El péndulo de Foucault en Italia y en unos meses vendió quinientos mil ejemplares. "Eso no es indicio de calidad reconoce. También se podría haber vendido la guía telefónica en caso de que yo fuera el autor."

La segunda novela, sin embargo, es de comprensión mucho más difícil. Si la primera empezaba con una cita en latín, la segunda comienza con una en hebreo, como si de entrada quisiera desanimar al lector. "Cuando escribí El nombre de la rosa se disculpa Eco, no imaginaba que tenía millones de lectores. Esta vez no quiero que se piense que busco repetir fácilmente el éxito. Los medios masivos de comunicación están llenos de filosofía servida en bandeja, de éxtasis instantáneos. Los lectores necesitan un desafío para poder sentirse respetados. El nombre de la rosa tiene la estructura de una escalera normal. El péndulo..., por el contrario, está construido como una escalera de caracol."
¿Y si uno sufre de vértigo? La crítica bien dispuesta equiparó el libro a la ilegible novela Finnegan's Wake, de James Joyce. La mal intencionada opinó que terminaría siendo leído sólo por los amigos más íntimos del autor. Las dificultades no se limitan a largas citas en idiomas extranjeros; Para orientarse en el vasto acertijo de conocimientos propuesto por Eco, quizá se necesite una enciclopedia a mano.
El papa Juan Pablo II, un lector inesperado, condenó la obra porque "presentaba la historia humana como un laberinto absurdo". Eco, un ex católico, se limitó a comentar: "Soy un espíritu profundamente religioso, pero dentro de un marco teológico en el que no hallo un lugar exacto para Dios".
¿Por qué este hombre casado felizmente con una hermosa mujer y padre de dos hijos creciditos pretende encerrar medio universo entre las tapas de un libro? No puede hacer otra cosa. Tiene miles de volúmenes metidos en la cabeza y un cerebro que funciona como una computadora. Además, el vicio de relacionar todo con todo; por algo es profesor de semiótica, la ciencia de los signos. Para él todo es un signo: el Ratón Mickey, el primer alunizaje, un cenicero redondo. .. Las relaciones más sorprendentes son posibles. "En mi profesión se justifica Eco es normal deambular pensando en política, el problema de la redención, si hay vida en Marte, el último éxito de Adriano Celentano y la Paradoja de Epiménides."
El estilo de Eco es mezclar cultura popular y cultura erudita, algo que ya se ve en una de sus primeras obras, en la cual comparó los procesos de razonamiento elaborados por el filósofo norteamericano Charles Sanders Peirce (1839-1914) con los utilizados por Sherlock Holmes para resolver sus casos policiales.
Sus admiradores sostienen que todo lo que escribe es inteligente. ¿Pero es literatura? Eco elude una respuesta concreta yéndose a otro campo del arte: "Quizá yo sea más bien un constructor de catedrales, y no un pintor de miniaturas encantadoras”.
OPINIONES PENDULARES
   Argentinos que jamás leyeron un cuento de Borges devoraron de un suspiro El nombre de la rosa. No hacerlo hubiera configurado un desliz social.
   El próximo paso para seguir a la moda -tan inevitable como ver Batman o bailar lambada- fue atreverse con El péndulo de Foucault. El entusiasmo duró poco. Muchos lectores admiten en voz baja que El péndulo de Foucault es un engendro insoportablemente aburrido. En el relevamiento de críticas que sigue, El péndulo pierde 3 a 1.
   "El péndulo de Foucault es una bufonada, pura charlatanería, profanación y blasfemia." (L'Osservatore Romano.)
   "...una composición sabiamente urdida, sin concesiones a la fácil amenidad." (Delfín Leocadio Garasa, La Nación.) 
    "... un pastiche donde el estilo se somete a las citas y, por ajustarse a todas ellas, acaba no perteneciéndole a nadie." (Matilde Sánchez, Página 12.)
"Eco escribe en un italiano abominable que oscila entre la solemnidad de un informe a la academia y el balbuceo incomprensible de un idiota." (Ricardo Ibarlucía, Babel.)


UNA LUZ QUE TITILA

Cartel Pier Paolo Pasolini

Una luz que titila

(Por: Alberto Daneri)[1]


Hace veinticinco años el italiano Pier Paolo Pasolini moría asesinado por un amante ocasional. Dejó en sus libros y películas una de las obras más provocadoras del siglo XX.


A
 los siete años escribía versos y a los catorce leía a Dostoievski. Todos sus amigos vivían en una sobria pobreza, pero se sentían libres, justos y humanos. Edad virginal de la esperanza frente a la hipocresía de los adultos alienados. El estimó que había sido un chico rico: poseía una cultura refinada y sentimientos solidarios que nadie le pudo quitar jamás y a los que no tuvo que renunciar. En la Universidad de Bolonia (ciudad donde nació en 1922) se recibió de licenciado en letras. Después de la guerra participó en las luchas campesinas de los jornaleros friulanos y esto lo acercó al marxismo. Se dedicó a la enseñanza durante tres años, hasta ser juzgado por actos obscenos con un alumno (como la Blanche de Un tranvía llamado deseo) y expulsado del Partido Comunista. Partió a Roma en 1949.
   En 1955 publicó la novela que le dio fama: Muchachos de la calle. Mediante el dialecto romanesco situó a sus personajes (jóvenes de diez a veinte años sin ninguna ilusión) en un mundo proletario que resistía, pese a la escuálida miseria y al vicio aceptado pero no deseado. Estas criaturas empleaban la astucia para violar a su ciudad y Pasolini aún creía posible salvarlas. Su mejor novela (Una vida violenta, 1959) es más incrédula. El antihéroe va desde la azarosa mala vida de un chico de villa miseria hasta la conciencia moral y social de sí mismo; ejemplifica el significado de la tensión entre pasión e ideología.
   Por Las cenizas de Gramsci, su mayor libro poético, le dieron en 1957 el codiciado premio Viareggio: "Para ser poeta es necesario tener mucho tiempo: / hora tras hora de soledad es el único modo/ para dar estilo al caos. / Yo tiempo tengo poco; por culpa de la muerte/ que avanza, al ocaso de la juventud".
   Su primer filme, Accattone (1961) fue una historia de ladrones, de amores sin nostalgia, donde reflejó a jóvenes rufianescos viviendo una corrupción sin escapatoria. Hizo en Mamma Roma un culto de la adoración de su madre y escenificó premonitorio como un calvario (la muerte del hijo) su noción del dolor humano: "Existe un vía crucis recorrido por muchos sucios crucificados sin espinas", dijo. Rechazaba la compasión porque amaba la rabia. La suya y la de los que no aceptan la falsa sonrisa del conformismo. Sus filmes posteriores, basados en símbolos temáticos y visuales, lo hicieron conocido para un público que nunca hubiese leído sus libros. Están poblados por figuras que marchan hacia la autodestrucción, víctimas de una fatalidad cuya responsabilidad no cabe achacar a dios alguno, sino a pautas culturales y socioeconómicas. Toda una postura crítica.
   ¿Era intelectual de izquierda, comunista sin carné, hombre de unión entre católicos y marxistas? El sentido religioso de su cine lo plasmó en el Cristo víctima de El evangelio según Mateo y en el enviado de la prohibida Teorema, un ser que por medio del sexo poseía a todos destruyendo los valores burgueses y que podría simbolizar a Cristo, a Marx o a Freud. Pasolini reflejó el diálogo cristianomarxista de los años 60 al amparo de Juan XXIII. Pero los comunistas lo acusaban de cristiano, los cristianos de comunista y los cinéfilos decían que sus filmes estaban mal hechos. Si las polémicas no nacen, se hacen; era el centro de ellas al escribir en el Corriere della Sera los famosos Escritos corsarios, que para algunos originaron su condena a muerte.                            
   ¿Qué pasó la trágica noche del 2 de noviembre de 1975? Días antes había terminado la novela total que siempre ambicionó, Petróleo, y su póstumo y más negro filme: Saló. A los 53 años seguía vampirizando a muchachos prostitutos. Deambulaba como un animal predador y por azar (o no) halló al semianalfabeto Pino Pelosi, un vividor de 17 años. ¿Lo mató éste solo? En una oscura playa igual a sus textos, el contradictorio Pasolini le pagó 20 dólares de hoy, como cualquier burgués para él despreciable. Y ese chico parecido a su gran amor (un actor que lo dejó porque en esos días se casaba) fue el "asesino sin rostro", según definió Alberto Moravia en el funeral. Cuando el joven rehusó asumir otro rol que el pactado, Pasolini le pegó, como el padre antiedipo de su pieza Affabulazione que mata al hijo. Pelosi subió al auto del escritor y lo atropello pasándole por encima varias veces con rabia. La misma rabia de los personajes pasolinianos. Al día siguiente los diarios decían que de lejos el suyo no parecía un cuerpo; tanto había sido masacrado. Parecía cualquier cosa menos un hombre. "Y, como un joven, sin piedad/ o pudor, yo no escondo mi estado: no tendré paz, nunca." No la tuvo. Pero tal vez (pensemos con la piedad que se negó a sí mismo) no era un hombre, sino una luz torturada.


Los comunistas lo acusaban de cristiano, éstos de comunista 
y los cinéfilos decían que sus filmes estaban mal hechos



[1] Escritor. Sus últimos libros son El mar llora de amor y Poemas de sombra (México)

ROPAVEJERO FILÁNTROPO

Este anciano descubrió en sus buenas obras el secreto de la salud y la felicidad

Ropavejero filántropo

(Por William Warren)

C
ADA MAÑANA, haga frío o calor, llueva o brille el sol, Wang Kuanying, de 71 años de edad, se levanta antes de las 5 a recorrer, en su carretón de tres ruedas, las calles de Taipeh, capital de Formosa, para recoger lodo lo que la gente desecha. En la venta de lo que reúne a diario obtiene el equivalente de cuatro dólares. Mientras la mayoría de los ropavejeros de la ciudad logra apenas sobrevivir con sus escasos ingresos, Wang Kuanying se las ingenia para subsistir y a la vez dar rienda suelta a su inclinación filantrópica, que ha hecho de él una figura legendaria en Taipeh.
Durante los 20 años últimos Wang ha donado unos 2000 dólares en becas escolares a más de 120 niños pobres, y más de 2600 en libros a escuelas, colegios y universidades de Formosa y del extranjero, para fomentar el interés por la literatura y la filosofía clásicas chinas.
Wang nació en el seno de una familia campesina de Tung Ping Hsien, en la provincia de Shantung, y creció en los años turbulentos de guerras y revoluciones. No recibió educación formal hasta cumplir los IH años de edad, y aun entonces dolo completó cuatro de estudios. Sin embargo, le bastaron para iniciarse en el conocimiento de las obras clásicas fundamentales y para adquirir un respeto indeclinable por las creaciones de los filósofos chinos más eminentes.
Contrajo matrimonio a los 21 años, y seis después se incorporó al ejército. Comandaba un pelotón del regimiento que defendía el puente Marco Polo, cerca de Pekín, cuando los japoneses atacaron esa ciudad en julio de 1937. Este suceso generó la guerra chino japonesa, que duró ocho años. Wang combatió en diversos lugares de China, y llegó a obtener el grado de subjefe de' batallón.
Su primera esposa falleció en 1938 y le dejó una hija. Wlang se volvió a casar en 1941. Su segunda mujer dio a luz a una niña, y estaba nuevamente encinta cuando la unidad en que él servía fue trasladada al sur, durante la guerra civil. Wang ignora el paradero actual de su familia, aunque supone que seguirán viviendo en la China continental. En parte por su tragedia personal y en parte por haber presenciado los manejos de las comunistas, Wang siente un odio irreconciliable contra ellos. (Ha escrito y publicado más de 30 folletos anticomunistas.) Se mudó a Formosa en 1950 y, una vez jubilado del ejército, se convirtió en ropavejero.
Al principio, recorría la ciudad en su carretón sin más objeto que ganarse el sustento. Pero sus constantes lecturas de los grandes, filósofos lo fueron convenciendo de que, por humilde que fuese su situación, podía ser útil a la sociedad.
Hace poco tomé por un oscuro laberinto de callejones y viviendas improvisadas para llegar a la casucha de Wang. Encontré dos habitaciones hechas con láminas onduladas de hierro y tablones desechados. No obstante su rudimentaria construcción, era un hogar acogedor.
Allí estaba Wang, sentado junto a una estampa de Confucio. Los años han dejado su huella en el ropavejero, pero la impresión que de él tuve fue más de vitalidad que de fatiga. Tras pedalear en su carro todo un día, Wang lee, ejercita la caligrafía, redacta su diario, o escribe poesía.
"Mis necesidades son muy sencillas: un poco de arroz o de fideos y un trozo de pescado", me dijo. "Aunque no gano mucho dinero, algo me sobra. Hace unos 20 años decidí emplear provechosamente mis ahorros".
Wang me explicó que las escuelas públicas de Formosa son gratuitas hasta el noveno año, y que los estudiantes interesados en continuar hasta terminar el duodécimo deben pagar una cuota mensual de poco menos de 14 dólares, suma que representa un gran sacrificio para las familias con ingresos apenas suficientes para subsistir. A estudiantes de este nivel otorgó Wang las primeras becas, eligiendo a los que juzgaba más prometedores.
Colgó de su carrito varios letreros que invitaban a la gente a donar desperdicios, los cuales él vendía para ayudar a los estudiantes a fin de que "lleguen a ser en lo futuro ciudadanos de provecho", según rezaban los letreros. Otro aviso decía: "Su bondad no tiene límites"; y el lema fue realizándose cada vez más, a medida que cundía la fama de las obras generosas de Wang. La gente aguardaba su paso por las calles y reservaba ciertos objetos especialmente para él.
Hoy, cerca de 50 empresas de Taipeh regalan al ropavejero sus desperdicios de papel. Además, muchos hombres de negocios (y esto a Wang le importa más), movidos por su ejemplo, empezaron a pagar becas a estudiantes pobres. "Gran parte de mi propósito", me confesó, "consiste en hacer que otras personas comprendan que también ellas pueden ayudar".
En 1961 donó su primera colección de Las cinco virtudes clásicas de Confucio a la escuela preparatoria Renwen de Taipeh, en el distrito de Yunlin, y desde entonces acostumbra regalar libros. Por conducto del Consejo Nacional para el Renacimiento Cultural Chino, envió 34 obras a la colonia china de Montreal (Canadá); obsequió 87 volúmenes de los clásicos chinos a cierta escuela de Uruguay; y en 1973 entregó textos de historia, diccionarios y obras clásicas por valor de 262 dólares al Departamento de Estudios Asiáticos de la Universidad de Saint John, de Nueva York.
 Cuando lo entrevisté, Wang proyectaba un viaje con fines filantrópicos al apartado archipiélago á\ los Pescadores, para visitar a las tropas chinas destacadas allí y regalarles 315 dólares en libros y 26 en semillas de melón, las cuales simbolizan la esperanza de tener una descendencia numerosa.
"Claro está que sigo interesado en ayudar a los estudiantes pobres", me explicó, "pero ahora que otras muchas personas conceden becas, quisiera dedicar más tiempo y dinero a difundir lo selecto de la cultura china. Me gustaría fundar una beca especial para quienes se propongan investigar nuestra literatura clásica".
Wang obtiene de 120 a 131 dólares mensuales, y gasta por lo menos la mitad en libros. "No siempre puedo pagar al contado", me dice, "así que en ocasiones los adquiero a plazos. No creo en el ahorro. ¿Por qué habría de economizar? Conservo aún mis energías, y quien tenga suficiente decisión puede trabajar y lograr el éxito". Se niega a aceptar descuentos en el precio de los libros que adquiere, pues, según él, eso disminuiría su valor.
El alcalde de Taipeh le premió, en 1967, con una copa de plata en reconocimiento por su aportación a la sociedad y a la educación; también recibió el título honorífico "Amigo del Ateneo Conmemorativo de Sun Yat-sen", por sus donaciones de libros. La prensa local e Internacional ha publicado varios artículos acerca del ropavejero, y también lo han entrevistado en la televisión. De las paredes de su habitación cuelgan, enmarcadas, algunas de las muchas cartas que ha recibido de todo el mundo, y en que I' expresan gratitud y admiración MU su labor.
Wang rechazó la ayuda económica que una sociedad extranjera le ofrecía, pues deseaba que todo el dinero que destinara a su obra procediera exclusivamente de su trabajo personal. Asimismo, desechó la recomendación de que instalara un motor en su carretón para librarse de la necesidad de pedalear.
"Si siguiera ese consejo", manifestó con sencillez, "mi trabajo no me daría igual satisfacción. Perdería significado si dejara de valerme de mis propias fuerzas". A los ojos de Wang Kuanying, la caridad incluye algo de sacrificio personal.
Hace poco, sin embargo, abandonó su acostumbrado método filantrópico al aceptar ayuda económica para convertir en realidad el plan ansiosamente acariciado de fundar en su vecindad una biblioteca para estudiantes de enseñanza media y universitaria. El Club de Leones, por ejemplo, aportó una cantidad considerable. El gobierno le proporcionó sin costo un salón en una unidad habitacional. Allí inauguró la biblioteca en enero de 1977.

Le preguntaron una vez el secreto de su salud y de su felicidad. El ropavejero sonrió y repuso: "Si no goza uno de paz interior, así viva en una mansión lujosa y coma los más exquisitos manjares, no podrá tener salud. La caridad alimenta al corazón y, cuando el corazón es feliz, la salud viene como consecuencia natural".