Caminan sin
disturbio.
En él, una
potencia transmitida por el agua próxima y el niño.
Sendero abajo,
un vapor disimulando el perfil del horizonte, espesa la oscuridad. Los árboles,
un mismo plano, una sola cosa... anochecer fugándose del pincel de Serrano
donde sólo ellos sincopan en un movimiento la profundidad del paisaje.
Lo sé.
Yo siempre
estoy aquí a esta misma hora.
Antonio
arrojó todo al suelo; el pibe, la mochila y se recostó en la hierba a
observar Venus prepotente sin Luna.
Desde los juncos la rana le saltó al pecho.
-¡Guacha!-la persiguió el chico hacia la ribera casi
en penumbra y cuando se detuvo sobre un tronco, la agarró del lomo-
¡desgraciada!
-Esa
boca... ¿qué pasa?
-La
cochina me saltó encima – gritó a la rana mostrando la barriga blancuzca del
bicho lo más alto que podía.
-¿Y?
¿Qué te hizo? ¿Te meó?
-No,
pero,
-¿Entonces?
¿Quién dañarte menos que una rana? ¿Qué entiende ella de tu miedo? Nosotros somos los intrusos ¿no? Pero es cierto, allá no había ranas, no las
conocías; aquí es como
-¿Qué
hago?
- Aquí
es la humilde compañera que te acortará las pesadillas de la noche.
- Está
bien, pa... la suelto ¿o qué?
-Tu
decisión- las patas dieron el envión del adiós, el mocoso con su risa la
observó desaparecer entre círculos sin
verlos.
Algo
más había terminado.
Antonio
daba presión al sol de noche. La luz intensificaba al muchacho quien de rodillas la cambiaba de
marrón a un blanco frío. Surgían otras llamitas, pero el chiquillo desde la
manivela del Brametal hacía crecer y desaparecer la atmósfera cercana, en
diapositivas más contrastadas tras cada giro.
-¿Listo?
El
niño fascinado, afirmó en un gesto sin palabras.
El
pescador de pie, cara en lo oscuro, tiradores cruzados en la espalda desnuda,
había rejuvenecido quince años en los
últimos dos. Observaba con nostalgia, el bajorrelieve formado contra la
arboleda por los ojos azules, el cabello rubio del muchacho.
- Es
igualito... - murmuró
-¿Ah?
-¡Vamos,
vamos a buscar las mojarritas, che, vamos!- cargó el farol, el pibe se le colgó
de los tiradores hasta un descanso del río donde ingresa al lago porque
temprano habían dejado la trampa, ahora llena, junto a los melones que nadie
robó.
-¡Mirá!
¡Cuantas, Tonio! ¡Cuantas! ¡Las llevemos todas!
-¿Para
qué?, el pique es pobre estos días, acordate.
-Llevemos
cien...
-¡Tantas! No, Sacha, la mitad...
-¿Tan
pocas, pa?
- No
sé, con eso basta. Vaciemos la trampa; es un espectáculo - mojarritas
dispararon sus flechazos en cualquier dirección hacia la segura libertad del
agua; momentos después regresaban al cono iluminado, sabiendo que ya nada las
ataba - con unas pocas alcanzará.
-¿Sabés
una cosa, pa?
-¿Cual?
- Hoy
viniste algo negativo. ¿Por qué?
Sacudió
silenciosamente la cabellera del niño como única respuesta.
Voces
llamaban debajo del agua.
Empujó
el bote. Saltaron. En manos inexplicablemente blancas para un pescador los remos hendieron la temprana niebla,
esfumando la orilla vegetal donde el réquiem de ranas rubricó el fin de otro
día a sus espaldas.
Alcanzo a ver
la luz del farol, una cúpula azulina cada segundo más pequeña. El agua,
perezosa o movediza a juzgar por el vaivén de la lámpara, el agua... él no
resistiría el llamado de esos nombres bajo la superficie.
Levantó
los remos introduciéndolos en la lancha. No quiso utilizar el motor para evitar
el ruido que espantaría a los peces.
- Tené
cuidado, no te vas a caer, ¿eh?
-¡Qué
me voy a caer, Tonio! ¡Qué me voy a caer!-contestó el chico. Encaramado sobre
el filo de la proa, se recostaba contra
el mástil rústico hecho por Antonio para
colgar el farol que el cuerpo del niño cubría, en tanto él en la popa adormecida preparó
aparejos y carnada.
¿-¿Dónde
pusiste los cebos?
-En la
lata roja, pa-el chico se había ya acostumbrado a decirle "pa" tan
fácilmente y al pescador no le llamaba la atención tanto como al principio.
Una
brisa algo brusca y caliente. El bote amplio con dos asientos, oscilaba en un
estrecho canal prolongado cien metros
por una larga derivación de la orilla.
-Mirá
Tonio, se vino un montón aquí abajo-en el haz más intenso de luz rebotaban
los peces. Vinieron, giraron, regresaron y partieron nuevamente sin
acercarse demasiado a la superficie.
-¿Grandes?
-Mas o
menos pa, hay muchos, mirá que grande ese... -extendió el chico el brazo hacia
la inmensidad. Antonio observó al pibe:
el farol oculto, el revolotear del pelo en la brisa, el cuerpecito limitado
prolijamente por una línea de plata, el brazo extendido hacia adelante. Imaginó
que el niño era su mascarón de proa, su protección, un poder sublime e
imposible de describir, como el amor, indicando su ademán pequeño no un pez
sino la ruta, la orden de avanzar, avanzar, no importa lo ténebre que el
entorno pareciera. Como los mascarones
de proa romanos, tatuado en su frente leyó “INOCENCIA” hundiéndose en el camino
de los monstruos insalubres de su propio intelecto. Fulgurante, un mascarón
derrotando la existencia añeja de Antonio.
-¡Bueno,
bueno!-se despabiló-vamos a pescar que enero acorta la noche.
El
chico saltó hacia el centro del bote; alistó su pequeña caña roja de fibra. En
cuclillas ambos se encontraron de golpe en una mirada silenciosa y cómplice. En
el pibe, ansiedad expectante, en él la nostalgia añosa, el hastío que aquel
niño había comenzado a triturar.
-Sos
igualito...
-¿Qué,
pa? Siempre decís lo mismo, siempre ¿eh?
-¡Al
pique! ¡Al pique, mocosito! y lo levantó con suavidad de la nuca.
¡Qué
espectáculo aquellos dos hombres! No son de títeres en pose o bailarines. Ni
los mismos gestos cuando Antonio corre tras la pelota o Sacha lo embolsa en el
arco, ni los mismos brazos que festejan los triples de Atenas. No son ademanes
rudos, grotescos. Ni los del drama o los comediantes creados por Antonio... son
elipses doradas que ambos despiertan en el pizarrón de la noche, un trazo rojo,
un perfil liberados por gaviotas en el vuelo... Sí sus gestos, sus gestos
perfectos, gestos de pescador.
Las
horas se achicaron, la canasta también.
-
¡Maldito! me robaron la carnada un
montón de veces...
-
Estás arrojando muy chicas y muy cerca. Más lejos...
- Pero
si están aquí abajo, donde hay más luz, pa.
- Por
eso, pero lo mejor está algo más lejos, arrojá más lejos, carnada viva, mojarras,
o los cangrejos van mejor aquí- instruía Antonio en tanto la tanza por sobre la
cabeza del niño terminaba su silbido sobre la matriz del agua, la maestría en
un signo de altivez que el sedal abría y cerraba a contraluz, hasta escucharse
el distante ¡ploc! y entonces lucha a muerte.
El
sonido menor del agua contra la lancha, el susurro del ril, la vista clavada en
los inquietos flotadores de flúor amarillo, anaranjado, fucsia. Antonio vigila
varias cañas, el muchachito, la suya. Le prometió un número mayor, treinta metros de tanza en el carretel si
pesca bien esta noche. El rielar de la luz, denuncia la única existencia
humana: dos artistas en un silencio mayor imantados por la audacia y la modesta
esperancita de un niño.
-¡Picó,
pa, picó!-vociferó el pibe.
-No le
aflojés ni te apurés, firme, pero suave, traelo.
-¡No
puedo pa! Es muy grande, ¡ayudame!- Sacha tenía
el pecho contra el mástil donde ni sintió el farol quemándole la piel.
-Estirate
para atrás, firme de cintura para arriba, balanceándote despacio. Dale tanza
lento...recogé, aflojá hasta que se canse... así, así
-El
que se va a cansar primero soy yo, No puedo pa, es muy pesado ¡ayudame!
-Aflojá
despacito otro poco y rebobiná, dale-
-Es
que me lleva Tonio-el tono del niño hizo que el pescador pegara un salto sobre
los asientos, sabiendo la gravedad de eso para un mocoso de ocho años.
Arrodillado, desde atrás aferró a Sacha que ya cedía.
-Sacalo
vos, Tonio, no puedo y se va a escapar-insistía casi llorando.
-No,
es tuyo, es tuyo... si no se escapó al primer tirón…dejalo que se vaya hacia la
derecha... eso. Engañalo... que crea que está suelto. Rebobiná evitando el
sacudón brusco. Sostenelo así.
-No
puedo maniobrar la caña y el ril juntos, no tengo fuerza, pa, ¡por favor!
-¡Basta!
Es tuyo, coraje, hay que tener…- no
alcanzó a terminar la frase cuando el cuerpo de ambos se estiró hacia atrás
mirando arriba. Una extraña imagen se curvó en el aire, acerada, reluciente.
Como un vigoroso pájaro, durante unos segundos anuló la tensión en el sedal, en
la caña, en los músculos, en el bote. Entonces el estruendo estalló en la superficie, obligando
al cuerpo de los pescadores inclinarse hacia el agua, en tanto las gotas
chirriaron al chamuscarse contra el farol bamboleante.
-
Cuando te diga comenzá a rebobinar una vuelta por segundo en etapas de cuatro,
yo cuento y vas enderezando el cuerpo y la caña hacia atrás... ¿Listo? ¡Ya!.
Uno... dos... tres. cuatro....uno....dos....
Estos árboles
detrás recuperan aquellas voces en la humedad, voces que dicta un reloj de artificio en una
barca, ritmo perpetuo, antiquísimo
semejante al nacimiento del mar... ritmo exacto de ecos y vapores, el mismo que
desliza a Venus hacia la otra orilla para iluminar a la multitud
silenciosa bajo la superficie.
-Bien,
Bien... ahora rebobiná, más fuerza, yo te ayudo. ¡Ya! Un... dos... un.
dos....estirate para atrás, vamos, yo te sostengo y afirmá la caña contra mis costillas atrás tuyo- Antonio rodilla en
el suelo, su brazo por debajo del brazo del chico lo aferraba hasta el hombro
izquierdo. Sentía la fibra que entezaba
el cuerpo del pibe apoyando confiado su espalda en el tórax del hombre-ahora
dejalo que vaya un poco hacia la izquierda lejos de la luz -el chiquillo seguía
su ritmo de un... dos... con el ril- ¿Tenés bien firme la caña, sentís que lo
dominás ahora?
-Sí,
pa, si pa... pero cuesta mucho.
-No te
apichonés, que ya no tiene ni fuerzas ni espacio casi para moverse. Se siente
atrapado. Cuando te diga, con toda, rebobiná lo más forzudo y regular que puedas... - el pibe vibró con
seguridad de tanza. El pez ya no lo manejaba a él, solamente ejercía fuerte
presión en sentido contrario al bote- ¡Ahoooraaaa!
- Lo
tengo, lo tengo, pa, lo tengooooooo!!!
-
Cuidado con el cambio de presión al sacarlo al aire. Va a colear para todos
lados con más fuerza que debajo de la superficie. No va a dejar de luchar por
su libertad hasta morirse y puede hacerte perder el equilibrio y sacarte la
caña.
-Ahí
está. ¿Lo sacamos pa?-Antonio comprendió que en la preguntita el niño
ponía todo su anhelo, todo el final de
la tragedia, toda su esperanza en una caña nueva. No podía fallar. El blanco
protector de proa, el pibe, se refugiaba en él: Antonio -¿Lo saco
paaaaaa?-gritó impaciente el chico.
-Cuando
te diga- Sacha era muy pequeño para ese pez y un sacudón le haría trastabillar
y caer al lago, porque el mocoso no iba a soltar su caña - cuando te diga
aferrate a la caña, la caña, tus brazos y piernas son una sola cosa que no se
pueden separar. Frená el ril de golpe y
en el mismo acto, pegamos el empujón hacia arriba, apoyate bien, con las
piernas más separadas-el pibe las extendió más, y Antonio pasó su otro brazo aferrando
la caña que le lastimaba el pecho - Listo... ¡ya!
El
pibe se arqueó totalmente hacia atrás como una cascabel para el ataque,
elevando con rudeza desconocida la caña y
Antonio sintió en sí como el cuerpo del pibe sufría hacia un lado y
otro, hacia arriba y hacia abajo los sacudones del pez en el aire, pero su hijo
no cedía...
-Girá
el cuerpo para la derecha y tiralo sobre el piso del bote, pero no aflojés ni
el ril ni la caña.- forzó el cuerpo del chico hacia esa dirección. Sacha
trastabilló sobre un asiento sin despegarse de la caña ahora atrapada entre sus
piernas mientras el pez descargó sus últimos furores contra la cubierta una y
otra vez; disminuiría hasta quedar vencido.
El
hombre se estiró sobre la chapa del piso apoyando la espalda en el borde del
bote y el pibe se derrumbó sobre la pierna y el pecho del padre sin soltar la
caña entonces libre de tensiones. El padre lo abrasó, transpirados
completamente, besó la sien y le susurró:
-¡Bravo,
hijo! Bienvenido al club de los aficionados a la carnada viva- El jadeo del
niño iba mermando a idéntico ritmo de los estertores del pez. Su mano
recaliente por el esfuerzo buscó la de Antonio. Estaba en seguridad, en tanto
sus pupilas ensanchadas con un profundo respeto observaba el ojo inmóvil del
pez... aún más lejos del ojo, del bote, del agua
Antonio,
mentón sobre la cabeza del niño, se percató de que por primera vez le había
dicho, hijo, y pensó que había exigido demasiado de Sacha. ¿Qué tamaño sería el
próximo? ¿Si no fuera mayor? ¿La frustración? Él había experimentado lo
insoportable que es comenzar con algo casi perfecto y después no saber cómo
superarlo al paso siguiente. Lo sabía. Era escritor de profesión. Entonces se
convenció de que aunque Sacha no superara
por años el tamaño de ese pez, no sentiría el fracaso nunca. Sacha era un
solitario pescadorcito de nacimiento, y aquel pez era su victoria sobre la
frustración para siempre.
-Es
igualito... es igualito- murmuró nuevamente...
Por fin la
noche sosegada. Fin de la lucha, esa lucha. Las cañas restantes, encastradas en
largos tubos soldados por Antonio al armazón del bote, harán abandonadas su
faena o simplemente vacías, el aburrimiento. El farolito intenta solo contra
tanta profundidad, resplandor pueril,
para tantos nombres que se
despertarán escritos en el abismo.
-Eh,
¡patrón! ¿Hay pique?-
Dos
años atrás escribía borradores a la orilla del río translúcido y la voz lo
sobresaltó pensando que no existiría alguien más que él en kilómetros a la
redonda.
Agil
por la ladera, la figura de un mocosito lo tranquilizó. El ridículo sombrero de
peón, demasiado grande, una cañita
colihue con un trozo de hilo, corcho, plomo, anzuelo, la lata de Nereida con
alguna que otra lombriz y moscardones semimuertos, patas arriba, hacían del
pequeño una caricatura nada familiar.
-No,
no mucho. Será la hora o el viento, el lugar, no sé.
-Y
¿para qué está ahí?, Entonces. Venga. Le voy a mostrar donde se puede sacar
algo a esta hora- el surgido de la nada, dándole la espalda inició un sendero angosto. Antonio se apresuró
con su caña y cuaderno en mano.
-Esperá,
nene, no te veo, los yuyos son más altos que vos.
-Esos
no son yuyos don-gritó de algún lado-son rosa mosqueta y calafate, hacen dulce,
¿no los comió nunca? ¡Mire! ¡Uaahhh!-y saltó sorpresivamente frente a la cara
de Antonio sacando la lengua toda morada. Antonio retrocedió un paso, casi por
caer, y el chiquito riéndose comenzó a
correr-sígame, patrón.
Fue
detrás agitado, por una cornisa sobre el vacío, mientras se preguntaba,
realmente tras qué nueva tontería estaba corriendo con ese rufián desconocido a
la vanguardia. No en vano tenía casi cincuenta años. ¡Cómo para correr por una
cornisa de montaña!
-Aquí
está don, mire ¡qué lindo!-
El
abanico verde intenso se extendió a sus pies con grandes islas cubiertas de
coihues, alerces y en la otra orilla lengas rosadas remontaban copiosas hacia
la cima con nieve. Agitado en extremo el hombre bajó al borde del agua
siguiendo al infatigable pillo.
-¿No
va a pescar?-preguntó a Antonio ya rendido boca arriba en el pasto.
-No.
No voy a pescar... ¡estoy mueeeerto!
El
mocosito tiró su anzuelo a la superficie algo encrespada y sin mirarlo
-¿Ud.
de donde es? Patrón- le preguntó
-De
lejos... y no me digás patrón.
-¿Cuanto
es lejos? ¿Cómo Esquel? Dicen que es bonita.
-No,
mucho mas lejos.
-Como
¿cuanto más?
-Como
viajar dos días en auto sin pararse ni a dormir.
-¿Y
dos días en auto... eso como es de lejos?
-¡Ufa!
Lejos, lejos, lejos. Basta, no puedo… ni hablar
Casi no veo
desde esta orilla. No obstante el farolito sé, está allá, en algún lugar.
A la medianoche
sin ruidos el aire se pone más fresco. Los peces mordisquean la carnada. De
tanto en tanto alguno trepa el aire y
atrapa bichos llamados por la luz.
Después calma, calma. Es el principio del mundo.
El muchachito
se ha acurrucado más, sobre el pescador
por tibieza. El hombre siempre lleva una capa por si llueve. La extiende
encima, el pibe ya no tirita. Se aprieta más.
Antonio
recuerda aquella primera tarde. Hasta entonces había vivido como sobre una cama de cirugía. Siempre auscultado por
alguien con el riesgo del error, la
soledad innegable de quien enfrenta permanentemente el bisturí del sin
sentido... hasta aquella tarde.
- Y Ud.¿qué hace
aquí?
- ¿Yo?
- En la estancia no trabaja... además Ud.
parece medio fino como el inglés.
-¿Inglés?
-El
encargado de la estancia.
-¿Qué
estancia?
-¿Qué
estancia? La de ahí. La Ruca Lahuén. ¡Si
la conoce! ¿Es del Ferrocarril usted. ?
-No,
no la conozco, ni soy del Ferrocarril- contestó Antonio acercándose sin
levantarse del suelo -Estoy por unos dos o tres meses en "Las Tejas Negras"
-Ah,
antes de llegar a Los Coihues…colgadita sobre el lago como pa’ caerse ¿no?
-Sí,
esa. Vine a descansar y vos me hartás con preguntas.
-¡Ah!
Descansar. ¿Y de qué? ¿Está enfermo?
-¡Qué
chismoso! Como las viejas tomando el té galés en la hostería ¿Cómo te llamás?
-Ah…ahora
pregunta Ud.…No sé; el Francecito, me dicen
-Cómo
que no sabés ¿cómo te llaman tus padres?
-No
sé, como que nunca vienen - agregó el chico con la mueca de quien desconociendo
algo, no se interesa demasiado-Vivo en la estancia, siempre vivo ahí. Con la
peonada. Este sombrero me lo regaló don Vicente el domador cuando se fue a una
doma y no volvió más.
Le
sacó el grotesco sombrero. El viento zamarreó el montón de cabellos rubios. La
primera mirada. Azules ojos, el niño, sin lágrima y el ronco, lejano cansancio en los del hombre. "Igualito" pensó.
-Si no
viniste a trabajar, ¿a qué viniste?
-Ya te
dije a descansar, a pescar y escribir.
-¿Escribir?
-¿Sabés
escribir?
-Un
poquito. La Señora Clyde que vive en el casco me enseña cuando puede ¿Me presta
su caña, patrón?
-Me
llamo Antonio y terminala con lo de patrón.
-¿Por
qué le pusieron ese nombre?
-¿Por
qué? ¿Por qué? Porque sí... qué sé yo. Y desde ahora yo te llamo Sacha.
-¿Y
eso que es lo qué? ¿Me presta su caña patr... Antonio?
-Bueno,
Sacha es un nombre de varón. Como el hermano de un hombre muy importante
llamado Antón, como yo, que vivió el siglo pasado.
-El
siglo... ¿Qué es eso? Préstame la caña...
-El
siglo pasado es desde ayer mucho, mucho tiempo para atrás, muchísimo.
-¡Ah!
¿como los dos días en auto? La caña…
-No
mucho más. Sacha y Antón eran rusos...
-Ah! Bigotudos, gordos como Esmirnof. Viene cada
vez que cobra la peonada con ropa y otras cosas. Viera las mujeres la polvareda
que arman…se miran el espejito de la Ford o en los vidrios de la cúpula pa've'
como le quedan las tela, se ponen tan linda pero esas patas chuecas y nunca
pueden comprá' casi naa.
-Ellos
tenían bigote, pero eran reflacos. Y murieron tuberculosos.
-¡Uh!!
Como los indios de Gualjaina... no tienen trabajo, comida, nada. Ese Antonio
que usted dice
-Antón.
-Ese
ruso suyo, ¿tampoco tenía comida, ni trabajo?
-Tenía,
era médico. Pero era escritor y no le pagaban mucho
- ¿Igual
que usted?... Présteme la caña, patr...
-No.
Es una boloñesa muy grande para vos. Otro día puede ser.
-¿Cuándo?¿mañana?
Yo vengo todos los días aquí, Clyde me
deja.
-No
sé, algún día que nos encontremos de
nuevo pescando.
Desde aquí una
llamita mortecina ilumina algo la cabeza de Antonio. El recuerdo, las voces
pesan sobre sus ojos, el agua lo acuna, lo adormece el cuello humedecido por la
respiración del Francecito.
Antonio
a pesar de telescópica y ril alemán no puede con el pez. Un estremecimiento
violenta al bote debajo de él. Se parapeta contra el mástil del farol para no
ser arrastrado. Algo, atrás, como que lo retiene por la cintura, pero la presa enorme, de derecha hacia
izquierda sin pausa intenta arrastrarlo. Las agallas dilatadas como orejas de
elefante sobre las olas dominan la situación... un... dos... tres... cuat... El
ril se desprende las manos, una presión le achata la cabeza como si el cielo se
achicara sobre él. Un intento de grito se ahoga bajo el agua. No puede. Algo
excesivamente macizo lo apisona y el pez prehistórico con sus alas enervadas
arrastra por el sedal al bote. Antonio, intenta, intenta pero su voz está bajo
la superficie del agua... y ruge al despertar.
Miró
hacia todos lados, encandilado por la luz. Varios pasajeros se vuelven a
mirarlo. Desde la ventanilla, bajo un oleaje de nubes, el campo por hilos marrones o azules de ríos
teje su manta escocesa. Están ya, sobre la impresionante llanura. La mano
izquierda, húmeda y caliente, rodeaba la mejilla del Francesito dormido.
Respiró profundo. Apretó el hombro del niñito, sonrió, se rió un poco, más,
más, y aunque cubierto con el brazo no pudo silenciar las carcajadas y todos
los pasajeros no salían de su asombro. Azafatas y hombres de azul se acercaron
que le sucede, señor necesita algo, ¿una crisis de miedo? ¿Hay un médico a
bordo? ¿Qué le sucede señor?
- El
muy maldito... el muy maldito-la risa lo asfixiaba- se llevó mi mejor... mi
mejor-no podía controlarse- mi mejor caña y el ril que me trajo mi hermano de
Alemania.
-¿Qué
pasa Tonio, que te pasa?- el ruido y las convulsiones habían despertado al
chico.
-Nada,
nada Sacha... el muy maldito se la llevó... mi mejor caña- el capitán y las
azafatas se decían en la mirada está chiflado y al apartarse como de un loco
sin chaleco, y una expresión mal disimulada
en las caras de "está borracho, pobrecito, el chico "
Cuando
Antonio le dijo que se irían en aquel viaje no de dos días, sino en avión desde
Esquel, el Francesito saltó feliz y se lo contó a toda la peonada que sólo
habían visto un avión, cuando pasaban a más de tres mil metros sobre las ovejas
de la estancia esparcidas entre coirones y neneos.
El día
de la partida la tristeza, el temor a lo desconocido y ojos llorosos se
mezclaban. El Francesito era uno de ellos. Era esa tierra indomable bajo el
viento, era los maitenes repletos de verde hasta bajo la nieve, era los pumas,
las maras, los guanacos, el Francesito
era un patagón. Aquellos petisos
chuecos, con un rastro de bigotes, sombreros negros sobre frentes pequeñas y
claras no entendían por qué mejor era para el niño ser injertado a algo
distinto, ajeno y no morir algún día simplemente como peón. No les cabía
comprender que la muerte de un rey o un peón fueran diferentes solo porque sé
ritualizaran de manera diferente. Las flores, las velas se chamuscaban tanto en
sus ranchos como en el Congreso de la Nación.
Después
de aquella primera tarde. Antonio anhelaba regresar al agua. A ese verde
abanico donde el niño contrastó como un presagio. Apenas ondulante la majestad
del agua y el corazón del niño, humilde bellamente, lo dominaron. Durante dos
interminables meses cada día aquel Francesito tan manso como un pitío
enternecía la inteligencia añosa en
tanto Antonio le enseñó a sostener su costosa caña, el uso apropiado del cebo,
perfeccionar el voleo y cuando la risa
infantil escapaba sobre la velocidad del ril si alguna trucha mordía aquel
profesional, escritor o pescador,
demoraba su partida. El libro concluido desde semanas, había perdido su prominencia
Antonio
nunca antes se había interesado en aquella estancia de los ingleses, recortada
al pie del Bonete nevado permanentemente, pero el Francesito, huérfano de
profesión, le hizo conocer la estancia, las majadas, las tropillas, el aras,
todo y la idea de abandonarla, alejarse del cristal luminoso de agua, espejo de
lengas, le producían una ansiedad peligrosa. Y poco a poco para el intelectual
de aguas profundas la vocecita aguda le quitó su personal ignorancia sobre esa
tierra, su gente lejana, su hospitalidad indomable, y por unas semanas ya no
escuchó los rumores antiguos bajo la superficie del mar.
Aquella
noche durante la cena en el casco de la Estancia miraba a aquel mocosito
sentado tan familiarmente entre el inglés Administrador y toda la jerarquía
europea de paso. La gigantesca araña de bronce resaltaba al niño entre toda esa
gente acartonada y opaca. "Es igualito..." y sentía la fuerza que
necesitaba.
Al
finalizar, durante el café, antes de que el inglés lo regresara en el Mustang a
"Las Tejas Rojas", todos
quedaron aparentemente helados cuando insistió:
-
Merece una vida diferente, un padre, heredar a
alguien o algo. Quiero llevarlo conmigo. Uds. pueden tomar sus recaudos, su
seguridad, pero no habrá nada que le
impida irse conmigo, excepto el que él no lo quiera.
Y los
miró fijamente conociendo que detrás de esa actitud de sorpresa, se escondía un
esperado alivio, un librarse de algo culposo. Aquellos pálidos y lánguidos
hombres y mujeres de otras tierras que aseguraban tenerle cariño, eran casi los
culpables de la orfandad. Al padre, un francés atorrante, otro de tanto zánganos
europeos paseando meses en la estancia, lo pusieron de prepo en un avión en El
Bolsón. Había que facilitarle el escape la misma mañana cuando corrió la voz de
que Eirin, la galesita pueblerina de Los Tepúes esperaba un hijo de quien sabe
quien... el violador que hacía dos meses la gendarmería se empecinaba en encontrar entre puesteros, peones y obreros del ferrocarril. Y la
rubiecita de quince años, después de parir a Sacha había muerto, por
anémica…según decía el informe y porque demasiada nieve impidió llevarla a
Esquel.
¿Tendría
que decirle esto alguna vez al niño o quedarse con aquella mirada verde sin una
lagrima cuando el chico dijo que no saber como lo llamaban sus padres, porque
no venían nunca?
-Uds.
lo aprecian sin dudas- agregó cortando sus pensamientos- pero todos se irán algún día y lejos y él
quedará siempre aquí. Yo le ofrezco mucho más que ser un guacho aquí.
Los
días, extensos. Los encuentros sobre el agua o en la estancia, insuficientes.
Pescaron regularmente. Comieron sobre el mismo risco, donde colgaban las
piernas del chico con un lago apacible muchos metros más abajo. Hablaron,
hablaron. El muchachito hizo planes y planes, pero Antonio no se atrevía. ¿Si
despertaba viendo una trucha arco iris espléndida huir libre entre las piedras,
el sedal roto por su descuido al recoger demasiado cerca de la orilla?
Entrando
en el otoño. Una mañana de marzo el Juez en Esquel citó a todos. El pecho de
Antonio, bajo el gamulán, temblaba durante la causa y más al firmar la adopción. Y veía tras su
trazo al Francesito muy seguro aguardándolo en la Estancia con su ropa de
viaje, en un bolso sus escasas pertenencias, sintió el abrazo fuerte, muy
fuerte, el de siempre. Sintió la tristeza en el rostro de todos, alguna lágrima
de mujer estéril, nostalgia futura entre los establos, a las mujeres de la
peonada temerosamente de pie sobre los tacos altos de zapatos pasados de moda
diez años atrás que no podían ocultar sus mejores pollerones desteñidos.
Reclinado sobre el oficio, detrás del Juez terminando su rúbrica, miró el
sombrero sudado en manos de los puesteros,
los ovejeros saltando alrededor de los peones y los mozos, látigos al
hombro cuando el Mustang del inglés arrancaría hacia la tranquera rumbo al Aeropuerto de El Bolsón y el inglés,
al apretarle la mano delante del Juez no pudo entender la sonrisa del pescador
que miraba la ventanilla del auto desde donde el Francesito despedía a todos
agitando como un pañuelo en su mano la vieja y
modesta cañita de colihue que por supuesto no olvidaría, como si en ella
se llevara enganchado para siempre todo aquello que jamás olvidaría amar.
No hay luz en
el farol. Se acabó el querosén pero lo infatigable, sigue llamando desde las
aguas aún oscuras... pero ya delante de mí, a espaldas de ellos una línea
comienza a dibujar rápidamente el día.
Antonio,
agarrotado, despierta. Durmió dos o tres horas, el niño encima de él.
Acalambrado, pero por dentro, algo ha cambiado; no sabe qué. Hace dos años que
pescan en este lugar tan distinto al
abanico verde, estos veranos tan calientes, y cercanos a gente tan diferente a
los de la estancia, a la galesita de muerta prematura, a los señoras tomando té
galés en "Tejas Negras"… No obstante, algo ha cambiado, a vuelto a ser
como allá. Lo ve en el rostro dormido del niño.
“Es igualito”. De manera incómoda guarda el gran trofeo de Sacha en otra
canasta mayor, a la sombra. Es hora de volver a casa.
-Vamos,
pescador ¡Despiértese! Es hora del regreso- el niño los ojos atacados por la
luz imprevista le pregunta.
-¿No
podríamos quedarnos para siempre acá, pa?-y se abrasa al cuello de Antonio.
-Vamos,
hijito-responde él-recogé las cosas.
Antonio toma los
remos y comienza a deslizarse hacia mi
orilla, muy lento, demasiado, como tampoco queriendo abandonar el agua. El
chico, sentado en el piso, descansa la espalda y la cabeza en la pierna de su
padre. Antonio rema desganado, no por sueño ni cansancio.
-Ya
llegará- le dice- el día cuando no importe donde estemos, todo será diferente y
agradable. Como estar siempre en el agua. Las personas más bellas, más buenas
aún que los peones y las paisanas de la Estancia.
-¿Más
buena que ellos? ¡Nooo!!!
-Sí
más buenas, más saludables, más felices y ya no vendremos a pescar.
-¿No
vendremos? ¿Por qué no?
-Bueno,
quizás, no. Posiblemente nunca vengamos a ejecutar la muerte de los peces. Mirá
ese valiente paralizado en la cesta. ¡Cómo peleó anoche! ¿No te da lástima que
alguien tan digno de respeto haya terminado así?
-Y… sí, la verdad me da un
poquito…pero ¿qué vamos a comer?
-Habrá muchas cosas más lindas para
alimentarnos, sin necesidad de sacrificar cada vez un milagro bajo las aguas...
pero que te parece poder meter las manos allí, abajo , tocarlos, agarrarlos sin
que escapen, nosotros dándole de comer directamente en su boca y escuchando en
nuestra piel sus voces?
-
¿Cómo a un perrito? ¿Eso dicen tus libros?
- No
los míos. Otro sí. Imaginate si ellos estuvieran ansiosos de vernos todos los
días, esperándonos, aguardando escuchar nuestros voces conocidas por cada uno
de ellos?
-Sería
fantástico pa...pero ¿y mis cañas, la nueva que me prometiste? Ya no servirán.
-Bueno,
podríamos usarlas igual. Si fabricáramos un dispositivo semejante a anzuelo y
le colocáramos alimento, desde aquella orilla podríamos arrojar la tanza cien
metros y vendrían a comer justamente el que vos llamaras por nombre, sin
lastimar, sin daño.
Disculpen. Es que soy tan viejo y a veces una lágrima se
me cae.
Desde aquí observo a Sacha. El Francesito salta dentro
del bote. Un destello temprano y eterno en sus ojos traspasa esta espesa niebla
que ha comenzado a levantarse.
Me ha visto.
Debo irme.
Como si no hubiera estado.
Sí.
Me iré antes... aunque el hombre rema como para no
llegar. Sacha de pie lo rodea desde atrás con sus pequeños brazos de pescador y
Antonio se demora, se demora... ¿esperará en el lago por si llega la noche o
por si acaso el Francesito pudiera dar de comer a aquel pez soberbio y salvaje cuando
escuche el llamado, su nombre, bajo la superficie del agua?