miércoles, 24 de octubre de 2012

MAUDE






MAUDE

Amanece.
Arenas y hojas se demoran en el pórtico.
Desde este acantilado la marea nunca es demasiado alta.
El océano golpea las ventanas.
Agresivo, se empecina noche tras noche por llevarme.
No acepta que sobreviva a mi naufragio.
La botella de Gillbe-ys casi vacía deslíe tinta de versos… versos en la madera del piso junto a mis anteojos quebrados.
Amanece. Arenas y hojas se demoran en el pórtico.
Amanece. La puerta se abre.
Se ensancha hasta dar ingreso a la playa, al mar, al sol, a las estrellas, al cielo, sin dejar huellas.
La bahía de Dorkshaun  algo lejos; ruido de barcos, sirenas, griterío, me devuelven al silencio siempre huésped más acá de la puerta.
Maude no está. Se fue.
Me dejó sentado a horcajadas con mi corazón sediento mirándome desde las manos.

Ese día me había detenido en la taberna de Saint Breuill y, medio borracho, vociferaba aquel poema "la fuerza que por la verde mecha impulsa a la flor" que había leído en el New Weekly en el ’33 y dos años después había escuchado por la BBC.
Entró bajo la lluvia, apretujada en su piloto de gabardina azul.
El bruto de Hort, detrás del mostrador, casi dijo una estupidez cuando ella preguntó por Bertrand.
­               ‑Aquí estoy- grité, escondido entre vapores y  humo.
- No eres Bertrand-contestó ella con desconfianza al acercarse a mi mesa.
Y tenía razón. Bertrand rubio, corpulento por su vida en el mar era un tipo duro.
Pero ella no sabía que éramos hermanos, ni sabía que yo era el poeta, del que ni le habría hablado: el flaco, débil fracaso de una familia de marineros.
Tampoco sabía que Bertrand había muerto.
- Y tú no lo vas a encontrar. Siéntate.
- ¿Lo conoces?
- ¿A Bertrand? -un manotazo en la mesa con la carcajada, los versos borroneados en servilletas volaron.  Dio vuelta la cara, el aliento que deja el Gillbe'ys es apestoso-Si lo conozco, ¿decís nena?-no podía pensar en Bertrand sin que se me hincharan los ojos de bronca, rabia, agua y sal por angustia. Bertrand más que el hermano diez años mayor que yo, había sido todo y ahora,   el muy maldito ya no estaba.
               - ¿Donde puedo encontrarlo?
               -Es que… no puedo decirte...no sabría...-eructé, ella volvió a desviar la cara-¡Quien puede saberlo! Nunca se sabe donde puede estar ese desgraciado.
-Pero dime ¡dónde está Bertrand!-en el grito descubrí una búsqueda de meses.
Desde otra mesa, el viejo Carridge parpadeó por sobre el carey de los anteojos; el escarbadientes temblaba desde el labio, náufrago muerto de frío. Taylor, el calafateador, manos siempre mudas de brea y ese olor a algas podridas que lo impregnaba volvió las cartas sobre el mantel de hule; giró su cabezota hacia nosotros… bolsas bajo las pupilas y el cigarrillo denunciaba el cáncer que se lo pudría.
-¿Por qué no te sientas? Mojada y con este frío te vas a quedar dura, ahí de pie. ¡Un irlandés doble, Hort!- grité.
 Se quitó el piloto. Aroma profundo, caliente, emanó de ella, en el oleaje de un amanecer que borró el olor a miedo y anchoas en las paredes de maderas húmedas. El largo cabello negro ondeó fuera del pañuelo  apenas mojado.
"Maldito Bertrand, pensé, las veces que te habrás enredado en ese pelo..." Hort posó el café de mal modo, como de costumbre; no le gustaba que lo interrumpieran mientras escuchaba un partido del Arsenal-Glasgow por la final.
-Soy Maude-extendió su mano. No quise soltarla, demasiado suave. Presentí que en esa piel regresaba algo de Bertrand. Notó mi demora y, algo turbada, como descubierta, retiró su mano. Ese acento del canal la hacía un poco distante, Wiklow, pero no demasiado para mí.
-¿Vas a darme algún detalle del paradero de Bertrand?
- ¡Ahh! Bertrand, cierto...
Hort miraba de reojo.
A su lado, entre el humo, la vieja radio lanzaba ruidos parásitos, descargas que hacían casi imposible escuchar los gritos del comentarista. Hort nos observaba como al cine mudo. Veía a Maude hablar haciendo gestos de sorpresa en el rostro. Me vio a mí mover labios y ojos  en un monólogo extenso. El barbero Carridge por sobre  las  gafas, me recriminó algo cuando primero unas lágrimas rodaron de los ojos verdes de Maude; después un llanto ácido, entrecortado, empapaba esas manos de filigrana que el maldito  Bertrand habría  besado mil veces. Atherton el pastor anglicano, chupó el cigarrillo, frunció el ceño cuando me levanté, ayudé a Maude con el piloto, el pañuelo, apreté bien fuerte mi brazo sobre su hombro y abandonando la taberna, bajo la lluvia nos fuimos hacia cualquier parte.
La atraje hacia mí Maude,  serena. La besé alucinado, y torpe.
Horas. La lluvia arremetía contra estas ventanas.
En el rincón de mis libros, a la izquierda de los anteojos la vieja foto en sepia nos recordaba a mí apenas chiquillo y Bertrand, gigantón con pantalones arremangados, sosteniéndome sobre la escollera; en el otro brazo suspendía un escualo de casi un metro.
No divisé el mar  en la foto. Era muy tarde o demasiado oscuro.
 "Qué me estás haciendo, Bertrand?” pensé. Sentí a Maude junto a mi espalda. La miré."¿Por esto te fuiste?" Desde la pared donde cuelgan las cañas, lo vi venir creando a la carrera con sus pies arcos traslúcidos de océanos. Acercó su cara bruñida de viento y siestas al sol. Reía, pleno de vida al apuntarme con el dedo índice guiñándome un ojo, cuando se esfumó playa abajo, llevando en la mano un aro de alambre donde relumbraban siete corvinas pardas con manchas en el lomo.
              
Al día siguiente escuché por primera vez la tos.
Nos demoramos en la barca de Bertrand, lejos de los promontorios. El viento saca a luz la olvidada tormenta, el mar se nos entrega manso, abandonado, perezoso. A cierta distancia, los tejados de Saint Breuill y más allá la bahía de Dorkshaun, con sus barcos paralizados desde el inicio de la guerra. Los hombres que se quedaron, muy enfermos, apenas si se anclan en el muelle a mirar el horizonte entre bombardeo y bombardeo. Algunos, demasiado poetas, soñadores, marinos testarudos un día sin entrar en la mar, es peor que la muerte. Al menos allá, entre olas nunca muertas, redes y cormoranes escribían su batalla en la inmensidad todopoderosa.
Bertrand me enseña eso desde mis primeros años en esta barca de una sola vela.
Maude inclinada sobre el borde juega con sus manos como intentando atrapar algo o aferrarse al agua. De pronto comienza la tos seca, aguda, tajante. La levanto por los hombros. El rostro enrojecido, ahogado. Escupe varias veces en el agua. La siento sobre la red que Bertrand ha dejado envuelta en exagerada madeja gris. Aprieto su espalda contra mi pecho y ella deja caer la cabeza sobre mi hombro como una gaviota atolondrada y vencida.

Durante meses cuando queríamos escapar de nuestro escondrijo aquí en la torre del faro y el tiempo era favorable a estribor, nos sentábamos en aquella mesa preferida de Bertrand en la taberna de Hort. El Reverendo Atherton, tísico y vicioso, chupando su asqueroso cigarro eterno, miró a Maude con desprecio y otra vez en medio de su ebriedad me amenazó con su dedo divino. Su conciencia justiciera le hacía suponer que yo convivía con la amante de mi hermano.
En realidad nadie sabía ni quien era Maude, ni por qué estaba allí, ni que nos habíamos casado en una aldehuela sobre Lough Caragh. Jamás le preguntamos de dónde vino, pero yo conocía bien aquella tonada arrastrándose desde Wiklow. La misma conque volvía Bertrand tras varias semanas de pesca en Arklow.
Hort, Carridge y Taylor recordaban la primera tarde, cuando entre la lluvia surgió ella como una visión turbulenta despertando el temor en los pechos al preguntar por Bertrand y se quedó acurrucada como esperando  sin saber qué de mi sombra.
Ezra, el único, parecía conocerlo todo. El negro ciego, quien acariciando siempre su barba presbiteriana, un tic personal, al escucharnos entrar, miraba a Maude guiándose por su risa, asombrado como si la viera. Aquel negro ex capellán del ejército yanqui durante la Gran Guerra, contrabandista de alcohol en Baton Rouge, durante el Prohibicionismo, aguardaba la muerte, refugiado aquí, en el perdido Saint Breuill para que lo sepultasen mar adentro, como un bucanero más.
Aquella tarde, casi dos años después, a principio de primavera  el doctor Liebnsnitz movió su cabeza al ver entrar a Maude a la taberna. Liebnsnitz, con su impecable saco de corderoy a tres botones, recetaba más en la taberna que en su propio consultorio. Escapó clandestinamente, el año treinta y uno de Pfotzheim clandestinamente y el posible Auschwitz. Ahora casado con Minerva, la vieja más rica de Saint Breuill, ejercía sin título su profesión. La semana anterior  en la última crisis, mientras Maude estaba agotada por el acceso, semi dormida sobre la cama, el médico apretó los labios y mirándome movió negativamente la cabeza.
No disponíamos de medicamentos en la bahía. Durante días recorrí las poblaciones costeras a vela. Bertrand corría detrás empujando la barca, arremetiendo a mi lado entre peñascos escondidos, perfilando acantilados violáceos, pero en ningún poblado había medicinas. Los ingleses se habían llevado todo al frente. Las poblaciones civiles estaban a merced de la fiebre y la tuberculosis. Era excesivamente pesado vivir. Liebnsnitz lo comprendía.
Ezra se acercó a nosotros caminando muy sereno a pesar de ciego y viejo. Se ubicó en frente. La luz cenital se amortiguaba sobre Maude y su rostro emblanquecido.
-Señorita-empezó el negro algo perturbado-¿sabe que desde su aparición, él – puso su mano sobre mi camisa
negra- ya no grita borracho esas cosas que escribe y otras que nadie entiende?
-Lo sé, lo sé- respondió ella siempre tan distante para los todos.
-¡Mire! ¡Mire, señorita!- continuó el ciego y barrió de la mesa servilletas y pocillos. Hort maldijo al
ciego aunque nunca dejó de pagar lo que rompía. La mano de Ezra  se deslizó sobre la mesa. Temblé. Supe qué buscaba. Tanteando llegó al grabado –Mire señorita…
Maude acercó su perfil a la mano del negro. Observó donde estaba señalando un bajorrelieve a cortaplumas: El círculo de eslabones de cadena unidos y, en el centro sobre un ancla toscamente labrada, nuestros nombres “Douglas&Bertrand”. Maude me miró, yo respiraba agitado, Ezra arrojó su risa de saxo barítono.

Ambos recordábamos aquella tarde, mi primera entrada a la taberna Black Shark. Mis doce años. Entonces nadie pensaba en guerras ni bombardeos, porque más allá sólo existía el mar; el mar y la vieja barca que encontraron misteriosa y semi destruida. Pero el cuerpo de papá no. A los doce años, apenas quedaba el mar, mis cinco poemas, y esa barca donde pescábamos o dormíamos horas enteras, como si estuviésemos acunados en el vientre de mamá. Ezra admiraba a mamá y él sí sabía qué significó para Bertrand que a pocos minutos de nacer yo, ella muriese.
Aquella tarde, en mi primer entrada al Black Shark, donde según mi hermano solamente entraban los hombres duros, el negro invidente talló con maestría nuestro escudo. Ahora, de espaldas a Hort, sacó su vieja navaja con la que nos había unido hasta la muerte y, acariciando la madera, llegó al tallado. Sobre nuestros nombres, en diagonal, grabó “Maude”.
Pasando mi asombro por los ojos de ella, miré el humo centrado en el techo de la taberna. Por entre los renegridos resquicios de las maderas talladas a mano más de cien años atrás, se extendió el mar amplio, rugiente. A un costado, en la orilla estaba la barca. Bertrand sentado en la quilla con su cuchilla fabricaba de un tronco una lanza de pesca.
No me miraba. Yo conocía esa actitud. La forma de presionar la cuchilla, los músculos tensándole la remera, el rostro, Bertrand no quería mirarme.
Maude asentó su mano sobre mis párpados. Mi pecho se aquietó.
Ezra, el ficticio capellán de ejércitos, guardó la navaja. Sus manos comenzaron a gesticular con torpeza ante el rostro de Maude. Entendí qué quería. Así había conocido la belleza de White Mam, como él llamaba a mamá.
-¿Quieres verla, no?
-Aja, aja- respondió el viejo, otra vez las manos en la barba.
Observé a Maude. Miró el rostro casi infantil lleno de ansiedad del viejo, que podría ser nuestro padre.
-Está bien, Ezra, puedes – dijo ella bajando los párpados.
Sus manos de roble oscuro contra de vello encanecido avanzaron hacia ella. Tomó el cabello entre los dedos como si fueran hilillos de una vela somnolienta al viento. Los ojos muertos del negro se agitaron ansiosos. La yema de un dedo fue investigando las cejas que daban a Maude esa expresión constante de asombro. Fue deslizando por el pómulo derecho apenas saliente para detenerse en la nariz recta.
-Por favor, señorita, por favor Maude-era súplica.
-Está bien - dijo ella.
Casi sin rozarlos, pasó su dedo por la línea exterior de ambos labios, dibujándolos, para ascender por el pómulo izquierdo, la oreja,  nuevamente el hilillo de los cabellos, suspendiéndolos y abandonándolos hebra a hebra sobre el aguafuerte de la luz parpadeante sobre nuestras cabezas.
Maude me miraba lejana, atrozmente lejana. Ezra rozó los párpados nuevamente y ella regresó, serena.
-So much beautifull y’re! La brisa  pertinaz que me arropará por siempre bajo las olas – musitó Ezra, robándome el adjetivo.
El anciano contrabandista se retiró hacia su mesa. El imbécil de Hort, observaba inmóvil, boquiabierto.
-Vamos- dijo Maude- es muy tarde.
El reverendo Atherton bamboleaba su cabeza sobre el vientre repleto de aguardiente.

Lo estival del siguiente día nos retrotrajo al mar.
La noche anterior Maude no pudo dormir. No quería permanecer en la torre del acantilado como por un pesentimiento.
Se maquilló, como nunca.
El chal de seda italiana rodeó el cuello de colores vitales. La línea de sus labios intensos, sensuales contrastaban con el rostro gris.
Era una rosa muy fresca, debilitándose antes del mediodía.
Era el amor marchitándose.
Maude.

Sentí el deseo de amarla intensamente. Y la aferré de la cintura.
-Eres tan hermosa, aun así-le susurré.
-Chissss. Sabes que estoy mu…-le cerré la boca con mi boca.
Temblábamos. La ondulación del mar nos adormeció.
Temblábamos mortalmente abrazados.
Temblábamos por amor y miedo. Nos habíamos detenido quince millas mar adentro. Nos amodorraba  solamente el océano y las nubes abigarradas. Recogimos la vela, nada se interponía en la distancia.
El sol golpeaba tenazmente.
La brisa marina se detuvo.
La barca, era una inmensa cuna meciéndose para dormirnos en el amor.

Desperté asustado, como cuando el coletazo de un tiburón nos embestía.
Maude no estaba junto a mí.
A babor, tosía de manera convulsionada.
La abracé.
-¡No Maude, no! ¡No!- la tos no se detuvo.
El cuerpo se estremeció. Quería escaparse.
Nunca había tenido tanta fortaleza para arrastrar la red de Bertrand, como la que tuve para retener a Maude.
Intenté darle de beber. Rechazó todo. Mis lentes rebotaron sobre suelo.
Tos, solamente tos.
Se retorció peligrosamente. Era una corvina en peligro, fuera del agua.
Por un momento se tranquilizó con la cabeza sobre mi pecho. El sonido áspero, le brotaba desde muy adentro.
Me miró exhausta.
De repente estiró su cuello, con el rostro paralelo al cielo, retomó la tos con mayor intensidad.
-¡No Maude! ¡No! ¡No!-quería cerrarle los labios nuevamente, pero ya no era posible.
La tos y los estertores entremezclados no permitían nada.
Nada. Lo sabíamos.
A quince millas de la costa o sobre la misma costa, era todo igual.
Nada.
Entonces, su boca tosía, sin sonidos, sibilante, impotente.
-¡No Maude! ¡No! ¡No! ¡No te mueras, no!
Se aquietó de forma brusca.
-Bertrand – balbuceó al mirarme…
En la delgada hebra escarlata que se fugó de la nariz hacia el pómulo, hacia la cubierta chispeó el sol.
Me sentí desconectado de todo.
Arrodillándome, aflojé los músculos, pero aprisioné el cuerpo inerte sobre el piso por mucho tiempo.
Dejándolo reposar, mis brazos se electrizaron y, hacia el sol que escondía, impiadoso, su gloria, los puños cerrados, mi alarido sin control:
               - ¡Bertraaaaand!



CÓRDOBA,  Agosto 15 de 1995 – 5 a.m.