"¿Cómo es posible que siga Vivo este niño?",
se preguntaban los médicos.
El niño que venció a la muerte
Por Deborah Morris
AMANDA STINER entrecerró los ojos bajo el brillante sol matutino, mientras sus dos hijos, Nicole, de 12 años, y
Justin, de ocho, caminaban a paso vivo por la acera. Era el 12 de noviembre de
1990 y ese día no habría clases en el pueblo de Sierra Vista, Arizona, porque
se celebraba el Día de los Ex Combatientes. Amanda, madre soltera, había
convenido en acompañar a su amiga Lyne Jackson a Tucson, situado a hora y media
de allí, a condición de que George y Gertrude Howard, los padres de Lyne,
pudieran cuidar de Justin y Nicole.
Gertrude Howard, de 72 años,
acababa de quitar la mesa del desayuno cuando Nicole y Justin llamaron a la
puerta.
— ¡Pasen, niños! —les gritó.
Esa mañana también estaban de
visita en casa de los Howard tres de sus nietos. Keith, de nueve años,
desapareció junto con Justin en el patio trasero. Por la ventana de la cocina,
Gertrude vio que los dos niños saltaban en el pequeño trampolín de Keith. La
anciana dio unos golpecitos en el cristal.
— ¡Tengan cuidado! —les dijo.
Y se dedicó a limpiar los muebles. Empezaba a preparar el almuerzo,
cuando volvió a mirar por la Ventana. Esta vez, tanto el patio como el
trampolín estaban desiertos. "¿Qué estarán tramando esos niños?",
musitó. En eso, Keith llegó corriendo a la cocina.
— ¡Abuela, Justin está
herido! —dijo asustado y casi sin aliento—. ¡Ven pronto!
Salieron juntos a toda prisa.
El niño corrió hacia el frente de la casa, y Gertrude lo siguió lo más rápido
que podía. Deben de haberse trepado a la magnolia, pensó Gertrude, preocupada. Ojalá no se haya roto nada Justin.
Pero, al acercarse, Gertrude oyó un sonido escalofriante: el ronco gemido de
dolor de un niño. Se acercó otro poco y entonces se detuvo, horrorizada.
¡Justin estaba tendido boca arriba en el suelo, y sujetaba con las manos una
varilla fileteada de acero que tenía profundamente clavada en el estómago!
Justin y Keith habían trepado por las ramas de la magnolia y luego habían hecho
el intento de saltar a la azotea; pero Justin se resbaló en las tejas y cayó
con los pies por delante, desde una altura de 3.5 metros, en la punta del
soporte oxidado de una planta. La varilla de 15 milímetros de diámetro le había
penetrado oblicuamente en el abdomen, un poco por arriba del ombligo, y luego
se dobló junto con el niño cuando este se desplomó de espaldas.
Gertrude procuró
animarlo.
— ¡Justin, no
trates de moverte! Ahora mismo voy a buscar ayuda.
Sintiendo que el
corazón le martilleaba en el pecho, Gertrude rodeó la casa y llamó a gritos a
su marido.
George Howard, de
80 años, había estado trabajando en el patio trasero y se hallaba en el
cobertizo, cuando oyó la voz de su esposa. Salió corriendo.
— ¡Justin está
gravemente herido en el patio de aquel lado! —le comunicó—. ¡Voy a llamar al
teléfono de urgencias!
George fue allá a
toda prisa y se arrodilló en el césped, junto al niño, que gemía constantemente
y tenía muy abiertos los ojos por el miedo.
— ¡Llamen a mi
mamá! —pidió. Justin, jadeante y con una voz casi inaudible—. ¡No puedo
respirar!
¿Qué debo hacer Señor?, oró George en
silencio. Luego, intuitivamente, pasó el brazo por debajo de la cabeza: de
Justin y lo ayudó a levantarla un poco. El niño aspiró el aire profundamente,
con ásperos estertores.
— ¡Eso está bien!
—dijo George—. ¡Todo va a salir bien!
A LAS 10:56
DE LA MAÑANA se recibió el llamado de urgencia en la Estación de
Bomberos de Sierra Vista: un niño "se había lesionado" en una caída.
El paramédico Larry Townsend se puso la gorra. Él y el técnico médico
especialista en urgencias Bob Wright corrieron a una ambulancia.
Aunque por lo regular las caídas de niños
pequeños no son mortales, Townsend iba preparado para lo que fuera. Era el
único paramédico titulado que se hallaba de guardia esa mañana, y le
correspondía dirigir todos los procedimientos de rescate que se llevaran a
cabo. Townsend y Wright casi habían llegado a su destino cuando les avisaron
por radio que el niño estaba empalado en algo.
Segundos después,
la ambulancia se detuvo bruscamente frente a la casa de los Howard, donde
Justin yacía boca arriba, con la vara de acero todavía clavada en el piso,
entre las piernas del pequeño.
¡Casi no ha sangrado! Seguramente la varilla
no tocó los órganos más importantes, dedujo Larry Townsend cuando vio que
había muy poca sangre en la camiseta del pequeño. Sólo hasta que palpó un lado
del cuello de Justin se le reveló todo el alcance de la lesión. La punta de la
varilla abultaba grotescamente la región que queda debajo de la oreja derecha,
y casi tocaba la piel.
¡No es posible!, pensó Larry, atónito. No pudo haber atravesado el tórax. ¡El niño
debería de estar muerto!
— ¿Puede sacarme
esto? —suplicó Justin—. ¡Me duele!
Townsend procuró
tranquilizarlo y luego solicitó unas potentes tenazas para cortar metal. Estas
debían cortar la varilla al nivel del suelo para poder trasportar a Justin al
hospital; pero, si la varilla vibraba con demasiada fuerza, podría provocar una
hemorragia mortal. Una vez puestas las tenazas
en el extremo inferior de la varilla, Townsend sujetó con
fuerza la parte más próxima al cuerpo de
Justin con el propósito de amortiguar la vibración.
Justin llegó aún
consciente al hospital de la Comunidad de Sierra Vista. Los médicos agregaron
un antibiótico a la solución intravenosa y le tomaron radiografías.
Cuando varios
integrantes del personal del hospital se reunieron frente a la pálida luz del
negatoscopio para ver los resultados, se quedaron pasmados. ¡La varilla parecía
atravesar el corazón! Concluyeron que había que trasladar a Justin en
helicóptero a la unidad de traumatología del Centro Médico de la Universidad,
en Tucson.
AMANDA STINER
regresó de Tucson poco después del mediodía. No había salido del auto cuando
Nicole llegó corriendo.
— ¡Mamá, Justin se
cayó de la azotea y se enterró una varilla! ¡Se lo llevaron en ambulancia!
Al llegar a la sala
de urgencias del Hospital Sierra Vista, Amanda se dirigió rápidamente a la mesa
de admisiones.
—Soy la madre de
Justin. ¿En dónde está?
— ¡Lo siento!
Permítame llamar a un médico —dijo la enfermera.
Amanda sintió que
se le iba la sangre de la cara. Ya se murió, pensó con fría claridad.
El médico le
explicó que Justin estaba vivo, pero muy grave, y que ya iba camino del centro
de traumatología de Tucson. Amanda firmó de conformidad para que operaran allá
a Justin. Luego se fue de nuevo a Tucson.
El doctor Phillip
Richemont estaba terminando una operación cuando le comunicaron que iba a
llegar, procedente de Sierra Vista, un niño gravemente empalado. En su calidad
de jefe provisional del equipo de traumatología del Centro Médico de la
Universidad, el cirujano de 31 años tomaría todas las decisiones pertinentes al
caso.
Al llegar el
helicóptero, el doctor Richemont estaba esperándolo en el helipuerto. Le
asombró comprobar que los oscuros ojos que lo miraban desde la camilla estaban
alerta.
— ¿Va usted a
sacarme esta cosa? —preguntó el niño con roda calma—. Me arde mucho.
El doctor Richemont
examinó la herida y la oxidada varilla. De seguro no tocó el corazón, pensó. No
me explico que el niño no se halle en estado de choque. El cirujano acompañó a
Justin mientras lo llevaban en camilla a la sala de urgencias. En el camino
analizó la delicadísima tarea que tenía por delante. Al abrir el expediente del
niño, vio las radiografías tomadas en Sierra Vista.
— ¡Imposible!
—exclamó, incrédulo, al tiempo que sostenía en alto la película para verla a
contraluz.
Obedeciendo el
reglamento del hospital, se le tomaron nuevas radiografías a Justin; pero
también estas dejaron ver que la varilla había penetrado en el corazón.
Los doctores
Richemont y Michael Esser —este último, miembro del equipo de traumatología—
entraron en el quirófano a la 1:30 de la tarde, y allí se les incorporó el
doctor Luis Rosado, cirujano cardiotorácico. Quince minutos después, cuando ya
le habían administrado al niño anestesia general, las enfermeras y el equipo de
médicos se acercaron a la mesa de operaciones.
Utilizaron una
cortadora especial para metales con el objeto de acortar el tramo de 60
centímetros de la varilla que aún sobresalía del tórax de Justin. Luego, el
joven cirujano traumatólogo extendió la mano enguantada y pidió con firmeza:
—Escalpelo, por
favor.
Richemont practicó
una profunda da incisión descendente desde la base del cuello del niño, entre
las clavículas. El esternón de Justin quedó al descubierto, refulgente bajo la
intensa luz.
— ¡Sierra!
Un agudo rechinido
se oyó en el 1 recinto mientras la cuchilla eléctrica cortaba el esternón por
la parte media. Cuando el hueso se partió en dos con un crujido, el doctor
Richemont separó con un retractor las dos mitades de la caja torácica.
Entonces quedó del
todo descubierta la cavidad torácica del pequeño. Los cirujanos se inclinaron
sobre el paciente, seguros de que la varilla estaba encima del pericardio, duro
saco de color lechoso que envuelve el corazón. Pero no era así. ¡La varilla
atravesaba el saco!
— ¡No puedo
creerlo! —exclamó el doctor Esser en voz baja.
El pericardio
perforado se movía al ritmo del pequeño corazón.
Sin embargo, no
quedaba tiempo para azorarse. Aunque era obvio que se trataba de una lesión
letal, extrañamente había muy poca sangre. Probablemente la varilla se incrustó
entre el corazón y el pericardio, razonó el doctor Richemont. El galeno cortó
con sumo cuidado el pericardio... y se quedó mirándolo, atónito. Bajo sus
manos, el corazoncito de Justin se dilataba y contraía. La varilla oxidada
pasaba a través del ventrículo derecho, ¡y este seguía latiendo!
A LAS 3:10 de la
tarde, la madre de Justin llegó al Centro Médico de la Universidad. Una
enfermera la llevó a la sala de espera de cirugía, pero Amanda no pudo quedarse
ahí sentada. Deambuló un rato por el vestíbulo y luego llegó a la capilla del
hospital.
Al fondo del
recinto había un reclinatorio y, sobre él, una Biblia abierta. Amanda se
arrodilló. "¡Por favor, Señor, no abandones a mi hijo!", susurró.
"¡No permitas que muera!"
LA NOTICIA corrió
por el hospital como un reguero de pólvora: el corazón de un niño seguía
latiendo con obstinación, aun después de haberlo perforado una gruesa varilla
de acero. Varias figuras enmascaradas se colaron a la sala de operaciones para
observar aquello.
El doctor Richemont
no se dio cuenta de su presencia. Jamás
veré otro caso como este, pensó. Es
como si alguien hubiera colocado allí la varilla con precisión quirúrgica.
Con mucho cuidado prolongó la incisión hacia arriba, hasta el cuello de Justin,
y siguió explorando y cortando. Quería dejar expuesta toda la varilla antes de
intentar sacarla. No mucho después advirtió que la varilla no sólo había
perforado el corazón, sino que, además, había rasgado en la parte media la vena
yugular interna del lado derecho, importante vaso del diámetro del pulgar
ubicado cerca de la clavícula. Asombrosamente, la varilla fileteada había
retorcido la vena, y había cerrado lo que de lo contrario hubiera sido una
rasgadura mortal.
— ¡Miren esto! —exclamó
el doctor Richemont al percatarse de que había un mar de visitantes en la sala
de operaciones—. Nos quedaríamos cortos si dijéramos simplemente que este niño
es afortunado: ¡es un milagro doble!
Ahora que la
varilla se hallaba descubierta del todo, los cirujanos estaban listos para
intervenir. Todo el mundo pareció tomar aliento en esos momentos. El doctor
Richemont le hizo una señal al doctor Esser, que sujetó el extremo saliente de
la varilla. Con minuciosa precisión y suavidad comenzó a "destornillar"
la barra de acero.
Centímetro a
centímetro, la punta se fue retirando hacia abajo: primero, del cuello; luego,
de la vena yugular, que los médicos pinzaron y suturaron en un santiamén. Poco
a poco, la varilla siguió su trayectoria descendente.
Cuando el extremo quedó pocos centímetros
arriba del corazón de Justin, el doctor Richemont hizo una señal para que
hubiera una pausa. Aquella sería la parte más peligrosa de la intervención,
pues al quitar la varilla iban a quedar dos amplios_ orificios en la pared del
ventrículo.
Para suturar, el
cirujano decidió aplicar dos líneas circulares de puntos que se podrían jalar
como para cerrar una bolsa, a fin de ir cerrando el corazón a medida que se
sacara la varilla. Con una aguja curva e hilo de intenso color azul, colocó
hábilmente los puntos en la palpitante pared cardiaca. Un momento después
tiraron de la varilla hacia abajo, y el extremo de esta entró en el corazón,
dejando detrás el orificio de la herida. Con rápida maniobra, el doctor
Richemont apretó el hilo de la jareta y luego reforzó la sutura con otra hilera
de puntos.
La punta de la
varilla estaba ahora dentro del ventrículo derecho. El joven cirujano miró al
doctor Esser. Había llegado el momento de sacar por completo la varilla y
sellar el segundo orificio.
— ¡Ahora! —ordenó
el doctor Richemont.
AMANDA había
regresado a la sala de espera alrededor de las 4:30 de la tarde y permanecía
sentada, en silencio, en un rincón. Cada vez que aparecía en la puerta un
médico o una enfermera, se ponía en pie de un salto. Por fin entró en la
habitación un cirujano, todavía con la ropa quirúrgica. Amanda lo miró,
indecisa.
— ¿La señora
Stiner? — preguntó el doctor Richemont.
La llevó
amablemente a otro lado de la sala y le dijo:
—Acabamos de operar a Justin, y • está muy
bien.
Amanda sintió que
se le relajaba el cuerpo con una sensación de alivio. Aturdida, siguió
escuchando:
—Nunca he visto
nada parecido, y creo que jamás volveré a verlo.
No habían
trascurrido aún 24 horas desde el accidente, y Justin Stiner estaba ya
levantado e incluso había pedido unos videojuegos. A los tres días lo dieron de
alta.
La recuperación
extraordinariamente rápida del niño complació al doctor Richemont. "Esta
experiencia me ha enseñado a ser humilde", comentó. "Según la lógica,
Justin debió morir al instante: no hay ninguna explicación razonable de por qué
sobrevivió. Su caso constituye un vivido recordatorio de que no siempre tenemos
la última palabra.