martes, 17 de mayo de 2016

"VERÉ EL MUNDO CON TUS OJOS"

"Veré el mundo con tus ojos"
El legado de un hijo agonizante (Por Doris Herold Lund)

CUANDO murió Eric fue como si la alegría misma hubiera fenecido. ¡Era tanta la que nos había dado a sus familiares y amigos! Sin embargo, ahora sé que la muerte de mi hijo no ha sido el fin de todo: en cierto modo, es un nuevo comienzo...
Eric tenía 22 años cuando sucumbió, después de cuatro años y medio de lucha contra la leucemia. Y si bien es cierto que nuestro dolor fue muy grande, debo decir que también nos dejó muchos motivos de alegría. Es algo que no acabo de comprender cabalmente. ¿Cómo puedo sentirme más fuerte, a pesar de tal pérdida? ¿Por qué el don de la vida me parece más precioso que antes ?
Este es el legado que me dejó Eric.
No fue fácil adquirirlo, y tampoco pude aceptarlo  inmediatamente; ni siquiera puedo decir que al principio fuera un regalo de mi agrado. Además de la leucemia, Eric sufría de adolescencia, y hubo momentos en que me pareció que esta última era la peor de sus dolencias. Cuando un chico de 17 años se entera de que acaso no vivirá lo bastante para llegar a ser hombre, le acometen unas ansias terribles de vivir de prisa. Quiere tener en el acto la más absoluta independencia de cualquier obligación. Pasadas las primeras semanas, Eric quiso enfrentarse solo a su enfermedad. Me dijo que yo no tenía ya por qué hablar con los médicos. Que me abstuviera de tratar el asunto si siempre iba a hacerlo como madre angustiada.

Nadie de la familia tuvo tiempo de ensayar su nuevo papel. Diagnosticaron a Eric la leucemia dos días antes de que ingresara en la universidad. Ya tenía hechas sus maletas y se disponía a partir lleno tic proyectos y emoción. De pronto tuvo que presenciar cómo todos sus amigos se iban, mientras él se quedaba solo, gravemente enfermo.
Eric fue siempre un atleta distinguido, pero la zancadilla del destino lo había derribado. Sin embargo, no tardó en reponerse y procuró reincorporarse a la carrera. Su decisión de asistir a la universidad no había variado ni un ápice, y seguía dispuesto a estudiar con ahínco para descubrir cuál era su verdadera vocación, además de formar parte del equipo de fútbol. A estos propósitos agregó otro: seguir viviendo.
Y comenzó a leer, a trabajar, a hacerse hombre. Sin expresarlo claramente, pero con rudeza, me exigió que yo también madurara. Para poder conservar el valor hasta el final y soportar los sufrimientos que le aguardaban, era imprescindible que también yo me armara de valor.
Lo mejor que podía yo hacer era mantenerme a la expectativa. Aprendí a ocultar mi aflicción y mi ternura; pude comprobar que mi aparente serenidad le daba fuerzas. No había manera de protegerlo entre algodones: tenía que desenvolverse libremente para hacerse un hombre. Tal era mi empeño y, si no quedaba más remedio, llegado el momento le ayudaría a morir como todo un hombre.

Cada vez que Eric iba al hospital a que le hicieran una trasfusión, bajaba la escalinata de dos en dos escalones, balanceando su mochila de lona, como si volviera de una excursión de fin de semana. Yo le entregaba las llaves del auto, me corría hacia el otro asiento, y él volvía a su vida de siempre, comí) si no hubiera pasado nada.
Pero no podíamos olvidar las medicinas que debía tomar contra la leucemia, ni las náuseas que le provocaban. Recuerdo que en una ocasión iba yo escaleras arriba, para llevarle una taza de té. A medio camino se cruzó conmigo: llevaba puestos los calzones de baño y empuñaba su rifle submarino. "Quizá te traiga un pescado para la cena", me dijo, haciendo caso omiso del té; y a pesar de que respiraba con dificultad y a veces sufría mareos, jugaba al fútbol y al baloncesto con aplicación reconcentrada; era su vida la que estaba en juego. "Ejercicio. Actitud valerosa. Deseo de vivir": tales eran las palabras que tenía escritas con tiza en su pizarra. Esas palabras le ayudarían a recuperarse.
"No es la leucemia lo que mata", me aseguró. "Será algo más: el corazón, o los riñones... Y pienso estar preparado cuando llegué el momento: voy a ganar la pelea".
Sin embargo, no se engañaba en cuanto a la índole de su enemigo. Al fin y al cabo había pasado varias semanas en el octavo piso del Pabellón Ewing, en el Memorial Hospital de la Ciudad de Nueva York, donde vio a los enfermos consumirse y perder el pelo por el efecto de las medicinas. Claro que la enfermedad tiene sus remisiones ... "Remisión": ¡qué palabra tan seductora! ¡Una esperanza que lleva en sí la desesperanza!
Una vez, gracias al metotrexato, Eric logró que su sentencia quedara en suspenso once meses. Recuerdo que aquel verano, al verlo correr por la playa con sus compañeros, todos ellos bronceados por el sol, radiantes de felicidad, morenas las anchas espaldas y las fuertes piernas, me preguntaba qué diferencia había entre los huesos de mi hijo y los de aquellos otros muchachos. Y me invadió un sentimiento de calma: seguramente Eric ya estaba fuera de peligro.
Pero al día siguiente llamaron del hospital para informarnos que, según las últimas pruebas de laboratorio, la tregua había concluido: incluso mientras yo lo observaba, las células malignas habían proliferado en la medula de sus huesos como la mala hierba, que crece sin cesar, más rápidamente de lo que podemos arrancarla.
Eric soportó y superó muchas crisis. Aprendió a vivir al borde del abismo sin mirar hacia abajo. Siempre que podían los comprensivos médicos del Memorial Hospital, le permitían salir, escapar de aquel .horror. Y él se apresuraba a participar del tráfago de la ciudad: se mezclaba con las multitudes, contemplaba los escaparates de las tiendas, comía en los restaurantes del barrio chino, asistía a los conciertos en el parque y a las bulliciosas tabernas sumidas en la penumbra.

Pero más que salir a explorar, le gustaba trabajar fuera; trataba de recuperar las fuerzas en sus breves asuetos. Cierta laboratorista, una chica muy bonita que trabajaba en el hospital, llamó una tarde alarmadísima al médico:
—Tengo cita con Eric —le dijo—. ¿Qué hago si le da por correr?
—Sentarse a esperarlo —fue la respuesta.
La vida sin riesgos no es vida... así que Eric siempre los corría. (Y este es uno de los bienes que me legó: ¡valor para atreverme! Aceptar la vida tal como es, sin excluir los peligros.)
La enfermedad empezó a avanzar y, para prevenir infecciones, optaron por recluirlo en una habitación con ventilador laminar, sin ventanas, aislada, en donde todo estaba esterilizado. Y luego, de pronto, empezó a sufrir graves hemorragias. Seis días estuvo inconsciente. Y yo creí que el fin había llegado. Sin embargo, se presentaron pelotones de amigos para donarle sangre.
Yo veía a los médicos buscándole venas, tratando de contener las hemorragias, sacudiéndolo para sacarlo del letargo en que estaba sumido. Y decidí que aquello ya era demasiado: ¡que lo dejaran morir tranquilo! Ya había demostrado con creces de cuánto era capaz... Durante los dos años que pasó en la universidad había formado parte del equipo de fútbol, e incluso apareció en el cuadro de honor. "¡Por piedad, déjenlo morir!" me decía a mí misma.
¡Qué poco conocía las reservas de energía de mi hijo! Eric pasó cerca de cuatro meses entrando y saliendo de la habitación aislada. Pero a las pocas semanas de haber salido corría ya de 20 a 25 kilómetros diarios. Aquella primavera lo nombraron capitán del equipo de fútbol, le otorgaron el premio al jugador más esforzado y figuró entre los deportistas más notables de su universidad.
Pero me resulta aun más grato recordar sus cualidades inmensurables: sus bromas irreverentes, el cálido afecto que sentía por sus amigos, las consideraciones que tenía para con ellos, sobre todo con sus compañeros de lucha en el octavo piso del hospital. Estos pacientes consideraban a Eric el sobreviviente de épicas batallas y, quizá, el héroe que los conduciría a la victoria.
Una de sus travesuras es ya proverbial en la institución. Todas las semanas hacían la ronda de las salas diez importantes médicos. Un lunes, cuando se detuvieron ante la cama del más animoso de sus pacientes, lo encontraron sumamente alicaído.
—¿Cómo te sientes, Eric? —preguntó uno de los médicos.
—Escamado —murmuró el enfermo en voz apenas audible... Entonces vieron los galenos nadar un pececito en la botella del suero que administraban a Eric por vía intravenosa. El tubo de plástico, cubierto por las sábanas, no estaba conectado a la aguja, pero el efecto era de lo más convincente. Los médicos soltaron la carcajada, y toda la sala participó en el regocijo general. Siquiera fuese un instante, una humorada había ahuyentado a la muerte.
El octavo piso no era el sitio más indicado para ganar amigos. Como me dijo uno de los pacientes más viejos y apergaminados: "¿"Para qué hacer amigos, si pronto los va uno a perder?" Pero a Eric le era imposible permanecer al margen de la convivencia. "Eileen es estupenda", me contó una vez. "Hace cinco años que lucha contra su mal". Y en otra ocasión: "¿Ves al viejo señor Miller? Le acaban de sacar el bazo, pero él sigue vivito y coleando".
Luego, a medida que los meses de tratamiento llegaron a ser años, empezó a verlos partir. Los buenos, los valientes, los débiles, los quejumbrosos, los pasivos... Todos ellos iban desapareciendo: Eileen, el señor Miller ¡y tantos más! Eric seguiría resistiendo con todas sus fuerzas mientras quedara alguna esperanza de ganar, pero empezó a confesarse lo inconcebible.
Ya al final, mi hijo aceptó su propia muerte. Y tal aceptación fue el último y el más precioso de los dones que me legó, pues me ayudó a resignarme. No hubo en ello ni pizca de amargura; simplemente me declaró:
—Llega el momento en que te dices: "Bien, esto ya se acabó. Pero conste que no ha sido por falta de lucha".
Recuerdo cierta tarde, pocos días antes de su muerte. Habló de todo lo que hay de bueno en la vida: el cariño que sentía por sus hermanas; los maravillosos momentos de alegría que había compartido con su hermano. De pronto cerró los ojos y exclamó: "¡Correr! ¡Qué maravilla! Corrimos kilómetros y kilómetros por la playa". Luego sonrió, sin abrir los ojos. Estaba haciendo un resumen de toda su vida; la revivía y quería volver a sentirlo todo, mientras quedara tiempo para ello.
Hablaba serenamente, en pretérito, y así me decía tácitamente: "Debes prepararte... y has de ser fuerte".
En otra ocasión pensé que la luz le molestaba e hice ademán de correr la cortina.
— ¡No, no! —Protestó— ¡Quiero ver el cielo! —no podía moverse (estaba lleno de tubos), pero miraba con tanto amor ese brillante cuadro de cielo azul...
—¡El sol es tan espléndido! —exclamó después.
Anocheció. Eric estaba muy fatigado. Luego musitó:
—¿Puedo pedirte un favor? Vete hoy un poco más temprano. Camina algunas calles y mira el cielo. Veré el mundo con tus ojos.
Y así lo hago, y seguiré haciéndolo. Amaba tanto la vida, que me la legó a mí —una vida nueva, fuerte, hermosa—, incluso cuando agonizaba. Esa fue su verdadera victoria.