Un par de negritos… ¡Carajo!
(Dedicado
a Marcio y Leo con cariño)
-Me los cuida ¿no?, don- me recomendó María la
madre. Le juré.
Solo transcurrieron quince días desde el primer
contacto.
Me había mudado a un bungaló, allá por lo de don
Pío. Caminaba doscientos metros y ya me hallaba inmerso en una jungla
espectacular donde vería, en dos meses más, fructificar y hartarme de moras
silvestres. Lo había hecho en la alta cordillera después de las nieves en el
sur de Chile, allá por los ’60. Sin embargo extasiar mi vista ante ramilletes
de orquídeas amarillas pequeñas bebiendo vitalidad de troncos añosos y a veces
casi podridos nunca, como en ese mi nuevo “patio trasero” de quebradas oscuras
y rumorosas. Alguna vez había regalado caras orquídeas rojizas y blancas mucho
más grandes compradas en una florería para Blanca, mi amor salteño imposible en
Rosario. Intenté recrear para ella alguna planta de orquídeas, pero a pesar de
estudios y métodos siempre fracasé. Y ahora cada mañana presenciaría el
crecimiento sigiloso y constante de estos prodigios naturales.
Sin embargo a los setenta todavía me movilizaba
la curiosidad infantil de descubrir algo nuevo.
Una mañana les pedí “¿Me traen leña de la
selva?” Les pagué. “¿Me limpian el patio?” Les pagué. El sábado “¿me llevan a
algún lugar en la montaña que conozcan?”… a tomar fotos.
Le brillaron los ojos al menor cuando con un
gesto indiscutible en la mirada,
-¿Allá?- preguntó al mayor disimulando la
dirección con un gesto de cabeza.
-Ajá- como jefe no supo disimular la complicidad
entre ambos. Donde no se les permitiría ir jamás, por supuesto. “Lo olvidarán”
pensé refugiándome en mis escritos.
Eran mis vecinos más cercanos, que se me ocurría
deberían ser pobres, pero estaba equivocado.
-¿Aquí? ¿En esta selva? No, no he encontrado
amigos todavía. Es más ¿te digo algo? Ese fin de semana…
Dos negritos. Hermanos. Leo de diez, serio,
calmo, algo caprichoso, el nuevo Messi pero de caligrafía impecable; Marcio,
doce, desafiante, revoltoso, intrépido y pésimo estudiante, según se opina,
pero tengo mis reservas.
El sábado a las trece horas:
–¡Eh! Don, vamos!
– Demasiado calor, más tarde- Desde el ventanal
contesto, sorprendido de que no lo hubieran olvidado..
Insisten dos horas más tarde.
– Y no se les ocurra ir
al Cañón dentao– amonesta la
madre–las víboras y los liones.
Suponiendo que es hacia allá donde precisamente
me llevarían, les doy rienda suelta al comenzar el ascenso, el sol a nuestras
espaldas. No obstante al descender por el Abrito y sus aguas crepitantes de
luz, donde ya ni la mirada materna, ni de la abuela Mena, que nos saluda desde
la puerta, los alcanza, giran en sentido opuesto por una cornisa, cara al sol.
Los sigo por donde me conducen. No abro yo el
camino, en primer lugar porque no lo conozco. Y también un adulto al frente,
siempre crea la imagen de jefe, rector, guía indiscutible reteniendo la
naturaleza infantil de la búsqueda propia, personal de hacia dónde dirigirse.
Van al frente, yo muy cercano, los sigo. En ese momento resurge en mi corazón
con fuerte vibrar Machado: “caminante no hay camino se hace camino al andar”
¿Tiene capacidad un niño para eso? Por mi propia
experiencia infantil sé que es posible cuando el niño tiene ciertas garantías.
Permitiré hoy que ellos hagan creen senderos propios al andar. Mi presencia
cercana a sus espaldas deberá infundirles resguardo, protección, no coartarlos,
restringir su motilidad; así los veré y fotografiaré lo que no se ve, su
confianza, su bravura, su miedo y su ingenuidad tan indispensables en esa edad.
Tendrán a la vez en mi presencia, aunque no ven porque voy siempre detrás, la
garantía de seguridad indispensable porque han experimentado más de una vez en
su propia carne, supongo, la tontería entrelazada al corazón juvenil e
inexperto, mas alguien advertirá el peligro antes y eso los tranquiliza
Además, por acciones anteriores, saben que mayor
libertad es la consecuencia de mayor cordura. Por lo tanto la oportunidad de
la autonomía, ser como son, hacer lo que
desean superando obstáculos por su cuenta, les permitirá el actuar espontáneo.
Entonces hoy, liberaré a estos niños de restricciones para que viertan su
llaneza en el juego, en lo que los entretiene, transformando ese instante
natural de búsqueda permanente de lo desconocido, el ansia de ¿que tras cada montaña
nueva o las ya conocidas?. Es cierto;
por naturaleza está implicado el miedo, el temor a ello, y ese mismo
estado de ánimo los azuza a la creatividad, a enfrentar circunstancias que
ellos deberán resolver… sabiendo siempre que la seguridad les sigue. El miedo y
el temor lejos de ser una debilidad, es una condición indispensable para auto
protegerse sin acobardarse ante el futuro de arribar a puertos desconocidos. Es
la idiosincrasia del juego: a mayor temor al riesgo mayor creación… ya gateando
ha comprendido: nuevos problemas abre nuevas posibilidades y asume valor. Eso
haré hoy, aunque ¿sinceramente?... no conozco los bueyes con que aro.
Al principio los muchachos conservan la
distancia, física y emocional; a pesar, están conscientes de todos mis actos,
desconocidos para ellos porque soy eso un desconocido con costumbres ignoradas.
Por eso disfrutan presenciando espontaneidad y liberación en el mismo adulto.
Si éste, desnudo de viejos prejuicios, en lo que ha sido domesticado desde el
primer grado, por su modo de actuar rompe la tirantez que su simple presencia
acartonada provoca en el niño por costumbre, ellos manifestarán su propia
esencia. Un padre no es el amigo de su hijo, es el padre y él espera que actúe
como tal. Aguarda a otros cumplir la función de amigos lo que implica
independización de sentimientos y apertura a otras realidades que fuera del
hogar los amigos le pueden agregar.
Entonces: no sobreactúo. Simplemente actúo con
mi naturalidad diaria en lo que sé hacer, tomar foto al más despreciables árbol
seco que a nadie importaría, sorprenderlos al ver a un viejo ascender a duras
penas a los árboles para filmar desde una visión más panorámica y así escuchar
su comentario en los ojos al arrojarme al suelo boca arriba o abajo para lograr
una perspectiva diferente, rodar por la pendiente hasta llegar a una alta roca
-¡maldita artrosis!- y de allí invitarlos a ver el magnífico espectáculo que
solamente esa posición brinda.
-Hagan un rectángulo con sus manos. ¿Saben que
es un rectángulo verdad?
-Por supuesto.
-Observen. Suelten las manos y miren. Vuelvan a
formar el rectángulo. ¿Es igual lo que ahora ven?
-Bueno sí…no, no, es distinto.
-Distinto ¿Cómo?
-Como si todo lo otro se fue.
-Observen bien. ¿Hay algo que ahora ven y antes
parecía que no estar allí?
-Nada- dice el menor.
-No- el mayor- ahí veo ese mololo todo cubierto de sachas secas.
-¡Y yo veo ahora una piedra manchada de
rojo!-grita Leo.
-Siempre estuvieron allí, suelten las manos y
vean si no están.
-¡Sí que están!
-Ahora formen el rectángulo y desde la derecha
vayan girando la cabeza… ahora de arriba hacia abajo siempre muy lento-los
niños lo hacen- ¿Qué han visto?
-Todo.
-¿De un solo golpe o en partecitas?
-Partecitas.
-Han estado filmando todo el paisaje antes sus
ojos. Bueno eso es una perspectiva. La vida es así; pasa delante de nuestros
ojos y depende de nuestra posición cómo la veremos pasar.
-¿Y eso qué quiere decir?-Pregunto Marcio.
-Ya hablaremos de eso.
Ahora la distancia es menor. ¿Cómo disminuirla?
Sé que un niño jamás rechazaría una oportunidad como esta:
-¿Pueden tomarme una foto desde arriba de un
árbol con ese paisaje de fondo?
-¿Nosotros?
-¿Quién más va a ser? ¿Ese gallinazo que pasa
volando?-se miran como cuando un niño quiere decirle a otro sin palabras: “Está
loco, pero ¡vamos!”- Miren así se hace.
El primer dispuesto es Leo.
En sus manos mi costosa y sofisticada réflex
Nikon..
-Así siempre hay que llevar una cámara- le cruzo
tras el cuello la correa - contra el pecho para
evitarle daño ante un tropezón o que la roce algo
dañando la lente- le explico como pretexto para zamarrearle el pelo con fuerza
¿Cuánto hace que no acaricio el cabello de mi hijo?
Después le explico algo sobre el encuadre, la
disposición apropiada entre las nueve cuadrículas, cómo ubicarse con relación
al sol, qué es un primer plano. ¿Y cómo? ¿Y cómo? Sí ya sé, cómo disparar,
aquí, aquí sencillamente primero presionás suavemente hasta que todo se vea
claro, no borroso y entonces ¡zac! a
fondo y ya está la toma.
Marcio a varios metros simula desinterés hasta
el momento en que se cruzan nuestras miradas. Recién en ese momento, a pesar de
dos semanas de tratarnos, descubro que su ojo izquierdo tiene una leve
desviación. ¿Cómo en tantos días no me he percatado de esa diferencia, apenas
notable, yo que siempre miro “implacablemente” a los ojos?
Se trepa a un árbol del que cuelgan como jarcias
largos bejucos.
-¡Omar!- me grita- ¡mire lo que puedo hacer!-
balanceándose se suelta del bejuco y vuela atrapando en el aire otro más
cercano que plasmo en muchas fotos y al fin se arroja al suelo en medio de un
alarido.
“Yo también puedo”, me está diciendo. Me habla
de su persona, de sus logros, pero es evidente que entre hermanos más que
competir hay confabulación perfecta cuando la necesitan. ¿Podría ser que está indicándome
que si se propone algo, lo consigue? ¿Intenta explicarme que no es inferior a
su hermano menor, que al parecer siempre saca mejores notas? ¿O tratará de
probarme que hay acciones que jamás dependen de clasificaciones? Cada niño es un misterio, lo sé por
experiencia.
-Vení-le digo. Torno a explicarle lo mismo que a
Leo, incluyendo el zamarreo de su oscuro cabello.
A partir de ese momento, ambos se adueñan de la
cámara; la tratan con más delicadeza que yo y terminarán logrando más de 100
exposiciones entre ambos esta tarde.
Me sorprende esa capacidad de comprensión tanto
oculta como veloz, audaz. Las funciones de una cámara son en extremo
complicadas, más para un niño, supongo yo, que jamás tuvo ni la más remota idea
de cómo se siente una cámara entre los dedos. Utilizan mis posturas, el modo de
afirmarme, notan cómo observo yo la posición de la luz, ya se corregían entre
ellos en base a lo contemplado en mí. Dejo que entre ellos investiguen y se
sorprendan.
-No zonzo, así no.
-Tírate al suelo.
-¿Qué sabés vos pachón?-en ese momento remonté
hacia aquel primer día cuando pusieron una Leica Flex, y su lente Karl Zeiss
por primera vez en mis manos. ¿”Está loco”? recuerdo que pensé a los diez años.
Sentí un cosquilleo en todo el cuerpo. Un desconocido, de pronto me permite ver
y crear la vida a mi antojo, interpretarla desde mi perspectiva, según lo que
yo escoja. Inesperadamente vino a mi memoria aquella escena que marcaría mi
pasión por la creación de vida a través
de mis propios ojos, escudriñándolo todo, al recrear en estos niños mis propios
sentimientos… cuando una risa ahogada, fría y distante con su hábil navaja de
jardinero rajando raja una T en mi piel desacostumbrada para ungir en ella
estos dos nuevos injertos... Bajo la vista para que los niños no me vean.
Me han llevado a lugares tan elevados en la
montaña, donde jamás hubiera ido solo, menos atravesando selvas… hasta el Cañón
dentao. Machete para adulto en las
manos, a causa de las serpientes, esos cuerpos pequeños, delgados, van haciendo
camino entre los matorrales, para mí, solo deteniéndose a quitarme la cámara
por un gallinazo carroñero que vuela
bajo las nubes.
Agotado yo, hambrientos ellos por una hora de
ascenso continuo, nos sentamos a comer algo. He preparado sándwiches de
mortadela; su madre, una botella con
tres litros de agua y limón. Muerdo mi primer sandwich descuidadamente sin
prestar atención a ellos; cuando me doy cuenta de que ellos no lo hacen les
pregunto por qué no comen; al extenderles la comida veo que la educación les
impide servirse sin ser invitados ante una persona mayor.
El padre me ha efectuado reparaciones en el baño
del bungalow, pero eran necesarios unos ajustes.
-Díganle a su papá Miguel
-No es mi papá- contestan en el acto a coro sin
que yo terminara la frase-es el Talio.
-¿El qué?
-Talio.
-El esposo de mamá, ¿no?
-No-enfatiza el mayor-no están casados.
-Pero
-Es el padrastro-agregó Leo.
Hago tiempo porque no sabía como seguir sin
meter la pata de nuevo y la meto al preguntar:
-¿Y va bien la cosa con el padrastro?- los niños
se observan en silencio incómodo. Expresan algo entrecortado que no alcanzo a
comprender por su acento local, creo; se sonríen entre ellos con una pequeña
mueca. Lo han dicho todo sin decir nada. Yo conocía por experiencia ese
lenguaje, solo lo he olvidado. Un niño lo dice todo, sin nada. Un niño prevé
los resultados de ser demasiado claro
con el adulto, percibe las complicaciones de ser excesivamente confiado de
boca, con ellos; olfatean reprimendas, a
veces hasta palizas consecuentes a su fresca sinceridad. Quizás lo haga una vez
por confiar demasiado. La segunda, no; no más. En las medias palabras, los
gestos abreviados a su compinche, lo expresan todo. Todo. Sin decir tanto como
para involucrar un ajuste de cuentas algún día siguiente. Yo sabía muy bien
eso, demasiado; sólo me faltó ese hermano menor, el cómplice indispensable
¿Cómo pude ser tan imprudente al preguntar? Sabía bien los resultados. Donde
aparece un padrastro o madrastra, la existencia del niño, si ya ha pasado los
cinco años puede ser traumática, no necesariamente por el adulto en sí, sino
por el cambio incomprensible que significa para el niño. He conocido varios
casos donde adulto presiona al niño o niña a usar “papá o “mamá”, cuando eso
implica un sentimiento que no tienen. Algunos amigos tardaron diez, hasta
quince años para que los jóvenes se ajustaran a la nueva presencia y jamás
lograron que se les llamara papá o mamá. Los más inteligentes nunca lo
pretendieron. Dentro del fabuloso mundo infantil donde no existen límites, pero
las dimensiones cercanas se acortan, se encasillan en los únicos sentimientos
acostumbrados su carecen de preparación para cambios tan sorprendentes. Los
amigos que han logrado una vida “normal” son los que no han forzado jamás las
circunstancias, sino que han acomodado su vida a ello, porque en síntesis no es
el niño o la niña quien ha optado por esa decisión, es el adulto. Preparado o
no debe encarar su responsabilidad por su decisión porque es el amor, el afecto
y el respeto al niño, propio o ajeno, lo que prima, no la nueva unión, porque
ésta durante años dependerá de la maestría en manifestar tales sentimientos.
Ante la reacción de los niños cambio de tema.
- ¿Qué tendrán que estudiar esta noche?
-Sociales- responde Marcio.
-¿Qué es “sociales”?
-No sé.
-¿Cómo “no sé”? ¿No te han enseñado de eso?
- Nada.
-Dime “NoNada”- comprendo que esa será la única
respuesta que obtendré cuando le pregunte a “NoNada” sobre sus materias
escolares y no intento moralizarlo ni adoctrinarlo cuando le pregunto- ¿Cómo
harás cuando tengas una evaluación?
-Está en el libro. Voy a hacer un machete.
-Nunca tuve que hacer eso- y comienzo a
contarles un “cuento” sobre mi infancia y los estudios. De tanto en tanto se
miran entre ellos y echan afuera una risita un tanto burlesca pero he captado
el interés de ellos, especialmente al ser franco sobre mis rebeldía constante y
las consecuentes palizas, a pesar de las mejores notas.
-Vos sos rebelde también-señalo a Marcio que
grita
-¡Siiiií!
Comprendo que la tan mentada rebeldía en los
niños, no es sino otra manifestación de crear, construir; es un sentimiento
punzante como espolón de avispa que lo lleva no necesariamente a la oposición,
al rechazo, sino a la búsqueda de su propia identidad, única, personalísima que
lo identifique como un ser vital, no un ente domesticable más allá de lo que él
anhela. Él mismo tiene ese derecho y está consciente cuando ve al adulto actuar
a voluntad, y él mismo puede lograr eso, puede aprender a disciplinarse,
establecer sus propios límites dentro de los cuales moverse organizadamente en
base a su conciencia natural.
Hacia el atardecer llegamos a la cima. Dos horas
difíciles con estos guerreros implacables.
Tomamos fotos por todos los ángulos de un
paisaje inmemorable. Estoy satisfecho en especial porque ya no hay la más
mínima distancia entre nosotros: cada uno sabe del otro lo que quiere. En
especial lo de la rebeldía nos identifica, nos une lo suficiente como para
aceptar una mano cuando te la tienden. Así lo hemos comprendido los tres.
En un momento dado les digo:
-Párense frente a mí. Más cerca entre ustedes.
Más, más cerca- hacen gestos algo negativos- Mírense a los ojos- se miran, se
ríen, se esquivan rápidamente como
avergonzados- Vamos, mírense de frente, más cerca. ¿De qué color son los ojos?-
giran sus caritas en direcciones diferentes, esquivando la mirada del hermano-
Vamos, Leo ¿de qué color son los de Marcio?- Leo miró a Marcio sin levantar la
cabeza.
-Negros.
-¿Bien negros?
-Requete-negros.
-Y los de Leo ¿cómo son Marcio?
-Puta, don Omar, ¿por qué hace eso?
-¡Esa boca! No me mirés a mí, a él miralo-
Marcio inclina la cabeza y observa al más
pequeño que se muerde los labios por la risa.
-Oscuros, son oscuros.
-¿Muy oscuros?
-No tanto.
-¿Como qué tanto? ¿como la noche o como la madera?
-Madera.
-Y cuales son mejores, ¿los tuyos o los de él?
-Ninguno es mejor- salta Leo-ninguno es mejor.
-¿No?-pregunta el de ojos negros.
-No, ninguno-contesto- solo son diferentes.
Ahora la foto juntos- les tomo seis-
Abrácense como hermanos- agrego.
-Pucha don
Omar, no, no-responde el mayor y se aparta dos metros.
-Vení-le digo; a regañadientes se acerca. Lo
abrazo. El cuerpo se resiste un poco, pero no del todo - Vení, Leo - se acerca
sin miedo y los abrazo juntos - ¿Es tan feo sentirse abrazado? - Los muchachos
bajan la cabeza sin respuesta.Los aprieto más fuerte-¿Es tan feo sentirse
abrazado?-insisto.
-No- susurra Leo.
-¿Marcio?
Me mira a con fijeza. Sus dos ojos estaban
rectos, no uno fijo y el otro algo desviado. ¿Qué hacía enfocar distinto a veces
ese otro ojo? Él no contesta con una palabra solamente larga un respiro muy
profundo.
-Miren. No van a andar por ahí buscando que
cualquiera los abrace. Pero entre hijos, padres, hermanos hay que aprender a
abrazarse. Eso cura; cura cuando uno está enfermo, dolido o a veces se siente
despreciado. Un abrazo es medicina, a veces mejor que tener que ir a un médico.
Las personas han perdido esa costumbre, por eso hay tanta maldad, delincuencia
y falta de cariño. Si los papás y abuelos abrazaran a sus niños, los hijos
nunca querrían abandonar sus hogares y todos se sentirían más seguros. A
ustedes ¿nunca los abrazan?
Bajan sus cabezas.
-A veces mamá- dice Leo.
-A veces ¿cuándo?-pregunta Marcio.
-Bueno ahora cuando vuelvan a la casa,
abrácenla, a su hermanita también.
-Pero esa es hija de él-protesta Marcio.
-Es hija de tu mamá; es tu hermanita ¿no?- y se
abrazan creo que por primera vez y les tomo un montón de instantáneas.
Se está haciendo tarde. Nos sentamos Marcio y yo
en una roca, con el paisaje soberbio al frente,
el precipicio del dentao a los
pies. Abrazo a Marcio. De atrás nos fotografía Leo.
Hacemos lo mismo con él. Marcio capta las
últimas positivas de esta tarde frente al universo.
Me arrojo al suelo para descansar antes del
descenso y al parecer me quedo dormido.
Cuando despierto falta media hora para que el
sol se esconda tras el Cerro Bravo.
Los muchachos no están. Los busco, mas no los
veo. Comienzo a llamarlos despacio. No escucho respuesta alguna. Llamo más y
más fuerte. Solo responde el silencio quieto mientras observo el cementerio
ochocientos metros más abajo.
Entonces los llamo a gritos. Nada.
Inicio la búsqueda por todas partes. Solamente
matorral hirsuto y arbustos pesados. Trepo con extremo cuidado a un lapacho
amarillo. No veo nadie y tampoco respuesta a mis gritos.
Comienzo a asustarme, no por mí… bueno si un
poco por mí, porque no conozco el camino de regreso; guiado por ellos ni presté
atención por donde veníamos, pero más preocupado estoy por ellos. “Me los cuida
¿no?” me resuenan las palabras de su madre.
La zona es muy difícil, en parte, senderos
estrechos de cornisa, profundas cañadas donde todavía no ha comenzado a correr
el agua de las lluvias y las víboras. ¿Qué ha pasado con estos niños? Desciendo
del lapacho y corro entre los matorrales según puedo en su busca.
-¿Cómo he podido descuidarme un minuto? Estúpido
viejo ¿por qué te dormiste?-me increpo a los gritos- ¿Y si ha sucedido algo
terrible como expreso eso a su madre. Lo juraste, imbécil.-comienzo a
desesperarme- ¿Dónde quedó tu sabiduría? ¿Dónde tu perspicacia? Estúpido-
suponiendo que pueden haber descendido por otro lado avanzo en medio de
arbustos espinosos y árboles macizos hasta llegar de pronto a un espacio algo
amplio y llano. El sol ya está por deslizarse detrás del Bravo entonces cuando
me propongo avanzar más allá del claro, algo me lo impide.
Escucho el gruñido ahogado tras la maleza que se
prolonga un momento. Algo mueve el matorral frente a mí pero no hay viento.
Nuevamente el gruñido prolongado más intenso. Como una luz aparece en mi
memoria Esquel, la finca de Nores Martínez, el que produjo la raza del dogo argentino y su puma que andaba
suelto pero al acercarse a su territorio personal emitía el mismo rugido
ahogado, preventivo. Sé que si es lo que creo, lo peor que puedo hacer es salir
corriendo: Un salto, un zarpazo y adiós. El gruñido suena más profundo a ras de
tierra lo que lo hace más audible en todas las direcciones..
-¿Qué hago? ¿Qué hago?- nunca necesité pedirle
nada a Dios pero en este momento casi que tengo ganas. Los niños ¿Qué habrá
pasado con ellos? ¿Qué habrá pasado? ¿Estarán camino a su casa? Yo, ya no
importo… ¿pero ellos? En ese instante ante el matorral que se agita más
comienzo a paso de hormiga a retroceder hacia atrás. Así la bestia no se
excitará en mi contra. Si me alejo de sus límites no se sentirá ni
amenazada…¡Ay!…si el lente de la cámara se refleja por la luz se verá
provocada… aquí vienen monteros con escopetas y rifles contra los pumas por el
ganado desparecido. Intento cubrir el lente pero no localizo la tapa. El solo
gesto de revisar mis bolsillos puede ser… retrocedo pie por pie.Uno…
dos…tres…-¿Y los niños? ¿Qué sucedió con ellos?- El gruñir se hace más ronco y
amenazante. Cuatro… cinco… Más intenso, como si fueran más bestias… seis…si…cuando
mi pie atrás tropieza con una piedra, caigo de espaldas.
En mis orejas sin ver, la maleza se estremece de
golpe en un estallar de ramaje quebrado, en un bramido sin remedio… cuando el
sol ahora detrás del Bravo extiende su arco de rayos infinitos frente a mis
pupilas salta sobre mí arremolinado en un alarido de carcajadas un par de
negritos.
¡Carajo!