No
se parecía en nada a otras mascotas ni al resto de sus congéneres
Un cerdo faldero
Por Jo Coudert
EL TELÉFONO sonó en casa de Bette y Don
Atty, en Johnstown, Nueva York. Un amigo llamaba para preguntar si les gustaba
tener a un cerdo como mascota.
Se llama Lord Bacon. Tiene cuatro meses de
edad y es más listo que un perro—aseguró el amigo a Don—. Además, adora a la
gente y, puesto que Bette trabaja en casa, pensé que le gustaría su compañía.
Desde hacía un año, Don presenciaba, sin poder
hacer nada, el sufrimiento de su esposa, aquejada de agorafobia, un padecimiento
que consiste en el temor a las multitudes
y los espacios abiertos y que, al parecer, se había desencadenado por el estrés derivado de su trabajo. Incluso
después de renunciar a su empleo, el simple hecho de acudir al centro comercial
local podía provocarle un acceso de angustia. No podía salir de casa, a menos
que Don la acompañara.
Bette, que en ese momento se hallaba muy
cerca del aparato, alcanzó a 0ír la conversación y denegó con la cabeza.
—Piénsalo —la instó Don—. Te haría bien
tener una mascota.
Bette recordó haber leído en uno de tantos
libros de psicología que había consultado para informarse acerca de su
enfermedad, que el yo se fortalece cuidando de otro ser. Pero, ¿cómo puede un cerdo
ayudarme a calmar mis nervios?, se preguntó.
—Está bien —aceptó a regañadientes—. Supongo
que algún granjero lo recibirá si decidimos deshacernos de él.
Dos horas después, el propietario de Lord Bacon
l entregó en una jaula de alambre. Pertenecía a una variedad de pequeñísimas dimensiones;
medía 35 centímetros de alzada y 60 de longitud, y pesaba unos 20 kilos.
Parecía un barril sobre pilotes. Don rió al verlo, y dijo:
— ¡Tiene el hocico cm si se hubiera
estrellado contra una pared a 150 k.p.h.!
— ¡Las cerdas de mi viejo cepillo para el cabello
son más bonitas que las suyas! —añadió Bette.
En cuanto abrieron la jaula, Lord Bacon
salió trotando y meneando la recta cola, miró a su alrededor y se dirigió hacia
Bette, quien se arrodilló para saludarlo. Lord Bacon se alzó sobre sus patas
traseras, apoyó la cabeza en el hombro de ella y le besó la mejilla con su
apergaminado morro. Bette miró al cerdo y, por primera vez desde hacía mucho tiempo,
sonrió.
Cm de la familia. El resto del día, Bette y
Don se dedicaron a observar al cerdo, que anduvo explorando toda la casa. Se
sentaba en sus cuartos traseros para pedir golosinas. Cada vez que Don l sostenía
sobre sus piernas, le mordisqueaba amistosamente las barbas. Y cuando le
silbaban, acudía diligente.
Aquella primera noche, el cerdo intentó
seguirles hasta la recámara pero su barriga le impidió subió la escalera, Bette
le preparó una cama en la cocina y luego se sentó en el piso para acariciarlo.
—No te preocupes. Aquí estaremos en la mañana le aseguró.
A la mañana siguiente, Bette no sintió miedo
de afrontar el nuevo día; antes bien estaba ansiosa por ver a su mascota. Lord Bacon
se precipitó a saludarla y se restregó contra sus piernas. Era cm si le dieran
un masaje con estropajo. A partir de entonces, Bette llevaría en las piernas
las marcas rojas de ese afecto.
Después del desayuno, el cerdo siguió a
Bette hasta la pequeña habitación que le servía de oficina y en la cual
preparaba declaraciones de impuestos. Lord Bacon se instaló junto al escritorio.
Pronto, Bette descubrió que, cada vez que se sentía nerviosa, le bastaba
estirar la mano y acariciarla, decirle
algunas palabras cariñosas, para tranquilizarse.
Una noche en que Bette y Don se acomodaron
en sus respectivas sillones para ver televisión, el cerdo empujó una silla con
el hocico y se sentó enfrente del aparato, como si dijera: "sigan, también
yo quiero participar". Al ver las imágenes en la pantalla, movía la cabeza
de un lado a otro.
Lord Bacon detestaba los ruidos fuertes. El teléfono
de la oficina de Bette colgaba de un poste junto a su escritorio, y el cerdo
entendió que dejaba de sonar siempre que
Bette alzaba la bocina. Bette
entre divertida y molesta, se decía: “Qué
pensarán mis clientes?”
El
cerdomóvil. Un día, un cliente llegó a consultarla acerca
de un asunto de declaración de impuestos, y quedó tan encantad con la mascota,
que volvió más tarde acompañado de sus hijos. Pronto, otros vecinos comenzaron
a acudir a visitar a Lord Bacon. Los niños, considerando que ese nombre era
demasiad solemne para un cerdito tan amistoso, decidieron apodarlo
"Pigger", y así se llamó a partir de entonces.
—Ahora me siento feliz cuando vuelva del trabajo
—le confió Don a Bette—. Lo primero que me dices es: Adivina qué hizo hoy Pigger.
Le quitó las frazadas a la cama,
cualquier otra cosa, y nos reímos como cuando estábamos recién casados.
—Te ríes —replicó Bette—, per n fue tan gracias
cuando me dejó afuera, en la mañana.
Pigger había seguid a Bette dentro y fuera
de la casa y había visto cómo cerraba la puerta después de entrar y salir.
Aquella mañana, Pigger, después de entrar, tomó la iniciativa, con el pequeño
inconveniente de que la puerta quedó cerrada con llave y de que su ama aún se
encontraba afuera. Por fortuna, ella llevaba consigo otra llave.
Con el tiempo, Bette se percató de que
Pigger era un mimo formidable y que imitaba todo lo que ella y Don hacían. Si
ella sacudía la, cabeza, el cerdito repetía el movimiento. Si daba vueltas, él
hacía l propio. Pronto comenzó a enseñarle trucos que pocos perros serían
capaces de dominar. Lo premiaba con galletas pata perro.
En compañía de Pigger, Bette se iba recuperando
poco a poco. Su mejoría era tal, que su padre intentó convencerla de llevar a
Pigger a una reunión de ancianos. Bette objetó:
—Pigger puede correr como el viento y hacer
fintas como un jugador de fútbol, pero no soporta las correas. Si le ponen una,
se para en seco y se niega a caminar. ¿No crees que una señora como yo se vería
ridícula arrastrando a un cerdo?
La noche siguiente, Don llevó a la casa un carrito
para bebé.
— ¿Qué es eso? —le preguntó Bette,
intrigada.
—Es un cerdomóvil, para que lleves a Pigger
a la reunión de ancianos.
A Pigger le fascinó el carrito. Se acodó en
él muy erguid, con una visera verde en la cabeza y envuelto con una frazada,
mientras Don lo paseaba.
Bette finalmente aceptó llevar a Pigger a
la reunión. Su nerviosismo iba en aumento conforme conducía el automóvil. Al
llegar, apagó el motor y permaneció sentada, temblando, en el vehículo. Entonces
acarició a Pigger, que iba sujeto a su lado con el cinturón de seguridad, y se
sintió más tranquila. Debo vencer mis temores, se dijo. No puedo seguir teniendo
miedo el resto de mi vida. Haciendo acopio de todas sus energías, salió del auto,
acodó a Pigger en el cerdomóvil y entró con él en el edificio.
Los ancianos estaban intrigados.
— ¿Qué es eso? —preguntaron.
Bette posó a Pigger en el suelo. El cerdo
detectó inmediatamente a la señora más anciana y fue trotando a acariciarle la
mejilla con el morro.
Los demás prorrumpieron en carcajadas y se
acercaron a acariciarlo.
Bette, inadvertidamente, se encontró
respondiendo a sus preguntas; primero, vacilante y, después, con entusiasmo.
Explicó que los cerdos son más listos que los perros, y dos veces más limpios.
—Pigger se alegra cuando, una vez a la
semana, le doy una buena restregada en la bañera —señaló.
Para demostrar lo listo que era, llamó a
Pigger y le dijo que era un hermoso cerdo. El animal se pavoneó muy ufano.
Luego lo reprendió por ser "cochino". Pigger agachó la cabeza,
avergonzada y, por añadidura, sacó la lengua. El público aplaudió a rabiar.
Caminito
de la escuela. La noticia voló, y pronto Bette y
Pigger debieron hacer otras visitas. En un asilo cercano, ella llevó a Pigger a
los cuartos para visitar a los pacientes. En una habitación, una anciana se
encontraba sentada mirándose fijamente las manos, apoyadas en su regazo. De
repente, la mujer alzó la cabeza y en su rostro se esbozó una sonrisa. Estiró
los brazos y luego los cruzó sobre el pecho.
— ¿Qué sucede? —Le preguntó Bette—. ¿Quiere
abrazarlo? Una ayudante le explicó en voz baja que la señora no había sonreído,
ni hablado, ni dado muestras de interés por nada desde el fallecimiento de su
esposo, ocurrido hacía años.
Bette alzó a Pigger y dejó que la anciana
lo acariciara. El animal permaneció lo
más quieto que pudo, con las orejas levantadas y con una mueca que parecía
sonrisa.
En visitas posteriores, cada vez que Pigger
franqueaba la puerta principal en su cerdomóvil, se corría la voz: "¡Llegó
Pigger!" Se producía entonces una movilización general por todos los
pasillos. Con rechinidos de sillas de ruedas, repiqueteo de andaderas y el
susurro de zapatillas que se arrastran por el suelo, los residentes se
apresuraban a recibir a su visitante.
A medida que Bette visitaba a gente enferma
y desvalida, fue olvidándose de sus propios trastornos.
—Por un tiempo me odié a mí misma —le
confió a Don—; pero ahora, le doy gracias a Dios todos los días por ser como
soy. Pigger ha sido mi terapia.
En cierta ocasión, Bette pensó que el
cerdito podría llevar un mensaje a los niños en edad escolar. Poco tiempo
después, se presentó ante un auditorio de pequeños y los invitó a que le
preguntaran a Pigger si él probaría las drogas. Pigger sacudió enérgicamente la
cabeza, y gruñó y resopló ruidosamente en señal de disgusto. Cuando se le
preguntó si le agradaría quedarse en la escuela y estudiar mucho, Pigger hizo
una especie de reverencia y asintió con la cabeza.
Los niños deseaban saber cuáles eran los alimentos
predilectos de Pigger.
—Galletas para perro, frijoles, maíz,
zanahorias, manzanas y rosquillas de cereales. Pero lo que más le gusta son las
rosetas de maíz y el helado. En la fuente de sodas pido que le sirvan helado,
el cual saborea lamiendo con toda delicadeza una cuchara—explicó Bette.
Los comentarios de los niños acerca del
cerdo fueron variados: "Es como acariciar un cepillo", "Tiene
lindas orejas"; "Se parece a mi tío".
A veces, cuando Bette y Don iban de compras
al supermercado, se oía desde el pasillo contiguo una voz infantil: " ¡Ahí
van el papá y la mamá del cerdo!"
Cada vez que un desconocido se detenía y
les preguntaba quién era Pigger, Don explicaba: "Para nosotros, es un
cerdo; pero él se cree una persona". En algunas ocasiones citaba también a
Winston Churchill: "Los perros nos consideran superiores a ellos. Los
gatos nos menosprecian. Los cerdos nos tratan como a sus iguales". Y
Pigger asentía con un gruñido.
En un año, Bette y su cerdito hicieron 95
presentaciones públicas, la mayoría de ellas ante ancianos y niños. Bette se
desenvendó, en cada ocasión, con aplomo y talento.
En julio de 1990 invitaron a Pigger al Día
de Campo Anual de los Ancianos del Condado de Fulton, en el estado de Nueva
York. La víspera, Bette abrió la puerta trasera de su casa y sugirió a Pigger:
— ¿Por qué no sales a refrescarte en tu
estanque?
Pigger salió trotando al patio trasero y
Bette volvió a su trabajo. Media hora después, ella sintió el impulso de ir a
verlo. Pigger se encontraba acostado en el sitio donde solía dormir la siesta,
a la sombra de un arbusto de moras. Había dejado de respirar.
La primera reacción de Bette fue de pánico,
y empezó a llorar ruidosamente. Pero recapacitó: No, no debo llorar así. Pigger
siempre detestó los ruidos fuertes. Llamó a la policía para que viniera a
recoger el cadáver. Luego pidió a dos amigas que le hicieran compañía mientras
Don volvía a casa. Entonces supo que superaría su trastorno.
Pigger había fallecido a consecuencia de un
aneurisma pulmonar. Sin embargo, Bette tiene su propia teoría acerca de la
causa del deceso: "Pienso que Pigger tenía un corazón tan grande, que
estalló de tanto amor. Me ayudó a reencontrarme a mí misma e iluminó muchas
otras vidas. Nunca habrá otro Pigger".