sábado, 21 de mayo de 2016

UN CERDO FALDERO

No se parecía en nada a otras mascotas ni al resto de sus congéneres

Un cerdo faldero  

Por Jo Coudert

EL TELÉFONO sonó en casa de Bette y Don Atty, en Johnstown, Nueva York. Un amigo llamaba para preguntar si les gustaba tener a un cerdo como mascota.
Se llama Lord Bacon. Tiene cuatro meses de edad y es más listo que un perro—aseguró el amigo a Don—. Además, adora a la gente y, puesto que Bette trabaja en casa, pensé que le gustaría su compañía.
Desde hacía un año, Don presenciaba, sin poder hacer nada, el sufrimiento de su esposa, aquejada de agorafobia, un padecimiento que consiste en el temor a las multitudes  y los espacios abiertos y que, al parecer, se había desencadenado  por el estrés derivado de su trabajo. Incluso después de renunciar a su empleo, el simple hecho de acudir al centro comercial local podía provocarle un acceso de angustia. No podía salir de casa, a menos que Don la acompañara.
Bette, que en ese momento se hallaba muy cerca del aparato, alcanzó a 0ír la conversación y denegó con  la cabeza.
—Piénsalo —la instó Don—. Te haría bien tener una mascota.
Bette recordó haber leído en uno de tantos libros de psicología que había consultado para informarse acerca de su enfermedad, que el yo se fortalece cuidando de otro ser. Pero, ¿cómo puede un cerdo ayudarme a calmar mis nervios?, se preguntó.
—Está bien —aceptó a regañadientes—. Supongo que algún granjero lo recibirá si decidimos deshacernos de él.

Dos horas después, el propietario de Lord Bacon l entregó en una jaula de alambre. Pertenecía a una variedad de pequeñísimas dimensiones; medía 35 centímetros de alzada y 60 de longitud, y pesaba unos 20 kilos. Parecía un barril sobre pilotes. Don rió al verlo, y dijo:
— ¡Tiene el hocico cm si se hubiera estrellado contra una pared a 150 k.p.h.!
— ¡Las cerdas de mi viejo cepillo para el cabello son más bonitas que las suyas! —añadió Bette.
En cuanto abrieron la jaula, Lord Bacon salió trotando y meneando la recta cola, miró a su alrededor y se dirigió hacia Bette, quien se arrodilló para saludarlo. Lord Bacon se alzó sobre sus patas traseras, apoyó la cabeza en el hombro de ella y le besó la mejilla con su apergaminado morro. Bette miró al cerdo y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, sonrió.
Cm de la familia. El resto del día, Bette y Don se dedicaron a observar al cerdo, que anduvo explorando toda la casa. Se sentaba en sus cuartos traseros para pedir golosinas. Cada vez que Don l sostenía sobre sus piernas, le mordisqueaba amistosamente las barbas. Y cuando le silbaban, acudía diligente.
Aquella primera noche, el cerdo intentó seguirles hasta la recámara pero su barriga le impidió subió la escalera, Bette le preparó una cama en la cocina y luego se sentó en el piso para acariciarlo.
—No te preocupes.  Aquí estaremos en la mañana le aseguró.
A la mañana siguiente, Bette no sintió miedo de afrontar el nuevo día; antes bien estaba ansiosa por ver a su mascota. Lord Bacon se precipitó a saludarla y se restregó contra sus piernas. Era cm si le dieran un masaje con estropajo. A partir de entonces, Bette llevaría en las piernas las marcas rojas de ese afecto.
Después del desayuno, el cerdo siguió a Bette hasta la pequeña habitación que le servía de oficina y en la cual preparaba declaraciones de impuestos. Lord Bacon se instaló junto al escritorio. Pronto, Bette descubrió que, cada vez que se sentía nerviosa, le bastaba estirar la mano y acariciarla,  decirle algunas palabras cariñosas, para tranquilizarse.
Una noche en que Bette y Don se acomodaron en sus respectivas sillones para ver televisión, el cerdo empujó una silla con el hocico y se sentó enfrente del aparato, como si dijera: "sigan, también yo quiero participar". Al ver las imágenes en la pantalla, movía la cabeza de un lado a otro.
Lord Bacon detestaba los ruidos fuertes. El teléfono de la oficina de Bette colgaba de un poste junto a su escritorio, y el cerdo entendió que dejaba de sonar siempre  que Bette alzaba la bocina.            Bette entre divertida y molesta, se decía: “Qué pensarán mis clientes?”

El cerdomóvil. Un día, un cliente llegó a consultarla acerca de un asunto de declaración de impuestos, y quedó tan encantad con la mascota, que volvió más tarde acompañado de sus hijos. Pronto, otros vecinos comenzaron a acudir a visitar a Lord Bacon. Los niños, considerando que ese nombre era demasiad solemne para un cerdito tan amistoso, decidieron apodarlo "Pigger", y así se llamó a partir de entonces.
—Ahora me siento feliz cuando vuelva del trabajo —le confió Don a Bette—. Lo primero que me dices es: Adivina qué hizo hoy Pigger. Le quitó las frazadas a la cama,  cualquier otra cosa, y nos reímos como cuando estábamos recién casados.
—Te ríes —replicó Bette—, per n fue tan gracias cuando me dejó afuera, en la mañana.
Pigger había seguid a Bette dentro y fuera de la casa y había visto cómo cerraba la puerta después de entrar y salir. Aquella mañana, Pigger, después de entrar, tomó la iniciativa, con el pequeño inconveniente de que la puerta quedó cerrada con llave y de que su ama aún se encontraba afuera. Por fortuna, ella llevaba consigo otra llave.
Con el tiempo, Bette se percató de que Pigger era un mimo formidable y que imitaba todo lo que ella y Don hacían. Si ella sacudía la, cabeza, el cerdito repetía el movimiento. Si daba vueltas, él hacía l propio. Pronto comenzó a enseñarle trucos que pocos perros serían capaces de dominar. Lo premiaba con galletas pata perro.
En compañía de Pigger, Bette se iba recuperando poco a poco. Su mejoría era tal, que su padre intentó convencerla de llevar a Pigger a una reunión de ancianos. Bette objetó:
—Pigger puede correr como el viento y hacer fintas como un jugador de fútbol, pero no soporta las correas. Si le ponen una, se para en seco y se niega a caminar. ¿No crees que una señora como yo se vería ridícula arrastrando a un cerdo?
La noche siguiente, Don llevó a la casa un carrito para bebé.
— ¿Qué es eso? —le preguntó Bette, intrigada.
—Es un cerdomóvil, para que lleves a Pigger a la reunión de ancianos.
A Pigger le fascinó el carrito. Se acodó en él muy erguid, con una visera verde en la cabeza y envuelto con una frazada, mientras Don lo paseaba.
Bette finalmente aceptó llevar a Pigger a la reunión. Su nerviosismo iba en aumento conforme conducía el automóvil. Al llegar, apagó el motor y permaneció sentada, temblando, en el vehículo. Entonces acarició a Pigger, que iba sujeto a su lado con el cinturón de seguridad, y se sintió más tranquila. Debo vencer mis temores, se dijo. No puedo seguir teniendo miedo el resto de mi vida. Haciendo acopio de todas sus energías, salió del auto, acodó a Pigger en el cerdomóvil y entró con él en el edificio.
Los ancianos estaban intrigados.
— ¿Qué es eso? —preguntaron.
Bette posó a Pigger en el suelo. El cerdo detectó inmediatamente a la señora más anciana y fue trotando a acariciarle la mejilla con el morro.
Los demás prorrumpieron en carcajadas y se acercaron a acariciarlo.
Bette, inadvertidamente, se encontró respondiendo a sus preguntas; primero, vacilante y, después, con entusiasmo. Explicó que los cerdos son más listos que los perros, y dos veces más limpios.
—Pigger se alegra cuando, una vez a la semana, le doy una buena restregada en la bañera —señaló.
Para demostrar lo listo que era, llamó a Pigger y le dijo que era un hermoso cerdo. El animal se pavoneó muy ufano. Luego lo reprendió por ser "cochino". Pigger agachó la cabeza, avergonzada y, por añadidura, sacó la lengua. El público aplaudió a rabiar.
Caminito de la escuela. La noticia voló, y pronto Bette y Pigger debieron hacer otras visitas. En un asilo cercano, ella llevó a Pigger a los cuartos para visitar a los pacientes. En una habitación, una anciana se encontraba sentada mirándose fijamente las manos, apoyadas en su regazo. De repente, la mujer alzó la cabeza y en su rostro se esbozó una sonrisa. Estiró los brazos y luego los cruzó sobre el pecho.
— ¿Qué sucede? —Le preguntó Bette—. ¿Quiere abrazarlo? Una ayudante le explicó en voz baja que la señora no había sonreído, ni hablado, ni dado muestras de interés por nada desde el fallecimiento de su esposo, ocurrido hacía años.
Bette alzó a Pigger y dejó que la anciana lo acariciara.  El animal permaneció lo más quieto que pudo, con las orejas levantadas y con una mueca que parecía sonrisa.
En visitas posteriores, cada vez que Pigger franqueaba la puerta principal en su cerdomóvil, se corría la voz: "¡Llegó Pigger!" Se producía entonces una movilización general por todos los pasillos. Con rechinidos de sillas de ruedas, repiqueteo de andaderas y el susurro de zapatillas que se arrastran por el suelo, los residentes se apresuraban a recibir a su visitante.
A medida que Bette visitaba a gente enferma y desvalida, fue olvidándose de sus propios trastornos.
—Por un tiempo me odié a mí misma —le confió a Don—; pero ahora, le doy gracias a Dios todos los días por ser como soy. Pigger ha sido mi terapia.
En cierta ocasión, Bette pensó que el cerdito podría llevar un mensaje a los niños en edad escolar. Poco tiempo después, se presentó ante un auditorio de pequeños y los invitó a que le preguntaran a Pigger si él probaría las drogas. Pigger sacudió enérgicamente la cabeza, y gruñó y resopló ruidosamente en señal de disgusto. Cuando se le preguntó si le agradaría quedarse en la escuela y estudiar mucho, Pigger hizo una especie de reverencia y asintió con la cabeza.
Los niños deseaban saber cuáles eran los alimentos predilectos de Pigger.
—Galletas para perro, frijoles, maíz, zanahorias, manzanas y rosquillas de cereales. Pero lo que más le gusta son las rosetas de maíz y el helado. En la fuente de sodas pido que le sirvan helado, el cual saborea lamiendo con toda delicadeza una cuchara—explicó Bette.
Los comentarios de los niños acerca del cerdo fueron variados: "Es como acariciar un cepillo", "Tiene lindas orejas"; "Se parece a mi tío".
A veces, cuando Bette y Don iban de compras al supermercado, se oía desde el pasillo contiguo una voz infantil: " ¡Ahí van el papá y la mamá del cerdo!"
Cada vez que un desconocido se detenía y les preguntaba quién era Pigger, Don explicaba: "Para nosotros, es un cerdo; pero él se cree una persona". En algunas ocasiones citaba también a Winston Churchill: "Los perros nos consideran superiores a ellos. Los gatos nos menosprecian. Los cerdos nos tratan como a sus iguales". Y Pigger asentía con un gruñido.
En un año, Bette y su cerdito hicieron 95 presentaciones públicas, la mayoría de ellas ante ancianos y niños. Bette se desenvendó, en cada ocasión, con aplomo y talento.
En julio de 1990 invitaron a Pigger al Día de Campo Anual de los Ancianos del Condado de Fulton, en el estado de Nueva York. La víspera, Bette abrió la puerta trasera de su casa y sugirió a Pigger:
— ¿Por qué no sales a refrescarte en tu estanque?
Pigger salió trotando al patio trasero y Bette volvió a su trabajo. Media hora después, ella sintió el impulso de ir a verlo. Pigger se encontraba acostado en el sitio donde solía dormir la siesta, a la sombra de un arbusto de moras. Había dejado de respirar.
La primera reacción de Bette fue de pánico, y empezó a llorar ruidosamente. Pero recapacitó: No, no debo llorar así. Pigger siempre detestó los ruidos fuertes. Llamó a la policía para que viniera a recoger el cadáver. Luego pidió a dos amigas que le hicieran compañía mientras Don volvía a casa. Entonces supo que superaría su trastorno.
Pigger había fallecido a consecuencia de un aneurisma pulmonar. Sin embargo, Bette tiene su propia teoría acerca de la causa del deceso: "Pienso que Pigger tenía un corazón tan grande, que estalló de tanto amor. Me ayudó a reencontrarme a mí misma e iluminó muchas otras vidas. Nunca habrá otro Pigger".



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