Este
anciano descubrió en sus buenas obras el secreto de la salud y la felicidad
Ropavejero filántropo
(Por William Warren)
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ADA MAÑANA, haga frío o calor,
llueva o brille el sol, Wang Kuanying, de 71 años de edad, se levanta antes de
las 5 a recorrer, en su carretón de tres ruedas, las calles de Taipeh, capital
de Formosa, para recoger lodo lo que la gente desecha. En la venta de lo que
reúne a diario obtiene el equivalente de cuatro dólares. Mientras la mayoría de
los ropavejeros de la ciudad logra apenas sobrevivir con sus escasos ingresos,
Wang Kuanying se las ingenia para subsistir y a la vez dar rienda suelta a su
inclinación filantrópica, que ha hecho de él una figura legendaria en Taipeh.
Durante
los 20 años últimos Wang ha donado unos 2000 dólares en becas escolares a más
de 120 niños pobres, y más de 2600 en libros a escuelas, colegios y
universidades de Formosa y del extranjero, para fomentar el interés por la
literatura y la filosofía clásicas chinas.
Wang
nació en el seno de una familia campesina de Tung Ping Hsien, en la provincia
de Shantung, y creció en los años turbulentos de guerras y revoluciones. No
recibió educación formal hasta cumplir los IH años de edad, y aun entonces dolo
completó cuatro de estudios. Sin embargo, le bastaron para iniciarse en el
conocimiento de las obras clásicas fundamentales y para adquirir un respeto
indeclinable por las creaciones de los filósofos chinos más eminentes.
Contrajo
matrimonio a los 21 años, y seis después se incorporó al ejército. Comandaba un
pelotón del regimiento que defendía el puente Marco Polo, cerca de Pekín,
cuando los japoneses atacaron esa ciudad en julio de 1937. Este suceso generó
la guerra chino japonesa, que duró ocho años. Wang combatió en diversos lugares
de China, y llegó a obtener el grado de subjefe de' batallón.
Su
primera esposa falleció en 1938 y le dejó una hija. Wlang se volvió a casar en
1941. Su segunda mujer dio a luz a una niña, y estaba nuevamente encinta cuando
la unidad en que él servía fue trasladada al sur, durante la guerra civil. Wang
ignora el paradero actual de su familia, aunque supone que seguirán viviendo en
la China continental. En parte por su tragedia personal y en parte por haber
presenciado los manejos de las comunistas, Wang siente un odio irreconciliable
contra ellos. (Ha escrito y publicado más de 30 folletos anticomunistas.) Se
mudó a Formosa en 1950 y, una vez jubilado del ejército, se convirtió en
ropavejero.
Al
principio, recorría la ciudad en su carretón sin más objeto que ganarse el
sustento. Pero sus constantes lecturas de los grandes, filósofos lo fueron
convenciendo de que, por humilde que fuese su situación, podía ser útil a la
sociedad.
Hace
poco tomé por un oscuro laberinto de callejones y viviendas improvisadas para
llegar a la casucha de Wang. Encontré dos habitaciones hechas con láminas
onduladas de hierro y tablones desechados. No obstante su rudimentaria
construcción, era un hogar acogedor.
Allí
estaba Wang, sentado junto a una estampa de Confucio. Los años han dejado su
huella en el ropavejero, pero la impresión que de él tuve fue más de vitalidad
que de fatiga. Tras pedalear en su carro todo un día, Wang lee, ejercita la
caligrafía, redacta su diario, o escribe poesía.
"Mis
necesidades son muy sencillas: un poco de arroz o de fideos y un trozo de
pescado", me dijo. "Aunque no gano mucho dinero, algo me sobra. Hace
unos 20 años decidí emplear provechosamente mis ahorros".
Wang
me explicó que las escuelas públicas de Formosa son gratuitas hasta el noveno
año, y que los estudiantes interesados en continuar hasta terminar el duodécimo
deben pagar una cuota mensual de poco menos de 14 dólares, suma que representa
un gran sacrificio para las familias con ingresos apenas suficientes para
subsistir. A estudiantes de este nivel otorgó Wang las primeras becas,
eligiendo a los que juzgaba más prometedores.
Colgó
de su carrito varios letreros que invitaban a la gente a donar desperdicios,
los cuales él vendía para ayudar a los estudiantes a fin de que "lleguen a
ser en lo futuro ciudadanos de provecho", según rezaban los letreros. Otro
aviso decía: "Su bondad no tiene límites"; y el lema fue realizándose
cada vez más, a medida que cundía la fama de las obras generosas de Wang. La
gente aguardaba su paso por las calles y reservaba ciertos objetos
especialmente para él.
Hoy,
cerca de 50 empresas de Taipeh regalan al ropavejero sus desperdicios de papel.
Además, muchos hombres de negocios (y esto a Wang le importa más), movidos por
su ejemplo, empezaron a pagar becas a estudiantes pobres. "Gran parte de
mi propósito", me confesó, "consiste en hacer que otras personas
comprendan que también ellas pueden ayudar".
En
1961 donó su primera colección de Las cinco virtudes clásicas de Confucio a la
escuela preparatoria Renwen de Taipeh, en el distrito de Yunlin, y desde
entonces acostumbra regalar libros. Por conducto del Consejo Nacional para el
Renacimiento Cultural Chino, envió 34 obras a la colonia china de Montreal
(Canadá); obsequió 87 volúmenes de los clásicos chinos a cierta escuela de
Uruguay; y en 1973 entregó textos de historia, diccionarios y obras clásicas
por valor de 262 dólares al Departamento de Estudios Asiáticos de la Universidad
de Saint John, de Nueva York.
Cuando lo entrevisté, Wang proyectaba un viaje
con fines filantrópicos al apartado archipiélago á\ los Pescadores, para
visitar a las tropas chinas destacadas allí y regalarles 315 dólares en libros
y 26 en semillas de melón, las cuales simbolizan la esperanza de tener una
descendencia numerosa.
"Claro
está que sigo interesado en ayudar a los estudiantes pobres", me explicó,
"pero ahora que otras muchas personas conceden becas, quisiera dedicar más
tiempo y dinero a difundir lo selecto de la cultura china. Me gustaría fundar
una beca especial para quienes se propongan investigar nuestra literatura
clásica".
Wang
obtiene de 120 a 131 dólares mensuales, y gasta por lo menos la mitad en
libros. "No siempre puedo pagar al contado", me dice, "así que
en ocasiones los adquiero a plazos. No creo en el ahorro. ¿Por qué habría de
economizar? Conservo aún mis energías, y quien tenga suficiente decisión puede
trabajar y lograr el éxito". Se niega a aceptar descuentos en el precio de
los libros que adquiere, pues, según él, eso disminuiría su valor.
El
alcalde de Taipeh le premió, en 1967, con una copa de plata en reconocimiento
por su aportación a la sociedad y a la educación; también recibió el título
honorífico "Amigo del Ateneo Conmemorativo de Sun Yat-sen", por sus
donaciones de libros. La prensa local e Internacional ha publicado varios artículos
acerca del ropavejero, y también lo han entrevistado en la televisión. De las
paredes de su habitación cuelgan, enmarcadas, algunas de las muchas cartas que
ha recibido de todo el mundo, y en que I' expresan gratitud y admiración MU su
labor.
Wang rechazó la
ayuda económica que una sociedad extranjera le ofrecía, pues deseaba que todo
el dinero que destinara a su obra procediera exclusivamente de su trabajo
personal. Asimismo, desechó la recomendación de que instalara un motor en su
carretón para librarse de la necesidad de pedalear.
"Si siguiera
ese consejo", manifestó con sencillez, "mi trabajo no me daría igual
satisfacción. Perdería significado si dejara de valerme de mis propias
fuerzas". A los ojos de Wang Kuanying, la caridad incluye algo de
sacrificio personal.
Hace poco, sin
embargo, abandonó su acostumbrado método filantrópico al aceptar ayuda
económica para convertir en realidad el plan ansiosamente acariciado de fundar
en su vecindad una biblioteca para estudiantes de enseñanza media y
universitaria. El Club de Leones, por ejemplo, aportó una cantidad
considerable. El gobierno le proporcionó sin costo un salón en una unidad
habitacional. Allí inauguró la biblioteca en enero de 1977.
Le preguntaron una
vez el secreto de su salud y de su felicidad. El ropavejero sonrió y repuso:
"Si no goza uno de paz interior, así viva en una mansión lujosa y coma los
más exquisitos manjares, no podrá tener salud. La caridad alimenta al corazón
y, cuando el corazón es feliz, la salud viene como consecuencia natural".
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