REGLA
DE TRES
CHAMICO
[1]
(De: Cuentos de Cabecera)
Como todo padre consciente, acostumbro a
vigilar los estudios de mis hijos. Lo hago desde cierta distancia y encerrado
en lo que los grandes novelistas llaman un impenetrable mutismo. Esta actitud
mía no responde a exigencias de mi temperamento, que muy otras son ellas, sino
a que mis hijos me lo pidieron con los ojos llenos de lágrimas y la libreta de
clasificaciones llena de insuficientes; mi esposa con amenazas de divorcio en
México y el juez de menores con un exhorto u otro documento por el estilo.
Confieso que esta situación no me contraría
mucho, pues como no salgo de noche desde que aumentaron los precios de las
consumiciones en los cafés, ayudar a mis hijitos a hacer sus deberes era para
mí no sólo ocasión de grato esparcimiento, sino también un saludable ejercicio
mental. Pero no quiero culpar a nadie: mis hijos están influenciados por los
malos sistemas pedagógicos en vigencia, mi esposa por el cinematógrafo,
donde se demuestra que los matrimonios no empiezan a llevarse bien hasta
después del divorcio, y el
juez debía estar influenciado por los códigos y latines del ramo.
Las cosas ocurrieron así.
En los tiempos en que gozaba de libertad y
podía ofrecer a los ángeles, que sin duda nos contemplaban enternecidos, el
cuadro de una cabeza surcada ya por venerables hebras de plata junto a dos
cabecitas castañas y rizadas, que a la luz de la lámpara y de la inteligencia
buscaban la solución del mismo problema, se presentó éste: si un albañil
trabajando seis horas levanta un metro de pared, ¿cuántos metros levantarán
tres albañiles en el mismo tiempo?
— ¡Tres metros! —gritó uno de mis hijos.
El otro se quedó chupando el lápiz, a ver
qué decía yo. Yo dije: —Eso es una perogrullada, Poncianito.
— ¿Cómo? —inquirió mi mujer, que siempre
está ojo avizor y oído alerta.
—Naturalmente, querida. Es absurdo suponer
que el Estado gasta tantos millones en la instrucción pública, que el
magisterio es considerado como un sacerdocio, que Domingo Faustino Sarmiento
iba a la escuela en los días de lluvia, que yo mismo trabajo horas extras para
comprar libros y guardapolvos, que tú te desvelas planchándolos y que estos
ángeles, en lugar de correr y brincar por la plaza, pasen toda la mañana
amarrados al duro banco escolar para que se les pregunte semejante pavada que
todo el mundo sabe. ¡No vamos a caer en la tontería de responder de qué color
era el caballo blanco de Napoleón!... Quizá la respuesta de Poncianito
estuviera bien en los tiempos del rey que rabió, pero hoy en día es necesario
ahondar más, sutilizar más... ¡No olvides que vivimos en los tiempos de Freud y
de Einstein, qué diablos!
—A ver cómo lo resolverías tú —dijo mi
mujer, poniéndose de codos en la mesa y fijando en mí la mirada de las cuentas
de fin de mes.
—Razonemos. Un albañil que trabaja solo, en
un lugar desagradable como es una casa en construcción, pronto es invadido por
la tristeza; el desaliento de pensar que tiene tanto trabajo para él solo por
delante lo vence. Su mano cae floja y sin vigor; se enturbian sus ojos por los
recuerdos del pasado que asaltan al hombre que está solo. Es presumible que
interrumpa su trabajo con frecuencia para secarse una lágrima con el dorso de
la mano y suspirar. Quizá el crup le arrebató un hijo; quizá un golpe de mar a
su tierna esposa, allá, en la bella Italia... ¡Pero no lloren, que es un
suponer!... Bien, en esas condiciones el trabajo es malo. Pero imaginemos a
tres albañiles jóvenes, robustos, llenos de optimismo y de fundadas esperanzas de hacer la América.
Se alientan con alegres canciones en que exaltan las dichas del trabajo
honesto; se estimulan mutuamente con gritos de ¡forza!, si son italianos; ¡duro
y a la cabeza! si son españoles; ¡hurra!
si pertenecen a la rubia Albión.
En
este último caso lo más seguro es que cambien apuestas a quién hace más pared.
Además se pueden prestar ayuda alcanzándose el balde, prestándose argamasa,
dándose la mano gentilmente para subir al andamio. Tontos serían si no
aprovecharan condiciones tan favorables para hacerse, por lo menos, dos metros
de pared cada uno y aun les sobraría tiempo para jugar un partido de bochas.
Aquella noche vencieron la elocuencia y el
buen sentido y mi hijo escribió: Si un albañil hace un metro de pared por día
llorando, tres albañiles harán seis metros cantando y jugando a las bochas.
Por poco tiempo pude ayudar a mis hijos de
esa manera, pues intervino la incomprensión de la directora, que arrastró a
todos en su caída hacia la vulgaridad de un mundo que cree más en la potencia de
los números que en la del alma.
[i] Seudónimo de Conrado Nalé Roxlo Argentino (1898 -1971). Obras: El
grillo; Claro desvelo; De otro cielo (en verso); Cuentos de cabecera; Antología
apócrifa; Mi pueblo; Una viuda difícil (en prosa)
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