domingo, 17 de noviembre de 2013

El diálogo imperceptible.



Último lunes tras las eras del estío.
Ayer tan distinto a hoy. Simplemente ayer, no los viejos tiempos, ayer, doce horas
Los insectos crisparon al aire envejecido sobre un melenón de montañas, dolorosas, ardientes.
No obstante, a la sombra que puede brindar un arbusto, todo era tan grande como para acunar la vida.

Solo y el niño.

Instintivamente aferrados al equilibrio de a lo que no perecen.
El lenguaje de las cosas satisface el mejor de los proyectos.
El viejo, afirma, sus postreros días constan solo de derechos.
Últimos minutos.
El condenado de la 73, encuentra en tanta gestación de luz respuesta al ansia vital.

El viejo, abandonado a su itinerario sin regreso, respira libertad, permanencia… muere.
El niño, ante esplendor similar investiga, disfruta, se bifurca, no se amodorra... vive.
Avanzar.
Contra la muerte, inexplicable... ¿distante aun?… siempre latente.

El viejo no corre opuesto a la muerte visible… la acaricia en cada jornal.

El muchacho no se detiene, ni escucha.; vocifera contra el silencio… huye.
El viejo pausa, observa.

Inesperadamente, entre ambos, el diálogo siempre estuvo.

Fragor de juventud, lo hizo imperceptible.

El olvido.


El destierro lo pare cuando en el primer hálito aspira  el aroma que no abandonará nunca: elixir titilando en las glicinas y el mirto, la vida.
Nacer  le negó el derecho al homicidio. Al iniciar su sendero impúber,  vacilando entre bejucos y breñas,  mordió la corteza del paraíso y la sangre negada germinó verde en su tuétano.

El almendro, despertador de la primavera --“Yo soy tu padre”--confesó- “Nútrete de mí, tu madre, aunque  moro en el valle  torrencial, áspera y negra--le aseguró la acacia seyal  enredándose en sí misma - embriagaré tu cabeza con mil filigranas amarillas”.
Y desde  el Árbol Macizo del Llanto, gemido y soledad primerizos desbordaron en aguaceros  por vertientes, arroyuelos, aguadas, ríos y bañados para fugarse hacia las profundidades acuosas del mar, porque lo supo:  de allí, no retornarían jamás.   

Envejecido, empachado en años, a la lumbre de trozos chispeantes del nogal pondera la lluvia donde la cabaña ofrenda su virginidad una noche más. Solo, y no está solo; el agua contra el tejado lo arrulla en su seno matronal porque el viejo, apenas él, un niño, interpreta esa locución invariable, monótona y aferra un recodo  en la conversación de la foresta y el aguacero que no sacia. En tanto, el pequeño gusano, inmutable, se renueva en odas al morder el humus oloroso a piedad.
El viejo y su caballo ingresan, libres de temor y angustia en la sombría congregación anegada en promesas de lodo.  Conoce cada columna de vetustos lapachos en que se apea el infinito, allí  donde la sabia se nutre dibujando huidizas carreteras con tizas azules y violetas de relámpagos,  sincopando con el mugido abismal que no inmuta a las luciérnagas. Allí el viejo , larga capa oscura e impermeable,  se divierte. Quizás una centella, rodando por los alambrados, lo vierta a él y a su caballo como jarro  de lava para coronar en simiente fértil ,su amada lejanía.
Ellos eran nada más y nada menos que dos gotas descendiendo por las avenidas ventrales y del bejuco morocho…, hilvanadas en los helechos… dos topacios por caer desde el extremo de la sacha temblorosa. Así, ambos riendo, forasteros en su única  verdad, habrían comprobado que al pisotear charcos de rutina, descendían por senderos de estrellas, alborotando astros y reorganizando planetas, para rediseñar el universo en cada oscilación del agua… y por un momentito como si fueran dioses, habrían readaptado la vida, reajustado el caos, padre-hijo bajo el diluvio de febrero.
Los relámpagos se derivaron hacia el sur languideciendo en estertores su esplendor. Enmudecido el trueno, el chasquido de la lluvia se adormeció en arpegios  para silenciar la selva.

De regreso desensilló al potro, palmeó el anca y éste se deslizó hacia su corral bajo la enramada de higueras y se volvió a mirarlo con algo en los ojos.
El hombre entró. Aun dominaba la tibieza. Él olía a campanillas de uchucho  y aleñas como cuando regresara de entre las viñas del Barreal.  Ocupó su sillón rústico. Se habían arriesgado en la tempestad, azuzados por la maraña tenebrosa de sed en el espíritu de ambos. ¿Por qué razón? ¿Era necesario alguna?  ¿Qué hacía él allí en un recoveco del mundo? ¿De dónde provenía? Solo había una extensa llanura atinada por el sol del atardecer, un caballo joven. Después estuvieron las zonas marginales de la tierra, las elevadísimas cordilleras agarrotadas de nieve y el frígido viento rejuveneciéndole el rostro. Luego recuerdos entumecidos en su memoria  que se estremecían, como un pierrot enmascarado con risa amarga, en cuyas manos todo estaba escrito, pero las alongadas  mangas en un nudo a la espalda le impedían leer lo escrito en las manos que se debatían impotentes. Y entre aquellos y esta lluvia, desde un elevado peñasco se dilataba hacia atrás un valle desierto y amortajado bajo un infranqueable nubarrón.
Pensó en el rayo, en el caballo, en sí mismo. Una sonrisa deambuló en la comisura de los labios. No hay nada comparable al coloquio entre la lluvia y la noche frente a los pájaros que se niegan a dormir porque el silencio no es mística ni miedo. El alguacil  o  la urraca cuatrera  e infalible no huyen del tiempo, tampoco el gorrión tiene conciencia de la antimateria ni le amilana. Ni el gallinazo o la lechuza, que ahora auscultando, desde la ojiva de cebil moro filosofan sobre los miedos, la memoria, la muerte ni la nada.
El caballo, esta noche tampoco recuerda su stud   burgués, ni le interesa si mañana el viejo le servirá avena en un balde de pino del cerro o simplemente le arrojará al azar la  manzana furtiva, aunque los troncos del cortijo no le impiden seguir mirando a su viejo con algo en los ojos. Al fin su amo, que ni es su amo,  bajo el torrente del aguacero comprendió cuánto su lucha forzada derivó en la esperanza. La lidia atroz entre tempestad y selva le retornó al comienzo… al comienzo del mirto y las glicinas.
A causa de la oscuridad en su vaivén  de madera, atizó el ascua hasta que el nogal, hombre de valor,  retomó su energía vital trocando la cabañuela en una vanidosa granada purpúrea. Se reacomodó. Extendió sobre sus manos, húmedas y temblorosas el libro de costumbre,  el obligado. No puede explicarlo. Lee en él cada vigilia pero ahora toda hoja es de una albura infinita. Estremece cada página en busca de algo, un sobresalto en su destino. Nada, de tanto blanca. ¿Qué está sucediendo? Sólo en el borde izquierdo, en la última hoja percibe de revés una leyenda:
“Estas son las palabras:”
Comprendió. Tomó la pluma. Escribió las cuatro palabras y reinició.

Lo inserto en la mirada del caballo se fue extinguiendo y con ello… el olvido.