El destierro lo pare cuando en el primer hálito aspira el aroma que no abandonará nunca: elixir
titilando en las glicinas y el mirto, la vida.
Nacer le negó el derecho al
homicidio. Al iniciar su sendero impúber, vacilando entre bejucos y breñas, mordió la corteza del paraíso y la sangre
negada germinó verde en su tuétano.
El almendro, despertador de la primavera --“Yo soy tu padre”--confesó- “Nútrete de mí, tu madre, aunque moro en el valle torrencial, áspera y
negra--le aseguró la acacia seyal enredándose en sí misma - embriagaré tu cabeza
con mil filigranas amarillas”.
Y desde
el Árbol Macizo del Llanto, gemido y soledad primerizos desbordaron en aguaceros por vertientes, arroyuelos, aguadas, ríos y bañados
para fugarse hacia las profundidades acuosas del mar, porque lo supo: de allí, no retornarían jamás.
Envejecido, empachado en años, a la lumbre de trozos chispeantes del
nogal pondera la lluvia donde la cabaña ofrenda su virginidad una noche más.
Solo, y no está solo; el agua contra el tejado lo arrulla en su seno matronal
porque el viejo, apenas él, un niño, interpreta esa locución invariable,
monótona y aferra un recodo en la
conversación de la foresta y el aguacero que no sacia. En tanto, el pequeño
gusano, inmutable, se renueva en odas al morder el humus oloroso a piedad.
El viejo y su caballo ingresan, libres de temor y angustia en la
sombría congregación anegada en promesas de lodo. Conoce cada columna de vetustos lapachos en
que se apea el infinito, allí donde la sabia
se nutre dibujando huidizas carreteras con tizas azules y violetas de
relámpagos, sincopando con el mugido abismal
que no inmuta a las luciérnagas. Allí el viejo , larga capa oscura e
impermeable, se divierte. Quizás una
centella, rodando por los alambrados, lo vierta a él y a su caballo como jarro de lava para coronar en simiente fértil ,su
amada lejanía.
Ellos eran nada más y nada menos que dos gotas descendiendo por las avenidas
ventrales y del bejuco morocho…, hilvanadas en los helechos… dos topacios por
caer desde el extremo de la sacha temblorosa. Así, ambos riendo, forasteros en
su única verdad, habrían comprobado que
al pisotear charcos de rutina, descendían por senderos de estrellas, alborotando
astros y reorganizando planetas, para rediseñar el universo en cada oscilación
del agua… y por un momentito como si fueran dioses, habrían readaptado la vida,
reajustado el caos, padre-hijo bajo el diluvio de febrero.
Los relámpagos se derivaron hacia el sur languideciendo en estertores su
esplendor. Enmudecido el trueno, el chasquido de la lluvia se adormeció en arpegios
para silenciar la selva.
De regreso desensilló al potro, palmeó el anca y éste se deslizó hacia
su corral bajo la enramada de higueras y se volvió a mirarlo con algo en los
ojos.
El hombre entró. Aun dominaba la tibieza. Él olía a campanillas de uchucho y aleñas como cuando regresara de entre las
viñas del Barreal. Ocupó su sillón
rústico. Se habían arriesgado en la tempestad, azuzados por la maraña tenebrosa
de sed en el espíritu de ambos. ¿Por qué razón? ¿Era necesario alguna? ¿Qué hacía él allí en un recoveco del mundo?
¿De dónde provenía? Solo había una extensa llanura atinada por el sol del
atardecer, un caballo joven. Después estuvieron las zonas marginales de la
tierra, las elevadísimas cordilleras agarrotadas de nieve y el frígido viento
rejuveneciéndole el rostro. Luego recuerdos entumecidos en su memoria que se estremecían, como un pierrot
enmascarado con risa amarga, en cuyas manos todo estaba escrito, pero las alongadas
mangas en un nudo a la espalda le
impedían leer lo escrito en las manos que se debatían impotentes. Y entre aquellos
y esta lluvia, desde un elevado peñasco se dilataba hacia atrás un valle
desierto y amortajado bajo un infranqueable nubarrón.
Pensó en el rayo, en el caballo, en sí mismo. Una sonrisa deambuló en
la comisura de los labios. No hay nada comparable al coloquio entre la lluvia y
la noche frente a los pájaros que se niegan a dormir porque el silencio no es
mística ni miedo. El alguacil o la urraca cuatrera e infalible no huyen del tiempo, tampoco el
gorrión tiene conciencia de la antimateria ni le amilana. Ni el gallinazo o la
lechuza, que ahora auscultando, desde la ojiva de cebil moro filosofan sobre
los miedos, la memoria, la muerte ni la nada.
El caballo, esta noche tampoco recuerda su stud burgués, ni le interesa si mañana el viejo le
servirá avena en un balde de pino del cerro o simplemente le arrojará al azar la
manzana furtiva, aunque los troncos del
cortijo no le impiden seguir mirando a su viejo con algo en los ojos. Al fin su
amo, que ni es su amo, bajo el torrente
del aguacero comprendió cuánto su lucha forzada derivó en la esperanza. La lidia
atroz entre tempestad y selva le retornó al comienzo… al comienzo del mirto y
las glicinas.
A causa de la oscuridad en su vaivén de madera, atizó el ascua hasta que el nogal, hombre
de valor, retomó su energía vital trocando la cabañuela
en una vanidosa granada purpúrea. Se reacomodó. Extendió sobre sus manos, húmedas
y temblorosas el libro de costumbre, el obligado.
No puede explicarlo. Lee en él cada vigilia pero ahora toda hoja es de una albura
infinita. Estremece cada página en busca de algo, un sobresalto en su destino.
Nada, de tanto blanca. ¿Qué está sucediendo? Sólo en el borde izquierdo, en la
última hoja percibe de revés una leyenda:
“Estas son las palabras:”
Comprendió. Tomó la
pluma. Escribió las cuatro palabras y reinició.
Lo inserto en la
mirada del caballo se fue extinguiendo y con ello… el olvido.