sábado, 9 de abril de 2016

TENGO UNA SOLA MANO... NO ME SIENTO DIFERENTE

Tengo una sola mano... no me siento diferente


(Por Jules Zanetti)

El 22 de marzo de 1968, Jules Zanetti perdió la mano derecha en un accidente de helicóptero en una planta móvil para perforaciones submarinas de petróleo en el estrecho de Bass. Había ido a un recorrido de inspección con un grupo de periodistas. El helicóptero que los regresaría a Sale, en Victoria (Australia), se estrelló contra la plataforma de la planta matando a cuatro de los periodistas que lo esperaban y mutilando a otros dos.
Con valor y sentido del humor, el periodista Zanetti nos cuenta cómo se enfrenta a los retos de la vida diaria.

No obstante el genio de hombres como Beato y Thomson, sólo unos cuantos —si no es que ninguno— comprendieron a fondo lo que veían o fotografiaban. En palabras del periodista norteamericano Upton Cióse: "Un bárbaro blanco puede estar en el mundo chino, pero nunca se integrará; podrá convertirse en espectador, pero jamás pasará de ser un utensilio de la astuta y refinada mente china".
Con todo, esos espectadores del siglo XIX nos han legado la visión permanente de una cultura antigua. Tan sorprendentes imágenes encierran la maravilla y la complejidad, de la vasta y variada herencia china.
ALREDEDOR de marzo de 1977 tuve un sueño muy extraño. ..Estaba parado en una calle conversando con un amigo y, mientras hablábamos, miré atrás de él y vi el reflejo de mi cuerpo en el escaparate  de  una  tienda. Tenía puesto un traje oscuro y llevaba un maletín en la mano izquierda. Mi brazo derecho colgaba a mi costado, y la manga del saco estaba vacía desde el codo.
Me desperté con una sensación de júbilo. Habían pasado nueve años desde que había perdido mi mano, y durante todo ese tiempo siempre había aparecido en mis sueños con dos manos. Ahora mi subconsciente aceptaba finalmente la realidad. Por primera vez me había visto a mí mismo en un sueño, como me veía todos los días.
Aceptar una incapacidad repentina y permanente es mucho más fácil de lograr en la vida consciente que en nuestros sueños, o por lo menos así fue para mí. Toma tiempo reconciliarse con la idea de que la pérdida de un miembro es irrevocable. Al subconsciente le cuesta aceptar que un muñón no originará una nueva muñeca, una nueva mano. En la mañana un cuerpo desproporcionado y desnudo te mira desde el espejo del baño. Hay un momento de sorpresa, después la comprensión: "Ah sí, este soy yo. Sólo tengo una mano".
Si ha sido difícil para mi sub-consciente aceptar lo obvio, para la demás gente parece ser mucho más difícil, pues reaccionan con una mezcla de curiosidad, compasión, turbación y horror cuando se enfrentan por primera vez a mi manga vacía.
Cuando asistí con mi esposa a nuestro primer compromiso social después del accidente, nuestro anfitrión, un ex piloto, me recibió jovialmente: "¿Volando con una sola ala, eh?" Aprecié la ligereza, y respondí que al menos mi equipo de aterrizaje estaba intacto y que tenía mucho combustible en los tanques.
En ese tiempo mi muñón estaba envuelto en unos vendajes voluminosos. Después de unas cuantas mi-radas un invitado aventuró:
—Eh, me estaba preguntando... hum... ¿dónde exactamente?
Hice un movimiento cortante con la mano izquierda en un punto cerca de doce centímetros bajo mi codo derecho.
—Aquí aproximadamente —le dije, y pareció que le quitaban un peso de encima cuando expliqué sin turbación mi fastidioso problema.
Otra invitada preguntó: "¿Duele mucho?" y yo le aseguré que el dolor era tremendo. No solamente tenía perturbadores dolores imaginarios, sino que, aunque menos fuerte, también sentía una comezón imaginaria; la única manera de aliviarla era rascarme en el aire el lugar donde antes había estado mi mano derecha.
Otra persona preguntó qué era lo que más extrañaba, y contesté lo primero que se me vino a la cabeza:
—No ser capaz nunca de tocar el piano.
Hubo un silencio momentáneo.
—Oh —replicó tristemente—. ¿Entonces usted tocaba el piano?
—Bueno, no —confesé—, pero ahora nunca lo podré hacer.
En realidad contar con una sola mano tiene sus problemas, pero no son los graves traumas sicológicos que casi toda la gente imagina. Son los pequeños problemas de la vida diaria. No me puedo cortar las uñas de la mano, o abotonarme el puño izquierdo de la camisa ni arremangarme esa manga. Lo demás no es imposible pero sí frustrantemente difícil.
Trate de hacer lo siguiente con su mano izquierda, si usted es diestro: insertar un sujetapapeles en un fajo de hojas; amarrarse los cordones de los zapatos o el cordón del pijama; manipular un abrelatas; leer un periódico de hojas grandes en el tren; escribir detalles en los últimos talones de una chequera.
El momento en que me di cuenta que la vida en casa nunca sería la misma fue cuando mi esposa me pidió que colgara un cuadro. Coloqué el clavo, me estiré por el martillo y comencé a comprender la ' realidad.
—Margaret —la llamé—, tú tendrás que sostener el clavo mientras yo le pego.
Es una mujer práctica, por lo que respondió:
—Tú sostén el clavo, y yo le pego.
Ella ha estado usando el martillo desde entonces. También se ha vuelto experta en arreglar fusibles y cambiar los grifos usados.
Algunos deportes y pasatiempos se han vuelto difíciles aunque no imposibles, debido a la ausencia de una "mano. He desarrollado una técnica para jugar carambola y billar con mi garfio protésico, aunque el toque, con el que antes gané trofeos de poca importancia, lo he perdido para siempre. Jugar al tenis es otra cosa. Todavía me falta dominar el arte de tirar una bola al aire y servir, todo con una mano y a la vez.
Pescar en la playa es un verdadero reto. Se puede preparar el anzuelo con una mano. Pescar al pez no es más difícil de lo que siempre fue. Pero enrollar el hilo resulta otro asunto, pues es, después de todo, una operación en la que una mano va sobre la otra. Yo he desarrollado una técnica sencilla. Al atrapar al pez empiezo a correr hacia las dunas. Probablemente esto haya ayudado a mi condición física, pero, ¿ha tratado usted, alguna vez de separar del anzuelo a un pez ondulante y resbaloso sirviéndose de una sola mano?
Soy un ávido jugador de cartas, y nunca estoy más consciente de mi impedimento que cuando participo en una difícil partida de póquer con mis camaradas. Ponerse las cartas en el regazo, debajo de la mesa, no es aceptado. La alternativa es moverlas torpemente y con disimulo sobre la mesa. ¿'Barajar y repartirlas? Paso, amigo.
Algunas veces me pregunto si habría tomado una actitud menos casual en lo que respecta a la pérdida de mi mano derecha, si las circunstancias de la pérdida hubieran sido diferentes. Pero durante el primer momento de comprensión, en el que me di cuenta que había sobrevivido al accidente, me dije una y otra vez: "Qué suerte tan increíble tuviste, Zanetti". Nunca he dejado de sentirme así.
Durante las semanas y meses que siguieron, estuve abrumado por la gentileza que me demostró el personal médico, la familia y los amigos, y los lectores de mi columna diaria en el periódico. Lo que es más, la ayuda y la comprensión de Margaret me levantaban constantemente la moral. Su ánimo, junto con mi sentido innato de lo ridículo, me hicieron posible aceptarme como soy: un hombre sin una mano.
Pude haber tenido una mano derecha nueva, pero me opuse a la perspectiva de usar una falsa, cubierta de plástico en un tono que correspondería exactamente al de mi piel. Pensé que, estrechar la mano con eso sería como deslizarle un pescado frío y blando a una víctima confiada.
En vez de eso, doy la mano con la izquierda y uso un garfio común de metal con dos puntas, que va unido a mi hombro a través de la espalda. La acción de abrir y cerrar las puntas del garfio se logra flexionando los músculos de mi hombro, lo que pone en tensión un cable, parecido al mecanismo de los frenos de una bicicleta. Como periodista encuentro que el dispositivo tiene una Utilidad limitada para mi trabajo por lo que casi nunca lo utilizo. Sin embargo, uso el garfio para escribir a máquina; pulso el teclado del lado derecho con un pedazo de goma de borrar insertada en el garfio.
Los garfios también son útiles para comer. Sostienen el cuchillo firmemente, por lo que cortar la carne no presenta mucha dificultad. Pueden sostener un vaso con eficacia, aunque los que son completamente lisos tienen la desconcertante tendencia a resbalarse y estrellarse contra el piso. También son prácticos para atarse los cordones de los zapatos, así como para remover un ratón muerto de una trampa. Son excelentes para abrir las cartas. Y a mí me gusta usar el mío cuando tengo una entrevista difícil con el gerente de mi banco o con un recaudador de impuestos.
Una mañana me olvidé completamente de mí mismo, y le pellizqué el trasero a mi esposa con mi garfio al salir ella de la ducha. Cuando el frío acero se cerró sobre su piel, saltó convulsivamente. Debido a esto, mi garfio ha sido proscrito del tocador para siempre.
Los garfios también se extravían con mucha facilidad. En cierta ocasión, puse el mío, sin darme cuenta, en un archivador y tardé días en encontrarlo. "¿Alguien ha visto mi mano?" se escucha constantemente en nuestra casa.
¿Soy una persona diferente porque perdí la mano? Yo en realidad no sé cómo me juzgan los demás. Pero el sueño que tuve en marzo de 1977, y que ha vuelto a presentarse, me da la seguridad de que soy solamente otro hombre de mediana edad, con una esposa y cuatro hijos, un viejo automóvil y una hipoteca. Y aunque estas características puede que no reflejen la esencia de mi ser, ya tampoco lo hace la ausencia de una mano.


EL ÚLTIMO ROMÁTICO: F. Scott Fitzgerald

Persiguió quimeras y supo expresar como nadie la euforia y ms decepciones de la época norteamericana del jazz. Hoy su clara prosa y la índole obsesiva de su vida ejercen poderosa atracción en muchos.

El último romántico: F. Scott Fitzgerald


Por John Reddy

CUANDO F. Scott Fitzgerald murió en Hollywood, en J1940, la noticia causó gran sorpresa, pues muchos creían que había fallecido hacía años. Atormentado por las enfermedades, el alcoholismo, la tragedia, vivía en la oscuridad y ya casi no se recordaban sus libros. Sin embargo, actualmente ha resurgido en forma extraordinaria el interés por este escritor, que fue el cronista, y en muchos aspectos la encarnación del período que él denominó "la edad del jazz". Se espera que este año se Vendan casi un millón de ejemplares de sus obras en los Estados Unidos solamente. Una película basada en The Great Gatsby ("El gran Gatsby"), su novela más conocida, ha tenido la mayor popularidad de Hollywood; está en rodaje otra sobre The Last Tycoon ("El último magnate"), libro póstumo que dejó inconcluso, y aproximadamente 37 millones de personas vieron en enero de este año un programa especial de televisión de dos horas: F. Scott Fitzgerald y la última de las bellas.
¿Por qué tanto ruido por un escritor tan relegado en sus últimos años? Y en una época que tiene a gala "decir las cosas tal como son", ¿a qué se debe tal interés por un autor romántico que escribió acerca de gente rica y hermosa que vivía sus propios sueños de esplendor? Acaso la razón sea que Fitzgerald supo retratar con lirismo una época sencilla y alegre, y personificarla vívidamente. Como dijo de Jay Gatsby, él mismo poseía "una pro funda sensibilidad ante la vida". "Parecía proyectar siempre acontecimientos felices; libros que leer, lugares adonde ir", declaró su esposa Zelda después de su muerte. Fitzgerald sentía que todo momento era de valor inapreciable. Fue un enamorado de la vida, incluso cuando ésta lo traicionaba o cuando él la empañaba.
El término "héroe fitzgeraldiano" ha llegado a representar una figura de romántico fulgor que poseía el atractivo encanto juvenil de su creador. Todos sus héroes reflejaban, al menos en parte, su propia personalidad. "A veces no sé si Zelda y yo somos reales o personajes de una de mis novelas", comentó cuando empezaba a sonreír le el éxito. "No tratamos de vivir a la segura", manifestaban ambos esposos. "Desde que nos casamos decidimos no tener nunca miedo".
Ascenso fulminante. Fitzgerald fue sumamente precoz. En 1908, cuando tenía 12 años y vivía en Saint Paul (Minnesota), escribió un cuento policiaco, organizó un grupo teatral con sus amigos y ya se había enamorado. En Princeton, el joven estudiante de pelo ondulado, ojos verdes y finas facciones, gozaba de gran popularidad. "Carecía yo de las dos cosas más importantes: gran magnetismo animal y dinero", escribiría años después, "pero poseía dos secundarias: era bien parecido e inteligente. Por eso siempre conquistaba a la muchacha más bonita".
Se encontraba a sus anchas en la Universidad de Princeton, pero tuvo que dejarla en el tercer año, por haber contraído paludismo. Cuando los Estados Unidos entraron en la primera guerra mundial ya estaba lo bastante restablecido para engancharse en el ejército. Enviado como recluta al Campo Sheridan, cerca de Montgomery (Alabama), en esa ciudad conoció a Zelda Sayre, impulsiva belleza rubia de 17 años de edad a la que cortejó apasionadamente.
El turbulento galanteo se interrumpió cuando el destacamento de Scott recibió la orden de ir a Europa, pero la guerra terminó exactamente en el momento en que éste se disponía a embarcarse para Francia. Ya licenciado, fue a Nueva York   va York con el propósito de ganar suficiente dinero para casarse con Zelda. Se empleó en una agencia de publicidad y escribía cuentos (produjo 19 en tres meses), además de fervorosas cartas a Zelda. Desgraciadamente los cuentos le eran devueltos tan rápidamente como él los enviaba, y pronto su triste apartamento se vio adornado por guirnaldas hechas con más de 100 tarjetas de rechazos.
Descorazonado, renunció a su empleo y, tras furibundas francachelas, regresó a Saint Paul para terminar una novela en la cual había trabajado desde sus días de universitario. En 1920 publicó This Side of Paradise ("Este lado del Paraíso") que obtuvo éxito inmediato. Se consideró a Fitzgerald, que entonces sólo tenía 23 años, el vocero de la era del jazz, y las revistas se disputaban la publicación de sus cuentos.
El sueño realizado. Fitzgerald y Zelda se casaron y fueron a vivir a Nueva York. En su luna de miel dieron vueltas durante media luna en la puerta giratoria del hotel) como demostración de entusiasmo y alegría. Todo el país se regocijaba por la terminación de la guerra, y el alza de los valores en la Bolsa; las mujeres se dejaban crecer la melena, bebían ginebra hecha en casa y bailaban el Charleston. "Los Estados Unidos iniciaban la juerga mayor y más alocada de la historia", escribió Fitzgerald, "y habría mucho que contar de ella". Él y Zelda participaron en esa juerga con atolondrado deleite; formaban una pareja despampanante.
Ningún cuidado ensombrecía aquella alegría desenfrenada. Bebían champaña, se sentaban en los techos de los taxis y se bañaban en la fuente frente al Hotel Plaza neoyorquino. En una ocasión asistieron a una fiesta, ella en camisón y él en pijama. Parecían estar enamorados de la opulencia. ("Los millonarios son diferentes de usted y de mí", comenzaba un cuento de Scott. A lo que comentó Hemingway, sardónico: "Así es: tienen más dinero".)
Scott y Zelda fueron a Europa y vagaron por el continente como gitanos, mientras él trasformaba casi todo cuanto veían o hacían en una prosa cada vez más gustada. Zelda estudiaba ballet, pintaba y escribía también vividos cuentos. Scott trabajaba y se divertía sucesivamente en tremendos arrebatos. Compuso un buen cuento en 21 horas de labor ininterrumpida. Su deshilvanado género de vida creaba la ilusión de que sus obras surgían al conjuro de una misteriosa fórmula mágica. En realidad era un concienzudo artífice que corregía sin cesar. "Soy un obstinado", escribió a su editor, Maxwell Perkins. "Todo cuanto he logrado ha sido fruto de un largo y persistente bregar".
La pareja regresó a Saint Paul para que naciera allí su hija, llama» da Francés, a quien apodaron Scottie. Cuando Fitzgerald publicó su segunda novela, The Beautiful and the Damned ("Los hermosos y los Condenados"), la familia se instaló en Nueva York, compró un Rolls-Royce usado y alquiló en Long Island una casa donde dio fiestas rumbosas. Había un letrero fijado en la pared que expresaba la única norma de la casa: "Se suplica a los visitantes no derribar las puertas en busca de licor, aunque les hayan dado permiso los anfitriones". En medio de tanta frivolidad, Fitzgerald siguió escribiendo, decidido a ser un gran novelista. Logró su empeño en 1925, al publicar The Great Gatsby, cuyo héroe perseguía, como su creador, un fantástico sueño romántico: "Gatsby creía en el futuro que año tras año se aleja de nosotros. Entonces nos elude, pero no importa. Mañana correremos más de prisa, extenderemos más los brazos... Y una hermosa mañana ..."
Hubo críticas alborozadas y recibió cartas con cálidos elogios de escritores famosos como Gertrude Stein, H. L. Mencken y Willa Cather. T. S. Eliot saludó en Gatsby el primer paso hacia adelante que había dado la novela norteamericana desde Henry James. Y el editor Arnold Gingrich declaró: "Scott Fitzgerald extrae del idioma inglés tonos más hermosos y puros que los de cualquier otro escritor vivo".
Fitzgerald quedó justamente complacido. Antes de cumplir 30 años había sido objeto de la crítica que siempre creyó merecer. Pero también sabía reconocer con acierto y generosidad el mérito ajeno. Poco antes de publicar Gatsby lo presentaron con Ernest Hemingway, entonces desconocido, y escribió a su editor: "Deseo recomendarle a un joven llamado Ernest Hemingway; tiene ante sí un brillante futuro, pues posee auténtico talento". La casa Scribner ofreció al recomendado un contrato y Hemingway inició así su notable carrera.
Decadencia. En 1929 se hizo trizas la irisada burbuja de la buena suerte, tanto para los Estados Unidos como para Fitzgerald. La Bolsa se vino abajo, y la tragedia entró en la vida del novelista cuando Zelda sufrió un colapso nervioso y hubo que internarla en un hospital suizo. (Pasó el resto de su vida entrando en clínicas para enfermos mentales y saliendo de ellas; a la postre murió en el incendio de una de éstas.) Fitzgerald se puso a trabajar como un forzado para mantener a Zelda en los sanatorios y a Scottie en las mejores escuelas norteamericanas, pero se fue endeudando cada vez más.
Adoraba a Scottie y le escribía constantemente cuando estaban separados. En una página preparó una lista de recomendaciones: "Prescinde de la opinión de la gente. No te preocupes por el pasado. No te preocupes por el futuro. No te preocupes por el triunfo. No te preocupes por el fracaso, a menos que sea culpa tuya". Pero mientras daba estos consejos a su hija, su propia vida se enlodaba progresivamente. Fue a I [Hollywood para reverdecer viejos laureles, escribiendo para el cine; pero le indignó la costumbre de los estudios de corregir sus escritos sin ton ni son. "Me humilla ver cómo en una semana me anulan atolondradamente meses de concienzuda labor", escribió en una ocasión. "¿Acaso son infalibles los productores? Yo soy un buen escritor. ¡De veras!"
Scott empezó a perder las esperanzas de que Zelda sanara. "Nuestro amor fue único en un siglo", escribió. "Si ella se repusiera, me sentiría feliz de nuevo". Atormentado por las deudas, la depresión, el alcoholismo y el insomnio, sintetizó su angustia en una frase memorable: "En la noche realmente oscura del alma, siempre son las 3 de la madrugada". Su cuarta novela, Tender Is the Night, publicada en 1934, fue recibida con indiferencia, y finalmente Fitzgerald sufrió también una crisis nerviosa. Refugiado en el hotelucho de una población pequeña de Carolina del Norte, mejoró gradualmente y comenzó a escribir de nuevo. De regreso en Hollywood, trabajó algún tiempo en la película Lo que el viento se llevó, hasta que lo cesaron. Luego lo contrataron para colaborar con el escritor Budd Schulberg en la redacción de un argumento cinematográfico, pero poco después lo despidieron por borracho. "Yo tenía un magnífico talento", le dijo a Schulberg. "Era estupendo saber que aún no desaparecía del todo".
Escribía para las revistas cuentos que él mismo desdeñaba, generalmente sobre un escritor de guiones fracasado (esto era lo que él creía ser), para ganar tiempo mientras escribía otra "gran novela" cuyo título sería The Last Tycoon, inspirada en un productor cinematográfico de gran éxito. No cultivaba ninguna amistad, excepto la de Sheilah Graham, reportera de Hollywood de quien se había enamorado.
El juicio del tiempo. Por entonces Fitzgerald sufrió un ataque cardiaco, y dos de las principales revistas rechazaron los capítulos iniciales del nuevo libro. Pero él siguió escribiendo tenazmente, en la cama, con una tabla sobre las rodillas. "Hago solamente una página al día", confió a Schulberg, "pero es una página buena".
Fitzgerald consiguió dejar la bebida durante más de un año, pero su antes bello rostro estaba ya ceniciento. Un amigo suyo que lo vio entonces recordó las palabras de Robert Louis Stevenson: "Cuantos se proponen de todo corazón hacer una obra buena, la hacen, aunque quizá mueran antes de firmarla". Cuatro días antes de la Navidad de 1940 la muerte frustró sus esperanzas de terminar la novela. Tenía sólo 44 años.
No obstante todas sus vicisitudes, Fitzgerald es hoy reconocido como uno de los más grandes escritores de su país. Se le deben 160 cuentos, entre ellos algunos de los mejores de la literatura estadounidense, y terminó cuatro novelas. Cuando The Last Tycoon se publicó inconclusa después de su muerte, el poeta Stephen Vincent Benét escribió: "Ahora pueden quitarse ustedes el sombrero, señores, y creo que deben hacerlo. La de Fitzgerald no es una leyenda: es una reputación, y bien podría ser una de las reputaciones más sólidas de nuestro tiempo".
Scott había escrito en The Great Gatsby: "Después de la muerte de Gatsby, la costa oriental de los Estados Unidos me obsesionaba". Y a esta cualidad obsesionante de su vida, tanto como a su bien cimentada fama, parece obedecer la creciente atracción que Fitzgerald ejerce en la imaginación de tantos lectores. Admiramos su valiente espíritu que, aferrado a su ideal de excelencia, luchó sin cesar contra la adversidad.


VIAJE SIN RETORNO

VIAJE SIN RETORNO

La ignorada aldea de Taransay se extiende en la áspera y desolada ribera de las Hébridas Exteriores. Los escasos forasteros que la visitan recuerdan el acre olor a humo de turba en las colinas barridas por el viento; el gusto de su cerveza oscura y el parloteo sibilante de la lengua gaélica de los pastores y pescadores en los largos atardeceres, bajo los techos humosos de la taberna “La copita de Crofter”.
Objetos extraños tallados delicadamente en hueso banco, cuelgan de las vigas del techo o llenan los estantes: narvales, morsas, osos polares que desafían a hombres, y una manada de lobos árticos suspendidos en terrífica inmovilidad sobre un caribú masacrado. Existe en estas tallas una extraña habilidad que jamás ha surgido de la imaginación de un pastor isleño, no óbstate haber sido talladas todas en Taransay. Son obra de Malcolm Nakusiak, un viajero fuera de época.


LA ODISEA de este hombre comenzó en la costa oriental de la Jifia de Baffin, cierta mañana de julio de mediados del siglo pasado, cuando las aguas del estrecho Davis estaban fatalmente cubiertas de niebla blanquecina. Los  cazadores se habían reunido en la playa y escuchaban en algún lugar
cercano el ridículo parloteo de las primeras morsas de la estación. La tentación de ir tras ellas era grande, pero el riesgo de una tempestad era mayor.
Pasando por alto la precaución de sus compañeros, Nakusiak decidió enfrentar su fuerza y su suerte a los azares de las misteriosas aguas. Desde la playa, sus amigos vieron desvanecerse su kayak (canoa que usan los esquimales) en la oscuridad, entre los rugientes témpanos. I Nakusiak tuvo gran dificultad para encontrar las morsas pero se negó a regresar. Estaba tan absorto en la cacería que apenas advirtió la fuerza del viento oeste.
ALGUNOS días más tarde, y casi 100 kilómetros al sudeste, el vigía de un ballenero noruego vislumbró algo en un témpano distante a babor. Tomándolo por un oso polar, gritó que se cambiara el curso. El barco viró entre el hielo hacia lo que resultó ser un hombre desplomado en la cresta de un arrecife.
El inerte cuerpo de Nakusiak y los restos de su destrozado kayak  fueron trasladados al barco; después de una comida caliente, el esquimal comenzó a reponerse. Nakusiak, que nunca antes había visto hombres blancos, se sintió intranquilo desde el principio; y se perturbó todavía más cuando notó que el ballenero avanzaba resueltamente hacia el sudeste, lejos de su hogar. Cuando el buque entró a mar abierto, se desesperó y se puso a reparar su canoa, pero con tal vehemencia, que se la quitaron y amarraron a la escotilla posterior. Los balleneros actuaron así por evitar que pereciera al embarcarse en la anchura del océano en un navío tan diminuto.
El buque se encontraba al sudeste de las islas Feroe cuando lo golpeó un ventarrón del oeste. Era un barco sólido y hubiera resistido la tormenta de no haberse soltado los obenques del palo mayor. Se partieron con un gruñido y al instante, el mástil chasqueó como un hueso y se desplomó por sotavento. Trabado por un laberinto de cuerdas, el mástil destrozado hizo las veces de ancla, y la embarcación giró sobre sí misma, guiñó y, después, dio medio tumbo.
No hubo tiempo de botar las lanchas. Apenas alcanzó Nakusiak a soltar su kayak y a colarse en la parte baja de popa antes de que una ola gigantesca reventara sobre cubierta y desapareciera todo bajo el agua.
Empapados, Nakusiak y su canoa quedaron un momento sobre el lomo de una montaña de agua. El esquimal contuvo la respiración mientras se resbalaba por una pendiente tan empinada que le pareció lo llevaría a las entrañas mismas del océano. Había amarrado con tal firmeza sus ropajes, hechos de piel de foca, a la brazola del kayak y alrededor de su cintura, que hacía imposible la entrada del agua. Hombre y kayak eran un todo indivisible. El pecio ártico, con su corazón humano, fue llevado tanto tiempo por el viento del sudeste, que los ojos de Nakusiak se empañaron hasta la ceguera. Sus músculos crujieron y se enroscaron en agonía y, después, tan brutalmente como había comenzado, el trance llegó a su fin. Una poderosa cresta levantó la canoa en sus dedos y la arrojó contra la playa. Medio aturdido, el esquimal se arrastró trabajosamente hasta la arena.
Horas después lo despertaron los chillidos de las gaviotas. Su vista había mejorado, pero en ninguna parte de la espesa superficie marina se veía la familiar reverberación del hielo. Bandadas de pájaros marinos volaban, amenazadores sobre él. Allá arriba, en la costa, su mirada descansó en algo conocido. Seguramente, pensó, esas manchas blancas en las verdes altas son montones aislados de nieve. Se quedó observándolas basta que el miedo destrozó la ilusión. ¡Las cosas blancas se movían! ¡Vivían! Nakusiak huyó playa arriba y se refugió en una cueva. El  corazón le latía con fuerza. Sólo conocía una bestia blanca de aquel tamaño—el lobo ártico—  y se negaba a creer que existieran lobos en esas cantidades.
Durante dos días apenas si se atrevió a dejar la cueva. Para el tercero tenía dos necesidades urgentes: un arma y comida. Encontró un pedazo de madera de un metro de largo y en cuestión de minutos ató a la punta su cuchillo. Aquella lanza rústica le infundió valor.
En la mañana del cuarto día, después de un largo y arduo ascenso, alcanzó el borde de un acantilado de roca rojiza, y allí, en el mullido césped, se dejó rodar,  jadeante. Pero su fatiga desapareció cuando vio a unos cien pasos un grupo enorme de las misteriosas criaturas blancas. Nakusiak apretó su lanza.
El rebaño se acercó calmosamente; lo encabezaba un gran carnero de cuernos negros y en espiral. En algún momento balaron las ovejas, y Nakusiak, que había llegado a su límite, las acometió con ímpetu y gritería. Sorprendida, la manada se desperdigó y el esquimal quedó solo, tembloroso y estupefacto, mirando un par de animales muertos. Que eran seres humanos mortales y no espíritus, ya no podía dudarlo. Loco de alivio echó a reír y pronto llenaba su hambriento estómago con carne roja.
En lo alto de un cañón, 500 metros tierra adentro, la experimenta mirada pastoril de Angus Macrimmon captó un desacostumbro movimiento  de la manada. Las ovejas, observó, convergían en una informe figura situada al borde de un peñasco. Antes de que pudiera ponerse en pie, la rechoncha figura aquella se lanzó gritando sobre la nada. El pastor vio el blanco vellón pintarse de rojo, y al asesino abrir una de las ovejas muertas y alimentarse con la carne cruda. Maldiciéndose por haber dejado su perro en casa, corrió por ayuda. Una docena de aldeanos pronto estuvieron reunidos, dos de ellos llevando escopetas de carga silenciosa, y otro más armado con un mosquete de cañón largo.
Estaba el día por morir cuando se pusieron en marcha a través de las praderas. Desde lejos vieron las manchas blancas de las ovejas muertas. Avanzaron cautelosamente hasta que uno señaló con el brazo la cosa velluda que se inclinaba sobre una de las ovejas. Entonces azuzaron los perros.
Nakusiak había estado tan ocupado rebanando carne que no advirtió a los pastores hasta que el frenético aullido de los perros lo hizo levantar la mirada. Ya estaban sobre él. El cabecilla, un espigado collie café con negro, dio una vuelta alrededor de esa figura de rara vestimenta y olor desconocido  que estaba allí con las manos teñidas de sangre. Nakusiak  reaccionó  con un balanceo a dos manos  de la empuñadura de la lanza, golpeando  a la bestia tan fuertemente al lado de la cabeza, que le rompió el cuello. Los perros restantes se acercaron de nuevo  y Nakusiak retrocedió hasta el borde del farallón. Alzando el rostro hacia los pastores  gritó en su idioma: “¡No soy peligroso!”
Como respuesta recibió el disparo de mosquete. La bala lo hirió en el hombro izquierdo y la fuerza del impacto lo hizo girar en redondo. Hubo un grito de los pastores y todos se adelantaron mientras Nakusiak tropezaba sobre el borde del escarpado. Arañando frenéticamente con la mano derecha, se las arregló para adherirse a la empinada cuesta y resbalar un par de metros, pasada una pequeña saliente hasta  tenderse, tembloroso y extenuado, en una pequeña fisura en la pared de la roca.
Incapaces de ver algo que no fuese el resplandor de las olas en la angosta playa y el aleteo de las gaviotas espantadas de sus nidos,  los pastores llamaron a sus perros e iniciaron el regreso a casa a través las praderas oscurecidas. Cualquiera que fuese la identidad del asesino de ovejas, sabían en su interior que era un ser humano y esta certidumbre no les resultaba fácil de sobrellevar. Macrimmon expresó lo que todos sentían cuando interrogado sobre el suceso por  su esposa e hijas: “Lo hecho, hecho está. No tiene caso decir al mundo todo lo que puede encontrarse en estas praderas, pues no lo creería. Mejor es dejar que se olvide”.
SIN EMBARGO, Macrimmon no podía olvidar. Obsesionado por el recuerdo de esa extraña voz, regresó tres días después al farallón y con cuidado descendió por el borde. Su perro lloriqueó tristemente y no se  atrevió  a proseguir cuando su amo desapareció de vista.
La marea estaba bajando y los guijarros húmedos de la playa brillaban muy por debajo. Pasaba cerca de nido tardío de un alcatraz. El enorme pájaro se echó a volar y con un ala golpeó el rostro de Macrimmon, quien por instinto levantó una mano para defenderse. En ese instante, la pizarra sobre la  que apoyaba los pies se desmoronó y lo hizo caer.
En la punta del farallón el perro presintió la tragedia y empezó a aullar.
Su aullido despertó a Nakusiak de un sueño de fiebre en la pequeña cueva que había sido su primer refugio donde descansaba en espera de que su cuerpo sanara. Con la mano sana asió la única arma que le quedaba, un trozo de roca llena de percebe. La levantó y la tuvo suspendida mientras el traqueteo  el traqueteo de las  piedras que caían se mezclaba con un lamento humano. Se arrastró al  exterior. Sobre un montón de madera un hombre rezumaba sangre por la cabeza. En un instante Nakusiak estuvo de pie sobre el enemigo, con el trozo de roca en lo alto: la muerte se cernía sobre  Angus Macrimmon, y sólo un milagro podría detenerla. Y sucedió un milagro, el milagro de la compasión.
Nakusiak   bajó   lentamente el brazo. Temblaba.   Después, con el brazo sano, sujetó a su enemigo y lo arrastró trabajosamente hacia el amparo de la cueva.
A LA mañana siguiente, una partida de rescate encontró al perro al borde del acantilado y adivinó lo sucedido. Sin embargo, los buscadores sólo habían imaginado una parte. Una delgada espiral de humo los llevó a la cueva. Cuando consiguieron mirar temerosamente hacia el interior de la estrecha hendidura, listos los rifles, sus rostros mostraron tan azorada incredulidad que Macrimmon no pudo menos de sonreír.
“No se asusten, muchachos”, los tranquilizó desde el colchón de algas marinas donde yacía. “No hay nadie aquí más que nosotros, hombres salvajes, y no nos los vamos a comer”.
En el interior de la cueva ardía una pequeña fogata encendida por Nakusiak con el pedernal y el acero de Macrimmon. La cabeza del pastor estaba vendada con tiras de su propia camisa, pero su espalda, dolorida por las costillas rotas, había sido cubierta con el abrigo de pieles que no hacía mucho cubría la espalda del ladrón de ovejas. Nakusiak, desnudo hasta la cintura, abrazaba su hombro herido con el brazo sano.
Nervioso, el esquimal miraba, ya el rostro sonriente de Macrimmon, ya al grupo de cabezas apretadas a la entrada de la cueva; después, también él comenzó a sonreír. Era el inexpresable gesto de alivio de quien, perdido en el terrible vacío, ha regresado a la tierra de los hombres.
EL ESQUIMAL y Macrimmon yacieron en camas contiguas en la cabaña del pastor hasta que sanaron las heridas. La esposa e hijas de este dieron al forastero cuidado y ternuras mientras él las entretenía con canciones en su idioma. Semanas después ya era tratado con afecto por todos y cada uno de los pastores.
Nakusiak pronto se ajustó a la forma de vida de los isleños. Tres unos después se casó con la hija mayor de Macrimmon y formó su propia familia con el nombre cristiano de Malcolm. Durante los largos  atardeceres del invierno se unía a los otros hombres en la taberna  “La copita de Crofter” y, allí, sentado ante el hogar, tallaba sus pequeñas y maravillosas esculturas como queriendo describir a sus compañeros la vida de la lejana tierra de los inuit. Mucho antes de morir, a fines de siglo, y de ser enterrado en el panteón de la aldea, se había convertido en uno de los habitantes de Taransay y su recuerdo aún vive entre la gente.
Una tarde de verano, en nuestros días, un muchacho, bisnieto de Nakusiak, se arrodilló para leer el epitafio escrito por un sacerdote amigo del esquimal y esculpido en una de las dos piedras gemelas que sellan las tumbas donde yacen Malcolm y su esposa. Había orgullo en el rostro del joven cuando leyó en voz alta:
Lejos del mar, de tierras
ignoradas,
llegó este forastero
e hizo su morada.
Fue en Taransay amado:
entendió con piedad que hay que responder al
mal con bondad.


FELLINI maestro del séptimo arte

En parte actor, en parte artista y mago, Federico Fellini se ha consagrado como uno de los grandes directores en la historia de la cinematografía.


FELLINI:

maestro del Séptimo Arte (Por Melton Davis)
EN ROMA, donde vive y trabaja, lo conocen como  Maestro. El número de películas de largo metraje que ha filmado no llega a la docena. Sin embargo, ha sido nueve veces candidato para el Oscar (el premio de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood) y sus películas mismas lo han ganado en tres ocasiones. Los festivales cinematográficos se disputan el privilegio de proyectar su última obra, y siguen exhibiéndose por todo el mundo películas que dirigió hace diez años. Como Fellini ejerce mayor atracción que sus estrellas, es su nombre el que despliegan las marquesinas de los cines en letras gigantes. En parte actor, en parte artista, en parte mago y en todo y por todo hombre que domina los resortes del espectáculo, es Federico Fellini uno de los grandes realizadores cinematográficos de nuestro tiempo.

Nada es tan grande, tan original o tan inusitado que Fellini no pueda acometerlo. Su Satiricón, viaje onírico a través de los modales y las costumbres de la antigua Roma, tuvo un elenco multinacional de 1500 actores y un equipo técnico de más de 250 personas que trabajaron durante seis meses en no menos de 89 escenarios. En realidad Fellini lo prefiere todo desmesurado, desde grandes automóviles hasta travesuras colosales. (En alguna ocasión telefoneó a un amigo: "¡Asómate a la ventana! ¡Quiero verte!" y cinco minutos más tarde le pasaba por delante volando en helicóptero.)
Por supuesto, también  Maestro es grande en lo físico. Con 1,88 m., de estatura y 90 kg. de peso, parece una versión afable aunque mofletuda del clásico busto dé Beethoven. Tiene 52 años de edad y se preocupa por no excederse de peso. Y sin embargo, cuando va al restaurante, se mete en la cocina para ver cómo va su comida, probando de paso cuanto haya sobre las hornillas. Nunca se siente más feliz que cuando las personas que almuerzan con él piden platillos diferentes (recomendados por él mismo), de manera que pueda probarlos todos. A despecho de las dietas que ensaya de vez en cuando, la cintura le crece sin cesar. Cuando se le echa esto en cara replica altivamente: "¡El trabajo es mi dieta!"
Hombre corpulento, cejijunto, cuando escoge a los actores para sus películas se parapeta detrás de un inmenso escritorio. Aun cuando haya advertido a su secretaria que no recibirá llamadas de ninguna clase, a los pocos minutos ya está hablando con todo el mundo. Se quita la americana, se remanga la camisa, se afloja la corbata y el cabello se le convierte en un matorral. A la vez que telefonea, dicta telegramas y aprueba presupuestos, entrevista una interminable procesión de actores o de aspirantes a serlo. Rebosante de bondad, los recibe a todos y les pide que dejen su foto.
Una vez iniciado el rodaje de una película, Fellini se revela en la dirección de sus actores como una mezcla de director de orquesta exigente e imaginativo maestro de ballet. No obstante su corpulencia, retuerce el cuerpo en las posiciones que quiere de cada actor y sus dedos rechonchos se convierten en relampagueantes ilustraciones de los gestos que pide. Mientras la cámara rueda, Fellini revolotea junto a ella, comunicando instrucciones con voz suave y persuasiva, mientras su cara muestra una docena de expresiones diferentes. Terminada la escena, es como si los actores hubieran reflejado a Fellini como otros tantos espejos.
Por muchos nombres famosos que pudiera haber en el reparto, en ~el escenario Fellini es siempre el mejor actor, capaz de representar todas las partes, desde la del extra más insignificante hasta las de los primeros actores. "Es una enciclopedia de lo humano", dice un amigo íntimo. "En él se puede encontrar al héroe y al cobarde, al viejo y al niño, a la víctima y al verdugo".
Como consecuencia, donde trabaja Fellini el ambiente suele ser como el de un circo en el momento que precede a algún número excepcional, mortalmente arriesgado. Cuando, como es frecuente, los actores y el equipo técnico aplauden cierta escena, Fellini demuestra su complacencia levantando sobre la cabeza las manos juntas, a la manera de un boxeador victorioso.
Cuando alguien comete un error, Fellini manifiesta su descontento en tonos de reproche. Una vez, ante una escenografía defectuosa, dijo al culpable ayudante del escenógrafo:
— ¡Debería darle vergüenza! ¡No entiendo cómo pueda no importarle lo que hace!
A veces huye bufando del escenario, asegurando que se niega a trabajar con gente a la que no le preocupa su tarea. Pero como no es ninguna prima donna histérica, siempre regresa, generalmente a los pocos minutos, después de haber bebido una taza de café para tranquilizarse.
Fellini no sólo se interesa por lo que hace, sino que disfruta haciéndolo. Sostiene que el trabajo hecho con gozo es siempre mejor. Constantemente se repite a sí mismo que hace películas para diversión del público. En cierta ocasión, un visitante advirtió un pedazo de esparadrapo de color amarillo pegado junto al visor de la cámara. En él, el director había escrito en mayúsculas: "No lo olvides. ¡Se supone que esta va a ser una película chistosa!"
Cuando el ambiente se pone demasiado tenso, es Fellini quien sale con un chiste, una agudeza o alguna broma. Su buen humor es contagioso. Vivaz y divertido, conversador brillante, es capaz de hacer que sus amigos se desternillen de risa o rompan en lágrimas. Uno de ellos ha dicho: "Si Felfei hubiese nacido en la India, hubiera sido encantador de serpientes".
Su don de atraer y subyugar a quien sea, más el prestigio que acompaña a toda película de Fellini, mueven a actores de primera categoría a aceptar papeles secundarios y a técnicos experimentados a renunciar a trabajos Mejor pagados, con tal de filmar con él. Piero Tosi, famoso escenógrafo, en cierta ocasión terminó un turno de dos semanas con Fellini y trató de irse a trabajar en otra película. Pero Fellini lo convenció de que volviera "durante una semana, nada más". Cinco meses después Tosi continuaba allí, trabajando por una fracción de su sueldo habitual. "Cuando se está con Fellini", comenta Tosi resignado, "no se tiene vida privada. Es un volcán de ideas; te llama en mitad de la noche, abrumándote de cosas que quiere que le hagas. En ocasiones te agota; pero las mayores satisfacciones de mi vida las he tenido trabajando con él, que es un individuo fascinante".
Federico Fellini nació el 20 de enero de 1920, en Rímini, célebre lugar de veraneo situado a orillas del mar Adriático. Su padre, agente viajero, soñaba con hacer de su hijo un abogado, pero el joven Federico tenía otras ideas y se pasaba muchas horas encerrado en el baño atusándose unos bigotes de cáñamo y pintándose patillas con corcho quemado. Hacía títeres y los niños de la barriada pagaban un centavo cada uno para asistir a sus representaciones.
En la escuela fue un alumno difícil. En un año hizo novillos 64 ' veces. Dedicaba parte del tiempo libre que así conseguía a pintar carteles para el cine Fulgor, que se los pagaba con entradas gratuitas. Cuando Fellini tenía 18 años, una revista de Florencia compró uno de sus dibujos y él se lanzó a hacer otros. Al estallar la segunda guerra mundial estaba dibujando para un semanario humorístico de Roma.
Posteriormente obtuvo un empleo como escritor de un programa vespertino de radio compuesto de canciones, chistes y diálogos breves. De ahí pasó a escribir Cico y Pollina, serie semanal radiofónica sobré una pareja de enamorados. Pollina era
Giulietta Masina, atractiva rubia graduada en la Universidad de Bolonia. Fellini, que no la conocía, vio su foto en una revista de aficionados a la radio e inmediatamente le telefoneó:
—Buongiorno Pollina, io sonó Fellini —le dijo—. Estoy harto de la vida, pero antes de morir quisiera ver qué cara tiene mi heroína.
Giulietta aceptó verlo y su amistad se consolidó. Un día Federico le mandó un par de ansarinos, cada uno de los cuales llevaba un pedazo de papel al cuello. En uno estaba escrito Pollina, en el otro Federico. Los acompañaba una carta: "Pollina, ¿quieres casarte conmigo? Federico. P.D. Para ahorrarte el trabajo, te^ mando una carta con la respuesta escrita. Bastará con que la firmes y me la devuelvas". Giulietta la firmó, y se casaron en octubre de 1943.
Federico continuaba rondando los periódicos y las revistas, tratando de vender artículos y dibujos, y escribiendo en ocasiones algún guión para cine. Para cubrir sus necesidades cambiaba a los soldados norteamericanos caricaturas por cigarrillos y pan blanco. Tenía tanto éxito que pronto abrió un negocio llamado "Tienda de caras cómicas" y al poco tiempo organizó a varios artistas amigos suyos y estableció otros negocios parecidos.
Pasado algún tiempo Federico volvió a redactar guiones cinematográficos. En 1945 él y otro escritor, Sergio Amidei, compusieron en dos semanas Roma, ciudad abierta, drama que, dirigido por Roberto Rosellini, habría de consagrarse como una de las obras clásicas de la cinematografía.
Fellini se convirtió en director casi por casualidad. Poco después de 1951, él, un amigo y el director Michelangelo Antonioni habían escrito el guión de Lo Sceicco Bianco ("El jeque blanco"), sátira de las "fotonovelas" que se publican en Italia. Pero Antonioni decidió que a él no le interesaba dirigirla, y así pasó algún tiempo antes de que un productor pidiera a Fellini que hiciese la prueba como director. El rodaje del primer día iba a tener efecto en un barco de pesca, cerca de Roma. Mientras lo trasportaban adonde artistas y técnicos le esperaban, Fellini se puso tan nervioso que se olvidó del guión y de lo que él tenía que hacer. Pero tan pronto como subió al pesquero, empezó a decir a los actores en qué forma debían moverse, a dar órdenes a los técnicos y a mirar por la cámara como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. En el viaje de la orilla al barco se había convertido en director.
Algunos críticos acusan a Fellini de charlatán, por la vaguedad del contenido de sus filmes. Fellini prefiere que el público saque sus propias conclusiones. "No hay nada más allá de lo que se ve en la pantalla", dice. Y lo que allí se ve es un compuesto de la vida personal de Fellini y de sus sueños. Para Fellini, el mundo de la fantasía es el verdadero. Ya en su primera película uno de sus personajes dice: "La realidad existe sólo en los sueños". Es ahí donde Fellini crea su universo, con el material de sus ensueños y los fragmentos de sus encuentros con la gente y los sucesos de la vida real.
La gente, las caras, voces, risas, todo ello estimula a Fellini, que necesita de la gente (y la gente parece comprenderlo así). No es de maravillar que se haya convertido en una especie de atracción turística y que se le visite como si fuera un monumento nacional o un monarca reinante. Saluda a todos con auténtico entusiasmo, casi como un anfitrión en una fiesta en que todo va bien. Al mismo tiempo clasifica rostros, gestos y rasgos de carácter en su archivo mental, para su posible utilización en futuras películas. En tiendas y cafés no tarda en trabar conversación con el camarero, con la pareja sentada a la mesa de junto, con la cajera . . .
Este interés, esta consideración natural por el prójimo han sido positivos para la carrera de Fellini. En 1962, después de tres años de no filmar, aceptó dirigir una película de la que no se sentía seguro. Tres días antes del comienzo perdió la inspiración por completo. Poseído de pánico, se sentó a redactar una carta al productor, renunciando al proyecto. En ese momento uno de los técnicos llegó a decirle que se estaban celebrando los 70 años de uno de ellos y que lo invitaban para que los acompañara. En la fiesta los presentes levantaron de pronto las copas y brindaron espontáneamente por su director y la nueva película que iba a realizar. Fellini se conmovió a tal punto que rompió la carta inconclusa. No podía dejar frustrados a sus colaboradores. Haría una película acerca de un director que había perdido la inspiración. El resultado fue 8 y 1/2, la tercera película de Fellini que ganó un Oscar.

A pesar de sus éxitos, Fellini ha conservado ciertos rasgos atractivos de su carácter, desarrollados en sus primeros años. Es hombre temeroso de Dios y creyente por naturaleza. "A menudo dirijo mis pensamientos a Dios", confiesa.
Cuando se le pregunta si cree en los milagros, Fellini reviste de humorismo su creencia para contestar, como hizo una vez: "El otro día cayó un rayo sobre dos pinos, cerca de mi casa. ¡Pero jamás habrá de caer sobre mí! Tengo un acuerdo secreto". Y dada la capacidad de Maestro para entrar en comunicación con quien sea, es muy posible que tal acuerdo exista, en efecto.