Por Leo Rosten
MI TELÉFONO sonó en Beverly Hílls, California, hace
muchos años.
—Hola —contesté.
— ¿Tengo el honor de dirigirme a Marmaduke Montague, proctólogo
mundialmente famoso?
—No, señor; marcó un número equivocado.
—Entonces, ¿por qué contestó usted? Durante años he
estado marcando este número y hablando con el profesor Marmaduke Montague. ¿Qué
ha hecho usted con su cadáver? Voy a llamar a la policía. Lo que voy a
contarles no es asunto suyo. ¿Qué número marqué?
—Crestview 8-29.
— ¡Aja! ¡Así que lo admite! Si fuera usted hombre, vendría y me tumbaría
los dientes.
—Pero...
—Si fuera la mitad de un hombre, me tumbaría la mitad
de los dientes
— ¿Quién...? —intenté preguntar.
—Y si fuera mujer, podríamos bailar con frenesí la
noche entera...
Trascurrieron
muchos minutos antes de que pudiera bajar a Groucho Marx de las elevadas y
delirantes alturas en que adoraba habitar. Después declaró el motivo de su
llamada: "¿No tienes hoy compromiso para almorzar? ¡Bien! En el
Restaurante Derby, a las 12:30. Llevaré una rosa aprisionada entre los
dientes".
En los diez
años que estuve "perpetrando" películas en Hollywood, fui el blanco
de muchos de estos desvariados telefonemas. No era fácil reconocerlos, pues los
hacía a todas horas, con una artificiosa diversidad de voces —desde joviales
falsetes hasta siniestros tonos de barítono— y acentos extranjeros excelentemente
imitados.
Ante todo,
las llamadas empezaban con un saludo muy convincente:
"Hola.
Me llamo Iphigene Wimbledon. ¿Es usted Leo Rosten?"
O bien:
"Aló. Aquí el señog Pierre du
Jouvert, directeur extraordinaire de
la agencia de viajes Tours Eiffel . . ."
O: "Soy
Floyd Hollister, de Sloat, Bankhead y Dooley, nombrado por el tribunal de
testamentarías del distrito sur del estado de California, albacea de los bienes
de Elmo Rosten, el magnate petrolero de Waco, Tejas".
Tan pronto
como caía yo en la trampa, el Maestro redoblaba el ataque. Iphigene Wimbledon
me propuso poner en venta a mi hijo: "Un chico así le produciría entre
diez y doce mil dólares, según el mercado actual". Pierre Jouvert me leyó
una oda pornográfica a las catacumbas: "Puede usted adquirir la serie
completa, encuadernada en piel de oruga, por sólo..." Y el tal Floyd
Hollister trataba de localizar a parientes de Elmo Rosten, en especial a sor
Teresa Qinsberg, porque en su testamento "legaba su colección de rollos de
pergaminos jordanos con inscripciones a la Orden de los Caballeros de Malta
Cervecera".
Cierta vez se
me acusó de albergar al cabecilla de una banda de tratantes de blancas; fui
engatusado por la Liga para la Erradicación de la Supuración Axilar, y
conminado a pavimentar mi jardín por sólo un dólar el metro cuadrado:
"Esta oferta expira a medianoche; después, costará un dólar el centímetro
cuadrado". Un dentista de Pomona me rogó que le permitiera ponerle a mi
madre premolar de acero inoxidable totalmente gratis: "Es la única manera
que tengo de darme a conocer en este asilo para enfermos dentales".
En cuanto a
nuestro almuerzo, que trascurrió en el Restaurante Brown Derby, casualmente no
se registró en él arranque alguno de desvarío galopante. Marx habló en forma
inteligente y con elocuencia del presidente Truman, del escritor Ernest
Hemingway y del beisbolista Joe DiMaggio, a quienes admiraba mucho.
Fue el
Voltaire del teatro de variedades, y el creador de la comedia del agravio
esquizofrénico. Sus afrentas siguen siendo únicas, por desconcertantes. Un
turista ebrio pasó el brazo sobre los hombros de Groucho y cacareó:
—Groucho,
grandísimo bribón, apuesto a que no te acuerdas de mí.
Marx clavó en
el infeliz una mirada llena de odio, mientras le decía: —Caballero, nunca
olvido un rostro, pero en su caso haré con gusto una excepción.
El desinhibido
delirio de Groucho —exacerbado por esa voz áspera, esa mancha negra que tenía
por bigote, ese lascivo modo de andar a grandes zancadas, ese incesante menear
de cejas, ese ojo estrábico, esa mirada de agrio desprecio— se conjugaba con un
desplante matizado de amargura. Sus arranques de calculada demencia expresaban
lo que el resto de nosotros no tenemos el talento, y mucho menos la audacia, de
decir. Al salir de la proyección preliminar de una película que estelarizaba
Doris Day, en la que esa inocente y sana doncella típicamente norteamericana
pasa hora y media resistiéndose a los requiebros de Car y Grant, alguien
preguntó a Groucho:
— ¿Conoce
usted a Doris Day?
A lo que
Groucho contestó con mordacidad:
— ¡Diablos!
La conocí antes de que fuera virgen.
Admirábamos
no sólo su pasmoso cinismo, sino también su jocosa crítica de los trillados
convencionalismos de la conversación o de la etiqueta. En cierta ocasión,
cuando estaba por salir después de una cena en su casa, le dije:
—Me gustaría
despedirme de tu esposa.
Me miró
fijamente y me espetó:
— ¿Y a quién
no?
Groucho
perfeccionó la lógica de la locura y se mofó de la locura de la lógica.
Considérese la manera en que renunció a seguir formando parte de cierto club:
"No deseo pertenecer a un club que acepta a miembros como yo".
Una magnífica
variante de la paralógica de Groucho ocurrió un día que paseaba en coche cerca
del mar con un amigo. Avistó un club de playa con una hilera de hermosas cabañas.
—Ese sería un
buen club para mí y mi familia.
—Mmm...
olvídalo, Groucho. No admiten judíos.
A esto,
Groucho, cuya esposa no era judía, respondió:
— ¿Crees que
permitan a mi hijo meterse en el agua hasta las rodillas?
Groucho era
delgado, apacible y más pequeño de lo que parecía en la pantalla de cine o de
televisión. Hablaba con voz suave y sonreía nostálgicamente. Nunca lo oí reírse
a carcajadas, ni siquiera de los chistes o de comediantes que le gustaban. Su
expresión natural tenía ribetes de tristeza, pero en público se ponía una
máscara de búho sardónico. Ocultaba sus emociones y no hizo confidencias ni a
sus esposas ni a sus hijos. En realidad, era melancólico y solía deprimirse,
como les ocurre a muchos cómicos.
Era lector
voraz y se sentía particularmente orgulloso de que el escritor irlandés James
Joyce hubiese empleado la palabra groucho
como verbo en la novela Finnegan's Wake ("La velada de Finnegan"). En
lo más íntimo de su ser deseaba haber sido escritor. Adoraba las canciones de
los británicos Gilbert y Sullivan, y durante horas enteras solía cantarlas
—acompañándose con la guitarra— con esa voz estridente y nasal que era en sí
una parodia.
Le
interesaban profundamente los temas políticos, y se sintió halagado cuando supo
que una noche, durante la Segunda Guerra Mundial, el primer ministro inglés
Winston Churchill recibió una llamada telefónica en su residencia oficial en la
que se le iba a informar de un boletín del Ministerio de Guerra. Pero el gran
estadista gruñó: " ¡No me interrumpan! ¡Estamos viendo una película de los
Hermanos Marx!"
Por cierto,
los Hermanos Marx fueron hermanos de verdad —al principio cinco—, que escalaron
rápidamente la cumbre de la fama en los espectáculos de variedades y en
Broadway, durante la década de los años 20, con un estilo de comedia original,
bullicioso y desenfadado.
En escena,
los cuatro Hermanos Marx (Groucho, Chico, Harpo y Zeppo) hacían estragos en los
guiones y les fascinaba interpolar de improviso frases desconcertantes. En una
ocasión, Groucho se hallaba a la mitad de una escena amorosa chusca con una
gran dama de aire arrogante y pecho formidable; tras bambalinas, Zeppo gritó de
improviso:
— ¡Está aquí
el hombre de la basura!
Aún de
rodillas, Groucho respondió:
—Dile que no
queremos.
En otra
parodia en la que Groucho representaba a Napoleón, los hermanos que estaban
fuera del escenario interrumpieron la pieza haciendo que una trompeta tocara
los primeros acordes de La Marsellesa, el himno de Francia. Zeppo gritó:
— ¡Majestad,
nuestro himno nacional: La Mayonesa!
Groucho se
dirigió al público: "El Ejército debe de estar aderezándose".
Tenía un
popular programa de radio y televisión, en el que creó una especie de maestro
de ceremonias nunca antes (ni después) vista. Me hallaba detrás del escenario
una noche en que uno de los concursantes resultó ser de una región rural.
Llamémoslo Floyd.
— ¿Cómo
conoció usted a su esposa? —preguntó Groucho.
—Bueno, yo
conduzco un camión... —respondió Floyd.
— ¿La
atropello usted?
—No. Ella
estaba en el granero.
— ¿Chocó
usted contra el granero?
— ¡No, no! Su
familia había echado de menos algunos pollos.
— ¿Sentían
nostalgia por los pollos?
—No; habían
advertido su ausencia, así que encendieron una luz en el patio del granero. Yo
iba a recoger unos pavos y su padre gritó: " ¡Los pavos están en el
granero...!"
— ¿Se casó
usted con un pavo?
— ¡No! Al
acercarme al granero, un enorme zorrillo salió corriendo hacia el gallinero y
una chica gritó: "¡Atrapen a ese zorrillo!" Así que salté sobre el
animal y ella también cayó sobre él, y ambos olíamos tan mal que...
—Es la
historia más romántica que he escuchado.
Una vez
ofreció escribir la solapa de uno de mis libros: "Desde el momento en que
tomé el libro hasta que lo guardé, no pude dejar de reír. Espero leerlo algún
día".
Sin embargo,
de todos sus juegos de palabras, el que más admiro es el siguiente:
Querido Júnior:
Discúlpame por no haberte contestado antes. He dejado de escribir
tantas cartas últimamente, que me las vi negras para no contestar la tuya.
El hombre
sentía la necesidad de desinflar el decoro con la sátira. Durante la Segunda
Guerra Mundial estuvo en un campo de adiestramiento del Ejército para divertir
a los soldados. En el cuartel del general en jefe, el teléfono sonó y Groucho
levantó el auricular. Como jamás iba a decir "Hola", "Cuartel
General" o siquiera "Despacho del general H...", mi héroe
canturreó: "Segunda Guerra Mundiaaal".
Ante todo,
detestaba la simulación. No toleraba el ocultismo, pero se le engatusó una vez
para que asistiera a una sesión espiritista. Estuvo sentado, en silencio y con
actitud respetuosa, mientras el "operador" miraba la bola de cristal,
invocaba a las almas del más allá y respondía a las preguntas de sus invitados
con voz misteriosa y monótona. Tras un prolongado rato de omnisciencia, el
hechicero recitó:
—Mi médium...
se está cansando... Sólo hay tiempo para una pregunta más.
Groucho la
hizo:
— ¿Cuál es la
capital de Dakota del Norte?
En sus
últimos años se vio coronado por una renovada popularidad, sólo oscurecida por
las muertes de sus hermanos y amigos. Además, Groucho fue víctima de una serie
de padecimientos que le afectaron tanto el habla como la memoria. Creo que su
muerte, en 1977, a los 86 años, lo liberó de la angustia de la incapacidad.
Y siento
ahora una infinita tristeza al comprender que mis oídos no sufrirán de nuevo
con esa voz estridente y nasal, cuando peroraba: "Soy Hiram Trotter, de
las encuestas de opinión Gallup. ¿Está usted en favor de que la CÍA envíe
ilegalmente rompecabezas armados a Fidel Castro?"
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