sábado, 28 de mayo de 2016

LA POESÍA TIENE CARA DE MUJER


LA POESÍA TIENE CARA DE MUJER 

Fue una feminista antes de tiempo. Por eso la sociedad burguesa la acuso de  inmoral. Vivió con la misma intensidad que ponía en sus versos. Intelectuales como José Ingenieros le brindaron su amistad.  Otros, como Horacio Quiroga, se enamoraron de ella.
Al final, acosada por la enfermedad decidió refugiarse en la inmensidad del mar.


Por Josefina Delgado[i]

M
ayo de 1924. Una mujercita pequeña, de pelo rubio ceniza, toma el micrófono en el escenario del teatro Marconi y manifiesta su adhesión al Congreso Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad, al que irá como delegada argentina la doctora Alicia Moreau de Justo. La mujercita es Alfonsina Storni, una poetisa con tres libros publicados y muy apreciada por un amplio público.
   Había nacido en Suiza, en 1892. Su familia se encontraba allí debido a la enfermedad nerviosa de su padre. Luego vivieron en San Juan y Rosario. San Juan fue la libertad y la compañía de sus primos. Un día robó un libro porque sus padres no se lo compraban y ella lo necesitaba para la escuela. Al ser descubierta, se disculpó llorando. Sobre sus primeros años escribió: "Crezco como un animalito, sin vigilancia, bañándome en los canales sanjuaninos, trepándome a los membrillares, durmiendo con la cabeza entre pámpanos".
   Rosario fue otra cosa: Alfonsina sufría la pobreza de su familia —que instaló un café suizo cerca de la estación del ferrocarril— y empezó a mentir. Invitó a sus maestras a una quinta que no existía. Otra vez desapareció durante un día entero y luego volvió acompañada por la niñera de una amiguita.
Los cuatro hermanos —Alfonsina era la tercera— debían atender a los clientes y lavar platos. Ella no pudo terminar la escuela primaria.
El padre era una carga para todos. Cuando murió dejaron el café. Las mujeres cosían "para afuera". La madre abrió una escuela de alumnos particulares. De esta luchadora incansable Alfonsina heredó su temperamento y su gusto por el teatro y la música.
En 1907 llegó a Rosario una compañía teatral, y a la madre le ofrecieron actuar en La pasión de Jesucristo. Justo antes del estreno, se enfermó la actriz que debía interpretar a San Juan Bautista. Alfonsina, que había observado fascinada los ensayos, sabía de memoria todos los personajes y suplicó que la dejasen actuar. El empresario aceptó y cuando ella pisó el escenario, supo que había llegado el día más importante de su vida.
   A los quince años salió de gira con la compañía de don José Tallaví por el interior del país. Al recordar el episodio diría: "Era casi una niña y pareciendo ya una mujer, la vida se me hizo insoportable. Aquel ambiente me ahogaba". Y se volvió a Bustinza, en Santa Fe, donde su madre vivía casada con Juan Perelli, tenedor de libros de un comercio. Allí resolvió estudiar en la Escuela Normal Mixta de Maestros Rurales de Coronda.
Una vez, durante un acto escolar, entonó la "Cavatina" de El barbero de Sevilla. Fue muy aplaudida y alguna envidiosa comentó que esa chica de dieciocho años los fines de semana cantaba en un peringundín de Rosario. Todos se escandalizaron. Alfonsina volvió a Coronda, escribió una nota y desapareció: "Después de lo ocurrido no tengo ánimos para seguir viviendo".
A la hora de comer hallaron el mensaje y salieron a buscarla. La descubrieron en las barrancas. Alfonsina, ya repuesta, simuló que todo había sido una broma, pero este juego con la vida y la muerte marcaría su destino.
El asunto se olvidó, ella recibió su diploma de maestra y fue a trabajar a Rosario. Allí conoció al padre de su hijo Alejandro, un hombre de familia conocida, casado, que nunca reconocería su paternidad. Entonces Alfonsina decidió probar suerte en Buenos Aires.
A los veinte años y madre soltera, no le fue fácil sobrevivir. Vivía en pensiones y desempeñaba trabajos menores. Primero fue cajera en una farmacia, luego atendió la máquina registradora de una tienda famosa de la época. Después consiguió un puesto como encargada de relaciones públicas de una empresa que le permitió mudarse y escribir su primer libro, La inquietud del rosal.
   Llevó a Rosario algunos ejemplares y le confesó a su madre que se habían vendido muy pocos. "Las mujeres lo rechazan —se quejó—. Dicen que soy una inmoral. ¡Qué hemos de hacerle! No sé escribir de otro modo."
   Le mandó el libro a Leopoldo Lugones, pero él no le contestó. Cuando en 1938, con pocos meses de diferencia, los dos se suicidaron, se pensó que habían hecho un pacto para matarse juntos.
   Con José Ingenieros mantuvo una amistad que duraría hasta la muerte de éste. Ya en Rosario, la poetisa había participado de mítines socialistas, y se inició en la lectura de los pensadores partidarios. En 1928 recibió una medalla en reconocimiento a su participación en el Comité de Defensa de Bélgica, ante la invasión a este país. Algunos adjudicaron la paternidad de su hijo a Horacio Quiroga, aunque esto es imposible, porque Alfonsina lo conoció en 1924. Él arrastraba una trágica historia, su esposa se había suicidado poco antes. Era hosco y reconcentrado, pero encantador. Ya había publicado sus libros más importantes: Cuentos de la selva, Anaconda, El desierto. Los dos participaban de reuniones donde se hablaba de literatura, cine y música. También se divertían.
Cuenta la escritora Norah Lange (esposa de Oliverio Girando) que una vez jugaron a las prendas. Una consistió en que Alfonsina y Horacio besaran al mismo tiempo las caras opuestas de un reloj de cadena, sostenido por Quiroga. Este, justo en el momento en que ella acercaba sus labios al reloj, se lo escamoteó y todo terminó en un beso.
Así nació el amor, que se prolongó en las tardes pasadas en la casa del uruguayo, entre pieles de víbora, armadillos y pumas cazados y disecados por él. Darío y Eglé, los hijos de Horacio, fueron para Alejandro Storni como hermanos. Todos iban al cine, a un palco del Gran Splendid.
Al año siguiente Quiroga decidió volver a Misiones y pidió a Alfonsina que lo acompañara. Ella consultó con Quinquela Martín, su gran amigo, y éste le dijo: "¿Con ese loco? ¡No!".

Alfonsina se quedó en Buenos Aires: ésa fue su época de brillo literario. Acababa de publicar Ocre, su libro más ambicioso, y había sido elegida como maestra de poetas en la encuesta de la revista Nosotros.
Buscó con ahínco el hombre que la entendiera, pero no lo encontró. Nada se sabe de sus otros amores. Ni siquiera de ese hipotético destinatario de sus últimos versos donde dice a la nodriza: "Si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido..."
Luchó por una moral única para hombres y mujeres, a través de poemas como Tú me quieres blanca. Hay anécdotas que la muestran llena de audacia y sentido del humor, como cuando conoció al poeta López Merino, un jovencito muy bello, en el hall de un hotel. Cuando él le dijo "Hermosa tarde", ella contestó: "Sí, pero para pasarla entre sábanas con su amor". O la que registró Manuel Mujica Lainez en su Diario íntimo. "Solía visitarla en su departamento de Córdoba y Esmeralda. Era muchísimo mayor que yo, desgreñada y vehemente. Una admirable poetisa, sin duda, pero los matices se me escapaban. Me escabullí de su casa, espantado, el día que quiso besarme."
Además de seguir publicando, enseñó en el Teatro Infantil Lavardén y en la Escuela Normal de Lenguas Vivas. Colaboraba en diarios, revistas y hacía lecturas de poesía, mientras veía crecer a su hijo. En una playa uruguaya, adonde viajó con él, descubrió otra vez el cáncer que la llevaría al suicidio. Ya se había operado en mayo de 1935, y su carácter no volvió a ser el mismo de antes. Un año después se suicidó Horacio Quiroga, enfermo del mismo mal, y Alfonsina lo despidió en un poema estremecedor: "Morir como tú, Horacio, en tus cabales,/ y así como en tus cuentos, no está mal; / un rayo a tiempo y se acabó la feria.../ Allá dirán.../"
Alfonsina no quiso una segunda operación cuya nueva mutilación la llevaría, a los cuarenta y seis años, a sentir su cuerpo como una carga. Sus amigos la veían avejentada, presa de una melancolía ya insalvable. La indiferencia con que fue recibido su libro Mascarilla y trébol aumentó su depresión.
En octubre de 1938 viajó a Mar del Plata y se alojó en un hotelito al que iba siempre, en la playa La Perla. Desde allí escribió a Alejandro que se sentía un poco mejor. Envuelta en un poncho catamarqueño, en la galería cuajada de flores, escribió en un cuaderno textos que nunca se dieron a conocer.
A la mañana siguiente, cuando le llevaron el desayuno a su cuarto, nadie contestó. Unos obreros que trabajaban en el espigón encontraron su cuerpo en la playa. Dejó una nota a Manuel Galvez pidiéndole protección para su hijo y otra, dicen, con letra temblorosa y tinta roja: "Me arrojo al mar".
Su ataúd fue recibido en la estación Constitución por los literatos más importantes de la época como Arturo Capdevila, Enrique Banchs, Manuel Gálvez, Baldomero Fernández Moreno, Oliverio Girando, Eduardo Mallea y Leopoldo Marechal. Cuando pasó el cortejo rumbo a la Recoleta por la Avenida Quintana la gente tiraba flores desde los balcones.
En la sesión del 21 de noviembre de 1938, el Senado le rindió un homenaje en las palabras del senador socialista Alfredo Palacios. "Algo anda mal en la vida de una nación cuando, en vez de cantarla, los poetas parten voluntariamente, con un gesto de amargura y de desdén, en medio de la glacial indiferencia del estado."
©Temas y Fotos 1993

 


[i] Josefina Delgado es autora de Alfonsina Storni. Una biografía, Editorial Planeta, 1992.

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