París bien valía un taxi
Y los tachos fueron al frente
1914 los taxis parisinos y sus choferes hicieron algo más que salvar a París: salvaron a Francia de una derrota segura.
A
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principios de septiembre de 1914
todos creían que los alemanes iban a comerse el mundo. El gobierno francés se
había trasladado a Burdeos. ¿Defender París? ¡Ni hablar! ¡Estaba todo perdido!
El jefe de los germanos, Von Kluck, se frotaba las manos. Su plan
marchaba a las mil maravillas. En pocas horas tendría envuelto al ejército galo
y sería la victoria total.
El general Joffre, jefe de los franceses, huía despavorido. Los teutones
le parecían seres de otro planeta. Habían atravesado Bélgica en pocos días a
través de pantanos impasables. Cuando Joffre se quiso acordar tenía a Von Kluck
pisándole los talones. Los franceses interrogaron a un prisionero: "¿Cómo
hicieron para pasar tan rápido por todo este barro?". "Muy sencillo
—contestó el otro—. Si uno se cansaba, el oficial le pegaba un tiro."
Joffre planeaba retirarse hasta el Sena. El problema fue que mientras
más retrocedía peor le iba. Von Kluck debía tomar París y seguir avanzando. Al
ver que los galos escapaban, cambió de planes: dejaría tranquila a la Ciudad
Luz y seguiría al Sudeste para meter en la bolsa a todo el ejército francés. Se
disponía a ganar la guerra con una sola batalla.
Entonces apareció en escena el astuto gobernador militar de París, el
general Gallieni. Joffre lo había puesto en ese lugar para sacárselo de encima.
Gallieni ya sospechaba que su superior no defendería la capital. Se
hablaba de declararla "ciudad abierta" para que no la bombardeasen.
El gobernador empezó a buscar aliados para obligar a Joffre a luchar. Encontró
ayuda en quien menos le esperaba: Jules Guesde, patriarca del socialismo
francés. El viejo estaba decidido a pelear, y eso que toda la vida había sido
pacifista y antimilitarista.
A esas horas miles de personajes pedían salvoconductos para irse de la
capital: diputados, senadores, gente de las finanzas, la prensa y las artes.
Cientos de camiones se llevaron el oro del Banco de Francia y los tesoros de
los museos. Todo el que tenía un coche huía al Sur.
En tiempos de paz había diez mil taxistas en París. Ahora quedaba: tres
mil. El gobernador reunió cuatrocientos cincuenta que formaron una reserva
permanente repartida en varios garajes. Los conductores dormían en sus autos,
listos para cumplir un servicio de veinticuatro horas. Su primera misión fue
llevar municiones hasta los fuertes del Norte de la ciudad.
Allí había, en teoría, cien mil hombres movilizados. Eran
"soldados" tan malos que no sabían ni agarrar un fusil. Gallieni no
tenía tiempo de darles instrucción militar, así que los puso a levantar
terraplenes. Mientras tanto pedía inútilmente refuerzos. Hasta sus aliados
ingleses se negaban a ayudarlo. Estaban furiosos al ver que los franceses no hacían
más que retroceder.
Gallieni decidió "confiscar" el sexto ejército de Maunoury,
que había vuelto derrotado, desmoralizado, sin comida y casi sin armas. Pero
para el gobernador eran mejor que nada. Los hizo descansar y comer, les dio
artillería y los puso en posición de combate.
Como si los problemas no bastaran, la ciudad se llenó de campesinos que
no querían dejar sus rebaños a los alemanes. Los animales aumentaban la
confusión. Hasta de eso se tuvo que ocupar Gallieni. Les dio el Bosque Boulogne
y el Hipódromo para que metieran a sus bichos.
De pronto llegó una noticia maravillosa: Von Kluck, en vez de atacar
París, se desviaba al Este. "Esto es demasiado bueno para ser
cierto", dijo el gobernador. El alemán lo consideraba tan poca cosa que le
mostraba todo su flanco derecho. En el acto telefoneó a Joffre:
"Autoríceme para atacar al Norte del Marne y apóyeme con sus
hombres". "¡Imposible!", contestó el otro. "Si no me
autoriza, ataco yo solo", insistió Gallieni, ya medio insubordinado. Podrían
haberlo fusilado. Todo el día siguió llamando a su superior para pedirle lo
mismo, hasta que por fin éste dijo que sí.
El ataque de Maunoury comenzó a las mil maravillas, pero pronto pidió
refuerzos urgentes. Entonces, como llovidos del cielo, aparecieron los hombres
de la división colonial del general Trentinian, que acababa de perder por
paliza en Lorena. El problema era cómo llevarlos hasta el frente de batalla, en
Nanteuil que quedaba a cincuenta kilómetros. Fue ahí que a Gallieni se le
ocurrió requisar todos los taxis. Por orden suya los policías salieron a
cazarlos. Si alguno quería escapar le reventaban las gomas a balazos. Sólo les
dijeron adonde debían ir y que intervendrían en una operación militar. ¿Les
pagarían? Los policías se rieron. Eran las 7 de la mañana del siete de
septiembre.
Llevar a seis mil soldados en mil cien taxis no fue cosa fácil. En
primer lugar las tropas no estaban en París sino en pueblos cercanos. Había que
pasar a buscarlas para después llevarlas a Nanteuil. Cuando oían el ronroneo
amenazante de un avión, los autos se camuflaban bajo los árboles. Los caminos
se habían llenado de refugiados con carretas, así que a cada rato se produ-cían
embotellamientos. Las aldeas estaban vacías; las columnas de taxis no tenían a
quien preguntar y se perdían. A estos inconvenientes se sumaron desperfectos
mecánicos, neumáticos rotos y todo lo que uno se pueda imaginar.
Cuando el ruido de los cañones se fue haciendo más fuerte, los choferes
empezaron a sentir miedo, después de todo eran civiles. Estaban exhaustos. La
mayoría no había probado bocado desde el día anterior. Los más viejos, casi sin
dientes, no podían masticar el duro pan militar e invadieron las huertas
vecinas para recolectar peras. Había medio barril de vino, pero ni un
recipiente para distribuirlo. Por fin, en una bodega abandonada, encontraron
doscientas cincuenta botellas vacías. Ya estaban listos para seguir adelante.
Era eso o el paredón. Los soldados hicieron a pie el último kilómetro y medio,
porque se embotelló el tránsito. Ya había anochecido. Llegaron a Nanteuil en el
momento justo, cuando el ala izquierda de Maunoury se caía. Al amanecer del día
8 arribó un último grupo de taxistas que en la oscuridad no habían podido
encontrar el camino. Se caían de sueño sobre el volante, mientras sus pasajeros
roncaban profundamente dormidos.
Atrapado entre dos fuegos, Von Kluck no tuvo más remedio que replegarse.
Así dejó expuesto a otra parte de su ejército, que también debió retroceder.
Este efecto se fue multiplicando hasta que todo el ejército teutón se cayó como
un castillo de naipes.
Los taxistas volvieron a París eufóricos por la aventura corrida. Sus
vehículos, cubiertos por una espesa capa de polvo, parecían extraños monstruos
prehistóricos. Los choferes estaban igual de sucios. En los boliches de la
ciudad se dedicaron a festejar como correspondía. Por supuesto, exageraron lo
acontecido: contaron que las balas de cañón les pasaban silbando por las orejas
y que se habían apoderado del fusil de un alemán dormido.
Cuando el gobierno, en Burdeos, supo de la derrota germana no lo podía
creer. Se arrepintió de haber abandonado la capital.
Pero Gallieni no estaba conforme. Para que la victoria fuese completa
había que cortar la retirada de Von Kluck. Le propuso a Joffre transportar
tropas al Norte otra vez usando taxis. Pidió refuerzos. Pero Joffre, ya
demasiado celoso del gobernador, no le mandó ni un hombre y además le sacó el
mando del ejército de Maunoury.
Von Kluck, viendo que le daban tiempo para respirar, se atrincheró en la
línea del Aisne. Por la vanidad de Joffre la guerra siguió hasta el año
dieciocho, pero pudo haber terminado en el catorce. Joffre ordenó que el nombre
de Gallieni no se pronunciara más. En la conspiración del silencio también participó
el gobierno: tenía miedo de que el hombre se hiciera demasiado popular. En 1916
Gallieni murió amargadísimo, pero el tiempo le hizo justicia: la "división
de taxis", que salvó a París y a Francia, fue obra suya y la Historia lo
sabe.-
© Temas y Fotos 1993
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