lunes, 3 de septiembre de 2012




AKU

-No debió hacerlo.
Su padre lo prohibió, pero  dormía.
Aku salió.
La lluvia lunar recortaba contra la noche lejos de la aldea la mandíbula del cerro Jikor.

Un silbido insoportable se coló en los oídos. Corrió por el sendero principal, sus brazos alas dobladas, sus manos aplastaron las orejas, los ojos cerrados intentando ignorar el dolor y lo prohibido. 
Aflojó las manos. Las rodillas lucharon contra el agua. El gorgoteo desde la caverna donde nace el río  enmudeció el silbido en su cabecita. Se sentó. Nadó. Flotó suspendido sobre la arena escondida en la noche. Se zambulló vorazmente siete veces y siete veces emergió para formar arcos en el aire nocturno. Era un pez de plata saltando solitario la rayuela del mar.
La orilla caliente lo adormeció; a su espalda el perfil del monte se irizó por la luna escondida y adormecido, el niño escuchó el sonido mineral, seco, del viento entre las casuarinas donde yacía. Un péndulo negro de cabellos en vaivén, acunaron la piel en sosiego de Aku.
La elevadísima puerta oval en la otra orilla se abrió estallando en luz la noche. El niño despertó al ver deslizarse por la abertura de la puerta la ladera sur del monte Jikor con su robledales esparcidos en la vastedad de campos de melones resplendente al sol.
Con paso seguro, lento, dos leones ciegos emergieron de una arboleda para reclinarse en la orilla de diamantes.
Aku, confuso, escondió su rostro tras las casuarinas atento a los leones en juego. La manada de gacelas ciegas,  también, lejos de ellos pastaron ignorándolos. La  más joven descendió, indefenza,  por el sendero hacia los leones.  Cargado de impotencia Aku  previó el desenlace y saltó.
-¡Cuidado!- el león mayor, el macho, se irguió. Sorprendido por el grito, arqueó el lomo agazapado, amenazante hacia la oscuridad de Aku.
Ajeno a esto, la gacela joven avanzó hasta echarse junto a la leona que comenzó a lamerle el pelo. El macho, acercándose en paz se estiró panza arriba.
Boca a raz del agua, Aku avanzó, sigiloso contracorriente hacia la puerta esplendorosa sin creer lo presenciado. A través de la gigate ojiva descendieron  colinas embravecidas de viñas rojas y aquel círculo de lobos invidentes observron en el centro a otros dos lobos envueltos en un empeño diestro.
El rugido nunca sospechado hizo parar las orejas, ojos imposibilitados se dirigieron hacia una tigresa blanca disputando con un toro manojos de cebada. El toro posó su pata firme sobre la gavilla y la tigresa blanca aquietó sus rayas negras contra los árboles. La calma envolvió todo desde la cima nevada apenas visible en el portal,  hasta las arenas en un atardecer paulatino con el río. El muchachito, disimulado entre los juncos investigó al par de osos bajando por la ladera, sus crías rodando en el rocío cuando la sombra  circular de un halcón peregrino  se cernió  desde el sol imaginario en un alerta para los bosques, las praderas, las estepas.
Aku sin lograr entender lo que veía, dejó el agua, hacia el portal gótico mientras  su figurita gris asumió la cálida armonía de los animales ciegos. Zigzagueó entre las araucarias, a fin de no ser visto su intento de traspasar el portalón.

De súbito, el zumbido en sus oídos… el padre amenazante. Se preguntó si sería por esto que él prohibió salir de casa. Las manos rozando el pasto húmedo, una fiera encorvada, él siguió corriendo hacia la puerta en tanto el zumbido clamoroso endurecía más y más el rostro.
Percibió que sería esta vez o jamás.
Por la amonestación paterna había aprendido: ya nada  sería igual.
Volver era el fracaso.
Transponer aquella puerta, la gloria o la incertidumbre por tiempos indefinidos.
Pájaros, árboles, bestias jamás contemplados habían poblado la ladera sur que por la puerta se derrumba en el río. Aku no  quiso usar las manos para  aplastar el sonido retumbante que batía sus oídos.
Todo estaba cerca, impostergablemente cerca.
Ladridos disonantes despedazaron el silencio de los animales ciegos.
Aku, crispado el rostro,  se guareció tras un roble, para contemplar el avance de la jauría por el lado opuesto.
Desde las quijadas, baba y espuma relumbraron los colmillos. Los ojos: furia ajena a ellos mismos.
Aku entrevió todo lo que sucedería de inmediato. Cuestión de segundos.
Cascos de titanio y cristal electro  cubrían el rostro de los hombres. Vestimentas púrpuras hasta los pies emitían sonido de vapor descomprimiéndose contra los arbustos.  Púas eyectaban en los hombros, codos y rodillas. El chasquido de botas, estremeció al niño… el ruido afónico de orugas metalizadas en las maquinarias que habían despanzurrado la ladera este del Jikor, años atrás para la mina a cielo abierto. Recordó el instante cuando padre contó por qué perdió el trabajo. Ingenieros, técnicos, científicos no aguantaron cuando el suelo del Jikor comenzó a escupir agua sulfurosa reduciendo a cero proyecto, campamentos y máquinas. Ahora venían en escuadra contra la ladera Sur. Aquellos siniestros, avanzaron con tres pasos al frente, uno hacia la derecha, dos hacia atrás, dos hacia la izquierda cinco hacia  adelante y así  en suceso rítmico. Sus cascos de guerra similares a  hongos de gelatina guiñaban rítmicamente cuando el aluminio líquido ascendía del cuello hasta ocultar el rostro para iluminar el camino cuando el brillo de sus armas ajustaron puntería hacia el vértice del cielo: el  halcón peregrino.
Aku huyó hacia la puerta cuando el chasquido de pasos sobre el pasto cubierto de agua sonaba en sus oídos con un rugir de calderas y turbinas. Los hombres humeantes, detrás de las jaurías, se abalanzaron hacia la puerta, armas en alto. Las piernas bajo las largas capas giraron sus poleas de tren. 
Aku  palpó sus propias piernas. No las sentía. Lentas, pesadas,  comenzaron a enfriarse.  Los cazadores cruzaron el río, evaporando las aguas bajo sus orugas-botas, en un amplio rastro viscoso, hediondo remplazando lo translúcido de la vertiente.
Aku, recordó el  promontorio sobre el lago, las horas de sus siestas; en un salto mortal hasta la puerta, lanzó una exclamación descomunal en advertencia al halcón mientras un  relámpago agudo rasgó el eje de las nubes con  una escarcha de fuego, plumas, sangre.
Aku se desmoronó sobre las piedras, apretando sus orejas cuando en un alarido inaudible como de aguas que se vuelven sobre sí mismas, la ladera Sur se retrajo, cerrándose abruptamente la puerta y cuerpos de hombres-jaurías rebotaron en contra para desplomarse inertes sobre sus huellas malolientes.
Un tornado de oscuridad lo amortajó todo.

-No debió hacerlo. No debió hacerlo- gritó el padre.
El muchacho observó terror en el ojo apenas visible, ovalado, rojizo de ira.
No debió hacerlo – Aku sólo vió aquel ojo, el dedo enjuiciador.
Los pies desnudos de Aku  sobre el barro, nudo de remolinos en el cabello, jirones de ropa empapada por la tempestad que, tras el tornado, implacable helaba la mañana.
Era todo lo que quedaba de su cuerpecito.
-Ud. Sabía, nadie debe verlos, nadie debe verlos – vociferó el hombre – nadieVendrán a buscarle; nosotros responderemos por ello. Su culpa será nuestra culpa y ruina. Usted debió irse el amanecer en que nació con las sombras amargas. Debe irse. Apaciguarlos. Nunca más vuelva a nosotros, extraño.
Y la obsesiva puerta paterna de cobre y bambúes giró sobre sí, estrepitosa, implacable contra el rostro del muchacho.

Aku se volvió cara a la lluvia.
Sendero abajo detrás de ventanas con presagiosos cortinajes, detrás de ventanucos, detrás de aberturas envejecidas… detrás de toda grieta en cualquier choza, o El Castillo, ojos entrecerrados, pupilas temblequeantes de viejos o muchachos, criados o señores se refugiaron en el miedo al no comprender por qué la lluvia lavaba los pies sangrantes del muchacho, por qué el agua como un león ciego le lamía el llanto, ni por qué Aku  no se apretarba ya los oídos como antes, ni por qué corrió velozmente bajo los relámpagos, la última mañana.
Aku ascendió sobre gotas de lluvia que revotaban contra el empedrado milenario; algo en una asunsión lo elevó, algo  alargó sus brasitos de halcón peregrino hacia la ladera Sur de los animales ciegos, hacia el vértice del cielo y el portalón desplegado por encima del río cuando la  niebla lunar, lejos de la aldea  muerta y silenciosa cerró la noche en la mandíbula nevada del cerro Jikor.





A mi hijo, Diego



Omar A.Dagatti Giuliano. La Lonja (S.J.) 24 de Abril de 1997


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