lunes, 3 de septiembre de 2012


NINA (o muñón de pájaros)

- ¿Hace mucho? – preguntó el cardiólogo, entrando con prisa para detenerse en el centro de la  habitación ante el rostro expectante de los pacientes.
De espaldas, mudos ellos, continuaron en mirar al muchacho libre de angustias.
- También ¡como tenía el corazón! Hace cuatro meses debió detenerse - agregó ante la mirada angustiosa de la madre, y soltó el pulso del muerto.
- Eso ¿a quién consuela?- increpó ella en una frialdad incompresible.
- A mí, menos que a nadie, créeme – y el médico se retiró mezándose  la barba sin escuchar a la otra mujer, una joven, la "loca":
- Simplemente murmuro:
váyanse y cuando el oleaje muere lejos en el horizonte azul,
nadie excepto yo,
sabe que alguien sucumbió en el día de hoy.

Había ingresado año y medio atrás al hospital, esperando no sé qué. Nadie conoce de dónde llegó la ambulancia militar que la trajo aquella noche de agosto, helado por la bruma del río...
- Indocumentada. Chilena– dijeron solamente.
 - Nina - balbuceó ella,  su nombre, amarrada a la camilla. Todo debe acabar en cosa de semanas; ¿qué,  más datos personales?
Pero la muerte pareció compadecerse. Con pasos excesivamente lentos se apiadaba de Nina, aquella muchacha tan valiente, quizás por su demencia tan valiente.
Su imagen inofensiva se paseó año y medio por pasillos y salas, alentando parturientas, acariciando enfermos terminales, codiciando bebés en la nursery.
Hablaba poco. Todo parecía inconexo, sin relación a nada, o al menos nada que los demás pudieran discernir. A veces un rapto liberador le recordaría versos ajenos en apariencia incomprensibles, mas imbuidos de belleza y verdad insospechadas. Por alguna razón nadie presionó su deportación al manicomio del Vieytes.
No era una paciente más.
Era, Nina.

El bello rostro de aquel muchacho veinteañero recién arrebatado no la dejó hasta que entró en la sala de niños.
Enfermeras y nurses, enloquecían en el intento de lograr el sueño en los pequeños. Uno chillaba, y a él se le unía el resto. El tiempo para visitas había concluido una hora atrás. Lloraban a uno esa soledad ni buena ni mala. Para ellos solo es la madre ausente.
Al avanzar Nina entre las dos hileras de camas, los niños se destapaban, le alargaban sus manitos; algunos iban al borde del lecho para tocarla aunque ni sabían quién era Nina, la madre sin rostro, madre de mil rostros, madre del consuelo. Un niño solo con una noche por delante, hospital desconocido, techos altísimos, salas infinitas derrumbándose en el perfil de fauces oscuras, amenazantes; no se siente solo, se siente abandonado; desconoce la razón que lo inculpa, el terror clava anclas en su corazoncito. Pero el Reglamento prohíbe a las madres permanecer de noche salvo que estén graves; pero esos están asilados en otro sector, donde ellas sí pueden acompañarlos... afuera, sobre ásperas bancas en un pasillo cruel.
El llanto cooperativo se remontó hacia la loca en súplica ensordecedora.
Las enfermeras insistieron en acallarlos.
Nada.
La furia. Entonces, la amenaza, el castigo; ellas inculpándose por sus propios hijos abandonados en alguna casa solitaria, húmeda.
Nina se detuvo clavada en el piso, giró su vista hacia las enfermeras.
O los niños o la nada e irguiendo el único brazo con que pudiera acusar a la noche, aulló:
-"Yo no sé de la infancia
más que un miedo luminoso
y una mano que me arrastra
a mi otra orilla.
Mi infancia y su perfume
a pájaro acariciado - agregó acurrucándose como un pajarito dentro de sí misma hasta el silencio total.
Algún llanto retrasó sus dos últimas sílabas, y la tensa quietud dominó todo.
Fue hacia la última cama.
Antes de ingresar, había puesto su corazón en aquel niñito, el único callado, al final de la sala.
De rodillas sobre las sábanas insensibles, tieso; la mirada cautiva en el ventanal a la calle Santa Fe.
Sobre los vidrios, sucios por smog  y polvo, luces de automóviles agigantaban en una vida fugaz, tenebrosa, las ramas sin hojas del árbol en la vereda. Bocinazos, ruido de ganchos de trolebús al superar las uniones, frenos chirriantes de envejecidos colectivos y aullar de arrogantes motos. Gentío abandonando el centro hacia una pieza, quizás algo más tibia. Sombras, ruidos, personas, pantallazos fugaces como limpiaparabrisas, partían sin siquiera haber llegado.
El niño esperaba, cada nueva sombra de ramas desnudas, esperaba. Vigilante, rígido, un junco de acero. Ojitos aterrados sobre una piel de lágrimas, corrían con las sombras hasta el fin del ventanal para regresar hacia la próxima aparición repentina, fantasmagórica.
La sala, una pesadilla insonora.
Nina, se sentó al lado del cuerpecito inmóvil, tembloroso,  no por frío; al menos temblaba. Ella posó sobre el niño su brazo izquierdo, manco, oculto en larga manga blanca. Cuando el movimiento instintivo del muñón quiso acariciar el cuellito del niño, recordó fugazmente en sus sombras cuando ella podía prolongarse un poquito más allá, en caricias sobre otra criatura. Con los únicos dedos derechos que le habrían perdonado urdió amor sobre los pelos negros, duros como púas del chico.
 - No hay nadie- le dijo- nadie ¿verdad? Creés que mami te dejó para siempre. Las mamás nunca se van para siempre.
Se sorprendió haber hablado con tanta coherencia en mucho tiempo.
El niño quebró su dolor tan atrapado por las sombras fugaces, cuando mamá debió irse porque así lo dice el Reglamento. El pechito oprimido aflojó la  culpa tanto tiempo soportada y liberó en un alarido, un llanto de esclavo en su soledad.
Fue el solista, marcó el ingreso coral de los demás, todos lejos de lo conocido, lo amado; todos mirándose sin verse, con la pregunta mutua en la mirada "¿Por qué mamá?"
La jefa de la sala, vino hacia Nina; culpándola por el estruendo;  la levantó del único brazo; un grito en el rostro:
- ¡Mirá lo que hiciste! ¡mirá! ¿por qué no te vas loca inútil? - y la doblegó hasta el piso mientras sobre la muchacha caía, esa lluvia de juguetes baratos que mamá habría acomodado en la silla intentando prolongar una imagen de sí misma contra la noche- y vos callate, mocoso. ¡Ya te dijo tu madre que después de la cena se iba! ¡mañana va a volver! Por más que llores y patalees vas a estar solo. Vamos, dormite estás molestando a los otros - y sepultándolo entre las sábanas ahora también mojadas, ajustó bajo el colchón los extremos del cubrecamas nido de abeja. Él lloró peor.
Se retiraba la jefa, marcial, amenazante, cuando Nina se aceleró a toda velocidad tras ella. Al cerrarse la puerta que separa de los niños, con su huérfana mano en el cinturón de aquel impecable uniforme lo obligó a detenerse bruscamente en su desfile por el hall central.
- ¿Cómo lo vas a dejar así? ¿No te das cuenta de que lo han separado de todo lo que le es familiar?- le gritó Nina, sin verla. Entonces cuando olfateó el mismo olor a carne malvada, su mente deteriorada, sus ojos sin poder verla, congestionada en una nube de terror… como antes, como antes de olerlo nuevamente el primer día en el hospital.
- ¡Loca del carajo! – apretando los dientes con el gesto profesional, casi una bofetada, largó - ¡te voy a hachar la otra mano!
 - ¿No olerá en tu cuerpo ese terror? ¿Nos va a seguir toda la noche? Volvé, decile al chico, que le interesa a tu vientre. Abrazalo un poquitito de rodillas, decile… - la loca notó que perdía  el dominio de sí misma, que caía en un calabozo animal totalmente aislada de cualquier beso y deliró claramente:
-mis manos crecían
con música detrás de las flores
pero ahora por qué te busco,
noche por qué duermo con tus muertos...
- ¡Basta! No puedo aguantar más a esos malnacidos ni a vos- y se zafó de Nina- tengo más obligaciones de las que soporto.
- Bueno, pero decile que le vas a esconder para siempre su miedo entre tus costillas, que vas a hacer otras cositas y volvés enseguida para contarle una poesía con tus caricias.
 - Que se lo banque su madre... esas negras que paren como perras y vos, maldita ¿querés que te haga echar de aquí?
El burocrático resentimiento de la profesional, que vivía intentando sepultar sus pesadillas,  había hecho todo contra Nina, y Nina aunque amnésica y loca, desde el primer enfrentamiento con la mujer jefe - perro que conoce demasiado el látigo del amo - percibió en aquel odio algo excesivamente oscuro, viejo arrinconado en su vida sin memorias; por lo tanto,  como cada día, al enfrentar a aquella mujer castrense, no tan desconocida en el fondo,  perdía la seguridad de su amnesia, y temblando el terror en los labios, agitó el muñón y susurró, casi al oído de la otra
-¿Por qué nadie se acerca a mi portal de noche o a la mañana?
Las solitarias cañas esconden su brote en mi estanque
para ver la luna desnudarme de corteza..
Solo el lobo salvaje aparece,
me mira,
se va
porque el Silencio alquilará nuestros cuerpos
hasta el Amanecer.
 - Tarada, no solo la mano, la lengua también debieron haberte arrancado.
Se escurrió entre las puertas, y el vaivén rítmico de látigos fue achicando la imagen del pavor. Nina sintió el muñón palpitante; lo envolvió como tesoro entre los vuelos de la blusa, y regresó a la sala de los niños.
La escena: pequeños prisioneros intentando librarse de la opresión de las sábanas.
El chico seguía hipnotizado por las sombras escurridizas en el ventanal.
Nina, intentó rodearlo con el brazo mutilado.
 - Necesitás mucho a mamita ahora, ¿no?- preguntó al secarle con la otra mano las lagrimitas - Es feo que no esté cuando la necesitamos tanto – El chico movía la cabecita y su llanto alimentó el rocío que manará a la primera luz del amanecer, mas ya sin son de urgencia, aislamiento- Veamos si esto te ayuda un poquito.
El niño arrancó el envoltorio de la golosina en tanto las enfermeras, vencidas, abandonaron la sala ahora en gran silencio.
 - Cuando venía ... – pensó Nina hablando al niño - ¿de dónde venía? No sé; la niñita corría con las manos llenas de rosas robadas en la pradera y atropellando las alas de la casa, allí mamá - las niñas cercanas olvidaron sus camitas para subirse junto a Nina, ajena a todo- mamá sobre vapores con perfume a sopa, su viejo cuchillo picaba cebollas, le lloraba el corazón, pero reía.
Los más grandes abandonaron sábanas hacia la cama frente al ventanal de las sombras.
 - Yo le arrojé las flores a la cara que se llevaron a mamá hacia las alturas. No quise llorar y no lloré; entonces ella tiró de mis dos manitos... - Nina miraba su muñón, donde unos movimientos reflejos interpretaron deseos de aferrar a alguien, cuando un chico saltó sobre la cama disputando el primer lugar y dando golpecitos con sus dedos en las costuras nerviosas del muñón; lo abrazó apretándolo contra su cara- y mamá me tiró hacia ella, pareció que íbamos a caer sobre la bocaza humeante de la olla abajo, pero me apretó contra su vientre. Mojado, tibio, con su olor a repollos y entonces sí, por más que no quería, me puse a llorar con tanto calor de cebollas en el vientre de mamá- Nina miró hacia el ventanal iluminado, ni ruidos, ni pasos, ni sombras, ni fugas ingratas. Los últimos pequeñitos venían gateando por el pasillo hacia la gran pirámide de la cama. Apretó a todos los que pudo contra el pecho.
-Menos tu vientre, todo es confuso... menos tu vientre- la calidez temblorosa de la voz loca acarició las caritas que  fueron acurrucando su orfandad contra ella.
-menos tu vientre todo es oculto menos tu vientre – los más pequeños halaban los pies de los otros para ascender a la cama del chico de pelos negros, duros como púas.
-polvo sin mundo. Menos tu vientre...
A las diez fueron apagadas las luces, como dice el Reglamento.
La sala era un cántaro boca abajo, negro a pesar de la luz del ventanal sobre la Santa Fe.
Ningún llanto, ninguna lágrima; apenas el silencio claroscuro contra la pira luminosa de Nina con sus hijos.
-menos tu vientre todo es oscuro...baldío turbio –
Nina quiso dejarlos, ya muy lejos de todo miedo, amarrados unos a otros en la cama familiar.
No pudo zafarse. Tuvo miedo, miedo: en aquella canción, por un instante captó la lógica lejana del pensamiento, la percepción del pasado, el dinamismo del recuerdo sacudiéndose el polvo.
Miedo. Serían terribles, pavorosos.
Tiritó el muñón, abrigado bajo la tibia penumbra de pajarillos dormidos.
-menos tu vientre - siguió la canción con su corazón de poeta mutilado resucitando; allí,  al reparo se abandonó por fin a lo olvidado, para entender que su mano, muñón de pájaro, alguna vez grabó ese poema en la pared húmeda, como alguien lo debió hacer primero lleno de tortura y calabozos… igual ella.  Con la cabeza baja suspiró dulcemente:
-menos tu vientre... claro y profundo.

Omar A. Dagatti Giuliano, San Juan, 3 de Febrero de 1999 3 a.m.



AKU
A mi hijo, Diego
-No debió hacerlo.
Su padre lo prohibió, pero  dormía.
Aku salió.
La lluvia lunar recortaba contra la noche lejos de la aldea la mandíbula del cerro Jikor.

Un silbido insoportable se coló en los oídos. Corrió por el sendero principal, sus brazos alas dobladas, sus manos aplastaron las orejas, los ojos cerrados intentando ignorar el dolor y lo prohibido. 
Aflojó las manos. Las rodillas lucharon contra el agua. El gorgoteo desde la caverna donde nace el río  enmudeció el silbido en su cabecita. Se sentó. Nadó. Flotó suspendido sobre la arena escondida en la noche. Se zambulló vorazmente siete veces y siete veces emergió para formar arcos en el aire nocturno. Era un pez de plata saltando solitario la rayuela del mar.
La orilla caliente lo adormeció; a su espalda el perfil del monte se irizó por la luna escondida y adormecido, el niño escuchó el sonido mineral, seco, del viento entre las casuarinas donde yacía. Un péndulo negro de cabellos en vaivén, acunaron la piel en sosiego de Aku.
La elevadísima puerta oval en la otra orilla se abrió estallando en luz la noche. El niño despertó al ver deslizarse por la abertura de la puerta la ladera sur del monte Jikor con su robledales esparcidos en la vastedad de campos de melones resplendente al sol.
Con paso seguro, lento, dos leones ciegos emergieron de una arboleda para reclinarse en la orilla de diamantes.
Aku, confuso, escondió su rostro tras las casuarinas atento a los leones en juego. La manada de gacelas ciegas,  también, lejos de ellos pastaron ignorándolos. La  más joven descendió, indefenza,  por el sendero hacia los leones.  Cargado de impotencia Aku  previó el desenlace y saltó.
-¡Cuidado!- el león mayor, el macho, se irguió. Sorprendido por el grito, arqueó el lomo agazapado, amenazante hacia la oscuridad de Aku.
Ajeno a esto, la gacela joven avanzó hasta echarse junto a la leona que comenzó a lamerle el pelo. El macho, acercándose en paz se estiró panza arriba.
Boca a raz del agua, Aku avanzó, sigiloso contracorriente hacia la puerta esplendorosa sin creer lo presenciado. A través de la gigate ojiva descendieron  colinas embravecidas de viñas rojas y aquel círculo de lobos invidentes observron en el centro a otros dos lobos envueltos en un empeño diestro.
El rugido nunca sospechado hizo parar las orejas, ojos imposibilitados se dirigieron hacia una tigresa blanca disputando con un toro manojos de cebada. El toro posó su pata firme sobre la gavilla y la tigresa blanca aquietó sus rayas negras contra los árboles. La calma envolvió todo desde la cima nevada apenas visible en el portal,  hasta las arenas en un atardecer paulatino con el río. El muchachito, disimulado entre los juncos investigó al par de osos bajando por la ladera, sus crías rodando en el rocío cuando la sombra  circular de un halcón peregrino  se cernió  desde el sol imaginario en un alerta para los bosques, las praderas, las estepas.
Aku sin lograr entender lo que veía, dejó el agua, hacia el portal gótico mientras  su figurita gris asumió la cálida armonía de los animales ciegos. Zigzagueó entre las araucarias, a fin de no ser visto su intento de traspasar el portalón.

De súbito, el zumbido en sus oídos… el padre amenazante. Se preguntó si sería por esto que él prohibió salir de casa. Las manos rozando el pasto húmedo, una fiera encorvada, él siguió corriendo hacia la puerta en tanto el zumbido clamoroso endurecía más y más el rostro.
Percibió que sería esta vez o jamás.
Por la amonestación paterna había aprendido: ya nada  sería igual.
Volver era el fracaso.
Transponer aquella puerta, la gloria o la incertidumbre por tiempos indefinidos.
Pájaros, árboles, bestias jamás contemplados habían poblado la ladera sur que por la puerta se derrumba en el río. Aku no  quiso usar las manos para  aplastar el sonido retumbante que batía sus oídos.
Todo estaba cerca, impostergablemente cerca.
Ladridos disonantes despedazaron el silencio de los animales ciegos.
Aku, crispado el rostro,  se guareció tras un roble, para contemplar el avance de la jauría por el lado opuesto.
Desde las quijadas, baba y espuma relumbraron los colmillos. Los ojos: furia ajena a ellos mismos.
Aku entrevió todo lo que sucedería de inmediato. Cuestión de segundos.
Cascos de titanio y cristal electro  cubrían el rostro de los hombres. Vestimentas púrpuras hasta los pies emitían sonido de vapor descomprimiéndose contra los arbustos.  Púas eyectaban en los hombros, codos y rodillas. El chasquido de botas, estremeció al niño… el ruido afónico de orugas metalizadas en las maquinarias que habían despanzurrado la ladera este del Jikor, años atrás para la mina a cielo abierto. Recordó el instante cuando padre contó por qué perdió el trabajo. Ingenieros, técnicos, científicos no aguantaron cuando el suelo del Jikor comenzó a escupir agua sulfurosa reduciendo a cero proyecto, campamentos y máquinas. Ahora venían en escuadra contra la ladera Sur. Aquellos siniestros, avanzaron con tres pasos al frente, uno hacia la derecha, dos hacia atrás, dos hacia la izquierda cinco hacia  adelante y así  en suceso rítmico. Sus cascos de guerra similares a  hongos de gelatina guiñaban rítmicamente cuando el aluminio líquido ascendía del cuello hasta ocultar el rostro para iluminar el camino cuando el brillo de sus armas ajustaron puntería hacia el vértice del cielo: el  halcón peregrino.
Aku huyó hacia la puerta cuando el chasquido de pasos sobre el pasto cubierto de agua sonaba en sus oídos con un rugir de calderas y turbinas. Los hombres humeantes, detrás de las jaurías, se abalanzaron hacia la puerta, armas en alto. Las piernas bajo las largas capas giraron sus poleas de tren. 
Aku  palpó sus propias piernas. No las sentía. Lentas, pesadas,  comenzaron a enfriarse.  Los cazadores cruzaron el río, evaporando las aguas bajo sus orugas-botas, en un amplio rastro viscoso, hediondo remplazando lo translúcido de la vertiente.
Aku, recordó el  promontorio sobre el lago, las horas de sus siestas; en un salto mortal hasta la puerta, lanzó una exclamación descomunal en advertencia al halcón mientras un  relámpago agudo rasgó el eje de las nubes con  una escarcha de fuego, plumas, sangre.
Aku se desmoronó sobre las piedras, apretando sus orejas cuando en un alarido inaudible como de aguas que se vuelven sobre sí mismas, la ladera Sur se retrajo, cerrándose abruptamente la puerta y cuerpos de hombres-jaurías rebotaron en contra para desplomarse inertes sobre sus huellas malolientes.
Un tornado de oscuridad lo amortajó todo.

-No debió hacerlo. No debió hacerlo- gritó el padre.
El muchacho observó terror en el ojo apenas visible, ovalado, rojizo de ira.
No debió hacerlo – Aku sólo vió aquel ojo, el dedo enjuiciador.
Los pies desnudos de Aku  sobre el barro, nudo de remolinos en el cabello, jirones de ropa empapada por la tempestad que, tras el tornado, implacable helaba la mañana.
Era todo lo que quedaba de su cuerpecito.
-Ud. Sabía, nadie debe verlos, nadie debe verlos – vociferó el hombre – nadieVendrán a buscarle; nosotros responderemos por ello. Su culpa será nuestra culpa y ruina. Usted debió irse el amanecer en que nació con las sombras amargas. Debe irse. Apaciguarlos. Nunca más vuelva a nosotros, extraño.
Y la obsesiva puerta paterna de cobre y bambúes giró sobre sí, estrepitosa, implacable contra el rostro del muchacho.

Aku se volvió cara a la lluvia.
Sendero abajo detrás de ventanas con presagiosos cortinajes, detrás de ventanucos, detrás de aberturas envejecidas… detrás de toda grieta en cualquier choza, o El Castillo, ojos entrecerrados, pupilas temblequeantes de viejos o muchachos, criados o señores se refugiaron en el miedo al no comprender por qué la lluvia lavaba los pies sangrantes del muchacho, por qué el agua como un león ciego le lamía el llanto, ni por qué Aku  no se apretarba ya los oídos como antes, ni por qué corrió velozmente bajo los relámpagos, la última mañana.
Aku ascendió sobre gotas de lluvia que revotaban contra el empedrado milenario; algo en una asunsión lo elevó, algo  alargó sus brasitos de halcón peregrino hacia la ladera Sur de los animales ciegos, hacia el vértice del cielo y el portalón desplegado por encima del río cuando la  niebla lunar, lejos de la aldea  muerta y silenciosa cerró la noche en la mandíbula nevada del cerro Jikor.



Omar A.Dagatti Giuliano. La Lonja (S.J.) 24 de Abril de 1997


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